Historias de los dos que soñaron – Pablo Siciliano

 

[Noticia: el siguiente ensayo apareció en el blog Los Sentimientitos en julio de 2009 firmado con el nombre de Gentil Gigante, uno de los tantos heterónimos con los cuales Siciliano solía publicar allí (me consta que el blog contaba a su vez con otros miembros a parte de él, aunque bien pueden haber sido otra invención suya). La exhumación de este texto hiperborgeano busca ser un discreto homenaje a un ensayista injustamente olvidado, a un sitio donde podían encontrarse inspirados ensayos sobre cultura pop y sobre todo a una época en su conjunto: la Golden Age of Blogs todavía espera a su Edward Gibbon].

 

Jorge Luis Borges escribió en 1945 un ensayo titulado Valery como símbolo. Aquel texto acercaba el nombre de Walth Withman (la mañana en América) al de Paul Valery (el delicado crepúsculo europeo). Aunque Borges advertía que tal tarea podía parecer arbitraria o inepta, intentaré prolongar su juego acercando el nombre de Bob Dylan al de David Bowie.

Surgido de la infinita y misteriosa zona rural de Estados Unidos, ese desierto metafísico que une y separa dos océanos, la música de Bob Dylan revolucionó la música folk y transformó el lamento resignado del negro en una mística búsqueda de verdades vagamente anticapitalistas. Sus relatos microscópicos comenzaron a hacer eco en toda una nación y de alguna forma la esperanza moderna encontró en su figura una suerte de profeta, una voz quejumbrosa buscando cambiar el rumbo de la historia.

Pero Dylan es mucho más y mucho menos que un símbolo. Zimmerman lleva consigo el carácter errante de su religión y su constante movimiento ha logrado que su figura, que cada vez se parece menos a un hombre y más a una idea, carezca de centro. Dylan es endiabladamente ambiguo, huye y rechaza todo encasillamiento y se mueve de un lugar escapando de sí mismo. Dylan pudo haber cantado contra el capitalismo pero jamás se comprometió realmente con un partido de izquierda. Dylan no dudó en ceder su música para vender autos y hoy es un excéntrico millonario que se aloja en hoteles cinco estrellas. Dylan huye de la política para dedicarse a los grandes temas: el racismo, la injustica y demás abstracciones que como Pilatos lo dejan con las manos limpias. Dylan adolece de ideología, de edad, de tiempo, de religión. T-Bone Burnett dijo alguna vez “no sé si viaja en el tiempo o cambia de formas o como se llame. Pero lo mirabas un momento y parecía un pibe de 15 años y volvías a mirarlo un segundo después y tenía el aspecto de un anciano de ochenta años, y por entonces debía rondar los treinta y tantos”. Dylan nunca necesitó máscaras porque nunca tuvo un rostro definido. Como una idea que nace desde la nada y de inmediato se vuelve eterna, es imposible precisar cómo o de qué forma llegó hasta nosotros. Dylan pudo haber muerto hace 10 años o puede morir dentro de cinco minutos, da igual. Su presencia física ha dejado de importar en el mismo momento en que empezó a cantar. La vida de Dylan es menos una sucesión de hechos que una abstracción, una respuesta, soplando en el viento.

Quizás haya que decir que el europeo David Bowie es el opuesto perfecto de Dylan. Bowie es una entidad corpórea seducida por el thanatos, la pulsión de muerte. Bowie ha entregado su cuerpo a la fina decadencia de su continente. Su sexualidad, sus constantes máscaras, han sido vanos intentos de huir de sí mismo. Al final, Bowie nunca dejó de ser el flemático inglés apellidado Jones que fue seducido por el fascismo y la estética nazi. No hay folklore en Bowie, su música es decididamente blanca, completamente intelectual. Su personalidad camaleónica nunca pudo transformarlo en otra cosa sino que lo reencontró con sí mismo, con su mentalidad gélida y conservadora. Bowie nunca crítico al sistema, más bien intentó transgredir la moralidad burguesa de la que salió y a la que ha vuelto como un hijo pródigo. Hoy un banco lleva su nombre.

Dylan es, como su país, una idea que navega en el tiempo erráticamente, sin llegar a tocar el suelo del que surgió. Bowie, en cambio, ha buscado la máscara que le haga olvidar su mera condición humana, resignándose finalmente a ser él. Dylan nunca tuvo una imagen definida, Bowie ha hecho un culto de eso, quizás porque toda imagen guarda una mentira y la negación de sí mismo es una forma de poder ser otro. Ambos procesos, opuestos, parecen ser metáforas de la historia. Estados Unidos, una utopía que se deshace para no ser nada y hacerlo todo. Un continente que se ha suicidado, Europa, se maquilla como un triste bufón para afrontar su propio declive.

Ambos artistas, geniales, se ubican en la fina línea donde la historia los escribe a ellos y donde ellos escriben la historia.

 


[Fuente: http://los-sentimientitos.blogspot.com/2009/07/historia-de-los-dos-que-sonaron.html]