Refutación de La supersticiosa ética del lector - César Aira

 

[Noticia: En abril de 1995 Alberto Giordano publica el ensayo “La supersticiosa ética del lector. Notas para comenzar una polémica” en el N°5 de la revista La muela del juicio de La Plata (luego republicado con ligeras variaciones el mismo año en Redes de la letra). Meses después, tras comentarle a César Aira la aparición del texto en una conversación telefónica, recibe de parte de este una carta personal con una “refutación” de su ensayo. La “refutación” forma parte del intercambio de ambos por lo que no estaba pensada originalmente para ser publicada, sin embargo, el tono objetivo y ensayístico del texto devuelve la misiva a la historia de la crítica literaria].

 

La supersticiosa ética del lector. Notas para comenzar una polémica1 - Alberto Giordano

 

Pensar y tomar una cosa en serio, asumir su peso,

para ellos es lo mismo, no tienen otra experiencia.

Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder

 

No deja de llamarnos la atención con qué frecuencia quienes se interesan por la literatura terminan alejándose de ella. Lo que comienza como un vínculo incierto, más próximo a los extravíos en los que nos precipita una pasión amorosa que al cálculo de intereses que gobierna en un contrato de trabajo, termina siendo una relación conveniente. Una circunstancia extraña que no puede, si se la aprecia detenidamente, más que suscitar perplejidad (¿qué raro sortilegio hace que alguien se entregue, como no se entrega a nada, con una disponibilidad absoluta, al acontecer de una realidad que no consiste más que en palabras?, ¿qué fuerzas extrañas lo llevan a abandonar el mundo por un tiempo para entregarse, como se dice, «en cuerpo y alma», a los avatares de un mundo imaginario?), se resuelve en un ejercicio convencional, en una práctica socialmente legitimada: el conocimiento.

Tal vez podamos con un ejemplo aproximarnos mejor al sentido de lo que intentamos comunicar. Imaginemos un crítico de Arlt, alguien que ha sido –y no dejará de serlo, al menos no del todo– un lector apasionado de las invenciones arltianas, un lector que le debe a la obra de Arlt, a esa obra a la que entregó sin reservas su fervor y su tiempo, momentos de vertiginosa felicidad; imaginemos que ese crítico, impulsado por el goce de las repetidas lecturas, se decide a escribir sobre la obra amada para transmitir lo que sabe de ella. Mientras conjetura los posibles desarrollos de su trabajo, nuestro crítico encuentra, inesperadamente, en el prólogo a una antología de relatos poco conocidos de Arlt, una información que se le aparece como el punto de partida para una investigación en la que podrá apoyar su escritura. La “prueba de amor” –lee en ese prólogo– es el tema de numerosos artículos publicados en diarios y revistas de la década del ‘20; la frecuencia con que aparece, por ejemplo, en Mundo Argentino testimonia la pertenencia de ese tópico al imaginario sentimental de la clase media argentina de la época.

Como imaginamos que había decidido dedicar una parte importante de su trabajo a "El jorobadito", cuyo tema es precisamente la prueba de amor, este crítico, alertado por la información encontrada en el prólogo, se precipita entusiasmado a las hemerotecas. Poniendo en juego su competencia para el “análisis del discurso”, después de circunscribir el “corpus” de publicaciones, verifica la insistencia del tema en cuestión y descubre rápidamente (porque ya fue descubierto por tantos otros en tantos otros lugares) las motivaciones ideológicas de esa continua aparición. Entonces, con paso seguro, respaldándose en los conocimientos adquiridos, vuelve a Arlt, vuelve a “El jorobadito” para explicar la particularidad del uso que hace la narración del estereotipo amoroso. Como se produjo, sin que él lo advierta, un desplazamiento de su interés y, en consecuencia, un cambio de perspectiva, la narración es apreciada ahora no según su singularidad sino desde el punto de vista general del discurso sentimental ideológico.

Situado desde allí, “El jorobadito” encuentra un sentido y un valor admisibles, es decir, admitidos. Si en el discurso periodístico –argumenta nuestro crítico– la referencia a la prueba de amor encubre, como lo hace cualquier formación ideológica, bajo una apariencia sentimental una realidad miserable y sirve, por lo tanto, a esa mistificación generalizada que es la moral burguesa, el uso anómalo del estereotipo en “El jorobadito” está investido de una firme potencia desmitificadora: la narración practica, a su manera, la crítica ideológica, contribuye, con sus propios medios, a la denuncia de la hipocresía de las relaciones sociales burguesas.

Que la prueba que el enamorado solicita en “El jorobadito” sea no solo inaceptable sino fundamentalmente monstruosa (la novia no tiene que entregar su virtud, tiene que besar a un contrahecho), que la solicitud no busque consolidar de la relación amorosa sino más bien destruirla, que el enamorado sólo pueda, por la fuerza de su amor, propiciar una catástrofe; toda esa realidad inaudita, que fascinaba al lector con el brillo lejano de lo desconocido, se reduce para el crítico a un conjunto de estratagemas desmitificadoras. Claro que él no admitiría que se hable de “reducción”: ¿acaso no ha encontrado para la narración de Arlt un valor decididamente fundado, indudablemente valioso?, ¿no ha quedado suficientemente justificada la existencia de “El jorobadito”? Es posible que, en los términos en que se ha visto llevado a formular el problema, nuestro crítico tenga absoluta razón, pero lo que su trabajo dejó sin interrogar son las razones de esa formulación. ¿De dónde proviene la exigencia de fundar moralmente, de acuerdo a valores admitidos, el sentido de una narración? ¿Quién reclama que su existencia sea justificada?  De seguro no la literatura, que existe indiferente a cualquier justificación; de seguro no el lector, que goza con esa indiferencia.

Es posible –insistimos – que nada de lo que ha hecho este crítico sea erróneo. Pero eso no importa, al menos no aquí. No nos interesa discutir la verdad o la falsedad de las conclusiones a las que ha llegado sino el valor del recorrido cumplido, mostrar los límites, por momentos asfixiantes, de la apuesta ética en la que lo compromete. Tampoco nos interesa impugnar simplemente (como podría sugerirlo el énfasis puesto al comienzo de esta nota) la probable eficacia de una empresa de conocimiento que tiene por objeto a la literatura. Queremos señalar la diferencia entre un conocimiento que niega masivamente la experiencia que supone conocer (el que practican los críticos que desatienden, en favor de ciertos valores generales, de ciertas valoraciones admitidas, su propia convicción o su propia emoción de lectores) y otro que mantiene con la experiencia literaria relaciones de intimidad, es decir, de tensión: un conocimiento dispuesto a perderse antes de perder el deseo de lo extraño que esa experiencia le transmitió en su origen.

Nuestro crítico imaginario dió con un problema fundamental de la literatura de Arlt (y de toda literatura): el uso de los lugares comunes, pero adoptó para la formulación de ese problema (al darle la resolución que le dió) la perspectiva más débil, la que por sostenerse en el peso de los valores establecidos (el valor en sí de la función crítica, la evidencia de que se trata de una función valiosa), “ve las cosas desde el lado más pequeño” (Nietzsche). Si el punto de vista es el del funcionamiento discursivo, ideológico de los lugares comunes, si esa es la realidad en la que el crítico se asienta para evaluar, la literatura no puede aspirar a nada más valioso que la función crítica (en el sentido de “oponerse a”, de “ir en contra de”). ¿Pero qué necesidad hay, tratándose de literatura, de conformarse con una realidad dada? Porque si algo puede la literatura –potencia de acción que en nuestro crítico se debilita hasta casi desaparecer– es precisamente inventar, en los intersticios de una realidad dada, la posibilidad de otra realidad, una realidad esencialmente extraña, que acaso nunca se realice pero que inquieta, por su inminencia, cualquier sentido, cualquier valor establecido. Sabemos qué puede la realidad ideológica de la prueba de amor sobre “El jorobadito”: impulsarlo a ir contra ella, es decir, obligarlo a aceptar los criterios de valoración a los que ella se somete conformándose con invertirlos. Lo que todavía no sabemos es qué puede “El jorobadito” sobre el estereotipo de la prueba amorosa, qué realidad desconocida, indiferente a cualquier apreciación moral –esa realidad inminente que fascina al lector y lo impulsa a repetir la lectura– puede experimentar en él.

En el desvío que lo aleja de la conmoción de la lectura para asegurarle la seria obviedad de la investigación, nuestro crítico es afectado por tres supersticiones. (Las supersticiones –propone Deleuze en una de sus lecturas de Spinoza– no son creencias falsas o erróneas, mistificaciones que se disolverían en contacto con la verdad; las supersticiones son creencias que separan a un cuerpo –la literatura, el lector– de su potencia de actuar, que disminuyen esa potencia, que limitan lo que ese cuerpo puede2) En primer lugar, una superstición política: que consiste en creer que la literatura es útil porque cumple una función crítica, desmitificadora, al servicio de una causa justa, moralmente fundada (todavía no podemos pensar el poder de lo inútil). En segundo lugar, una superstición sociológica: que consiste en creer que la literatura es homogénea a los discursos sociales, que se mueve en el mismo medio de generalidad que ellos, que sólo actúa sobre ellos en tanto los padece directamente (todavía no podemos pensar el poder de lo singular). Por último, una superstición histórica: que consiste en creer que el sentido de la literatura es contemporáneo del de los discursos sociales, que las morales con referencia a las cuales estos discursos circulan funcionan como contexto, es decir, como límite del sentido de la literatura (todavía no podemos pensar el poder de lo inactual3).

Tal vez convenga insistir en que estas supersticiones no expresan creencias falsas, que, por el contrario, cada una remite a un aspecto verdadero de la literatura, pero de la literatura apreciada desde un punto de vista moral (sometiéndola a ciertos valores de la moral política, de la moral sociológica, de la moral histórica), es decir, vista desde el lado menos potente, “más pequeño”. Estas supersticiones no son un privilegio de los trabajos críticos como el que nos ocupamos de imaginar. Son —para decirlo con otra expresión nietzscheana, que suele usar Barthes– como un “manto reactivo” que se extiende sobre todas las tentativas críticas y no un simple obstáculo que las lecturas acertadas sabrían evitar. La diferencia cualitativa entre las lecturas críticas no se mide por la presencia o la ausencia de estas supersticiones sino por el mayor o menor grado de resistencia a sus efectuaciones.

¿Pero por qué tomó ese desvío nuestro crítico, ese desvío que –cada cual a su modo, con distinta intensidad en cada caso– toman todas las tentativas críticas? ¿Por el influjo de qué fuerzas se apartó, y apartó a la literatura de Arlt, de lo que puede? En las tres supersticiones que señalamos se afirma una misma voluntad de reacción. El peso de los valores establecidos, que asegura la seriedad de los argumentos críticos, viene a negar la precariedad y la incertidumbre de la presencia literaria. La literatura es rara: aparece sin que nadie reclame su presencia, “se propone al mundo –dice Roland Barthes– sin que ninguna praxis acuda a fundarla o a justificarla: es un acto absolutamente intransitivo, no modifica nada, nada lo tranquiliza»4. Y de su potencia de inquietud –permítasenos concluir con una paradoja– da un testimonio inequívoco nuestro crítico, porque ¿qué lo impulsaría a alejarse, a resguardarse en mundos tan firmes, a él que goza con la lectura de Arlt, sino la fuerza conmocionante de ese goce, la intimidad con lo incierto? Donde se reacciona, porque se reacciona, algo inquietante todavía se afirma.

Rosario, 25 de febrero de 1994

 

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Refutación - César Aira

 

Giordano examina la reducción progresiva que sufre la literatura a manos de un crítico, de cualquier crítico, que hace su trabajo, o que se constituye en crítico en este proceso... Lo que empieza siendo, en el momento de la lectura, un compromiso total de la inteligencia, la imaginación y la emoción, termina, en el mejor de los casos, en la mezquina satisfacción de haber dicho una verdad que no puede ser, por naturaleza, sino un seco y abstracto lugar común. El camino para este resultado desalentador no es otro que el trabajo sincero y bienintencionado del crítico. Giordano no propone otro tipo de crítica que pudiera hacerlo mejor; por el contrario, en sus razonamientos muy firmes y encadenados, en la forma ejemplar de su crítica, parece sugerir que cualquier camino alternativo sería un puro impresionismo, un balbuceo encomiástico. Yo diría que se limita a precaver contra los excesos de la crítica ideológica, sin negar la esencia ideológica de la crítica. El modo de evitar esos excesos es mantener vigiladas lo que Giordano llama las «supersticiones» (también podría haberlas llamado «motivaciones») que llevan al crítico a hacer la crítica, en lugar de no hacer nada. Supersticiones éticas, históricas, políticas... Cada una de ellas, solas o acumuladas, van refinando el choque inicial de la lectura de la obra maestra, hasta desembocar en el texto crítico... El proceso podría verse bajo una luz positiva (usando una palabra distinta de “superstición”, cuyas connotaciones son una petición de principio): lo que se siente durante o inmediatamente después de la lectura es un caos básicamente afectivo, que necesita de sucesivos filtros ideológicos para llegar a una formulación útil para otros lectores... Bastaría con ser consciente de estos filtros o «supersticiones» para anular su efecto esterilizante, y con esto el ensayo de Giordano habría cumplido su misión. Si hay otra crítica, es la crítica de la crítica, el desmantelamiento de las supersticiones: una psicología del crítico como proto-lector (es decir, lo que hizo Barthes).

Con todo, la cuestión planteada subsiste. Porque, en el fondo, lo que se cuestiona es la institución crítica misma. Evitar los excesos sería el mal menor, pero al sugerir que estos excesos son los de la naturaleza misma del pacto crítico, este queda bajo sospecha.

Se me ocurre que hay otra lectura de este ensayo, con la condición de proponer una «superstición» extra: la superstición del producto, según la cual la literatura daría resultados tangibles en forma de textos... Por supuesto que la existencia de textos es innegable; la superstición estaría en creer que son el producto o condensado de la actividad del escritor, que son el “resultado” de su trabajo. Bajo esa luz, el ensayo de Giordano podría leerse como un severo enjuiciamiento del vicio crítico de considerar un texto aislado de un autor, y pretender hacerlo funcionar como literatura. El “buen crítico”, entonces, debería tomar unidades mayores a las del texto-producto; el autor, una constelación de autores, una época, una civilización, serían la medida justa, según los casos, para hacer coincidir la plenitud de la lectura con el trabajo crítico... Las supersticiones se disuelven, todas, porque lo que tienen en común es que presuponen una representación de algo mayor por algo menor; si el crítico encara directamente esa unidad mayor, el juego de la representación cae...

Pero quizás aun eso no sería más que un paliativo. Y de todos modos, sería un divagar utópico... Sin salir del mecanismo del ensayo de Giordano es posible dar la vuelta al enigma.

“Tal vez podamos con un ejemplo...”.

El núcleo argumentativo del ensayo es un ejemplo: “El jorobadito” de Arlt, y su momificación intelectual en ejemplo (a su vez) del tema sociohistórico de “la prueba de amor”. Giordano no advierte, o advierte demasiado bien, que el gesto de pedir convicción o persuasión a un ejemplo es peligroso, y crea un abismo. Es un salto textual que, en su aparente inocencia, en su automatismo habitual, disimula una maniobra ideológica, madre de todas las demás. Y es una ilustración muy pertinente a la aporía en cuestión, porque la operación crítica con la que empieza todo, el aislamiento de un texto para su análisis, implica justamente eso: transformar la obra literaria en ejemplo.

Aquí, hay una perspectiva o fuga de ejemplos: Arlt es un ejemplo de escritor, “El jorobadito” es un ejemplo dentro del ejemplo, y el tema de la “prueba de amor” es un ejemplo a la tercera potencia. En cada peldaño se puede recurrir a la coartada de calificar al ejemplo de “privilegiado”, apuntando al “ejemplo que no es ejemplo”, vale decir al “modelo”. En efecto, se podría decir que entre los escritores argentinos de la década de 1930, entre las obra de Arlt, o entre los temas que pone en juego “El Jorobadito”, hay una jerarquía... Y ni siquiera habría que recurrir a la jerarquía: todos los temas de “El Jorobadito”, el del Monstruo, el de la Maniobra Antimatrimonio, el de la Fábula, y otros, se subordinan al de la Prueba de Amor por el mero hecho de que el crítico “empieza” por este...

Sea como sea, la producción de un ejemplo presupone el aislamiento o recorte y la reificación del trabajo en producto. Las supersticiones son inescapables a partir de ahí: mecanicismo, positivismo, causalismo, son los sistemas con los que se racionaliza la superstición. En efecto, el cuerpo se separa de su poder cuando se mediatiza en un saber.

La recuperación del poder se hace remontando escalonadamente la vía del ejemplo. Partimos de ese resto seco y esquelético, al que se ha llegado: la “prueba de amor”. Supongamos que sea cierto que es el tema central y estructurador del cuento. Aun así, se pueden aislar otros varios elementos sin salir de ese cuento, y el proceso mismo que hace que ese cuento sea un texto literario quiere que ningún elemento sea prescindible. Todos valen por igual, ni siquiera se los puede enumerar de modo jerárquico encajonado porque no hay adentros ni afueras. Aquí hay otra superstición adicional de la que librarse, una de las nefastas consecuencias de la lógica del ejemplo. Lo que está en juego es la relación entre particular y general. La realidad es una acumulación de particularidades; el saber es una evaluación de lo particular en el marco de lo general; pero la literatura es una generalización de particularidades, una transmutación. En la literatura lo general se mantiene abierto, mientras que en el saber lo general debe cerrarse en series finitas, para poder contener a lo particular. La lógica del ejemplo le da a esta relación la forma del encajonamiento (contra la que yo milito con el concepto de “continuo”).

El paso siguiente es comprobar que no hay cuento: hay Arlt. Y el último paso es que no hay Arlt: hay literatura. Una práctica en la que nos recuperamos nosotros mismos, con nuestro poder intacto, como empezamos.

Todo esto es más fácil decirlo que hacerlo. La “remontada” en realidad no es una vuelta atrás, un regreso, sino más bien una huida hacia adelante: no se hace desprendiéndose de los saberes usados para llegar al fondo (al fondo de la impotencia) sino multiplicándolos y acelerándolos. Se hace necesaria una especie de enciclopedismo... (Es lo que ahora llamo “La Enciclopedia Argentina”, una forma práctica del continuo todavía en estado experimental).

Los escritores no son “ejemplos de literatura” (como querría la crítica que causa las perplejidades de Giordano), sino que son la literatura. Eso es casi obvio; ¿por qué no se lo ha visto como algo obvio? Quizás por la relación especial de literatura y ejemplo (es decir, y proceso general-particular).

Por lo pronto, hay un problema práctico: ¿qué puede hacer un crítico sino entrar en el juego del ejemplo? “Crítico” en sentido amplio, es decir un lector que quiera “hacer algo” con lo que lee. ¿Podría no hacer nada?

Recuerdo la proposición de Lukács: el corazón de una obra de arte está fuera de ella, en la sociedad de la que nació. ¿Se puede “no hacer nada” con la sociedad (la sociedad en la que nació la obra artística bajo consideración, y la sociedad en la que vivimos –la identificación de ambas está en el centro de la práctica del crítico–)? Sí, se puede. Se puede vivir en ella, simplemente.

Hacer algo es hacer ejemplos. En el fondo es inofensivo. Pero convendría recordar que la literatura es lo contrario. Si el ejemplo es el encajonamiento de lo particular en lo general, la literatura es la transmutación de lo particular en general, la “generalización” de lo particular.

Dije que el gesto de “dar un ejemplo” es un paso en el aislamiento de un texto y su consiguiente cosificación, pues bien, debo corregirme parcialmente. Porque el ejemplo no se equivale con la Cosa: el ejemplo es la faz intelectual de la cosa, es la cosa en estado fluctuante, es cosa solo en tanto depende de la decisión del sujeto de que lo sea...

Al ejemplo hay que tomarlo por el lado de la función, que es de persuasión o demostración. Es una bisagra entre lo real y el discurso.

El ejemplo es la particularidad persuasiva. Es el modo de implicar las particularidades en lo simbólico.

Lo que queda por decidir es si hay otro modo de vérselas con las particularidades. Con las del mundo sí hay otra: actuar, pasar de una particularidad a otra con el cuerpo, con el tiempo. En el mundo simbólico, donde está el arte, es más difícil. Se diría que basta con actuar...

Eso, por supuesto, si aceptamos la inaceptable diferencia entre mundo y símbolo, entre real y simbólico; si aceptamos que hay un mundo previo o posterior a lo simbólico. Si lo hacemos, lo real se vuelve casi una abstracción: lo absolutamente inmanejable e intratable.

Creo que todo depende de las circunstancias. El símbolo más elaborado y convencional se vuelve real por el solo hecho de ser ajeno. Si es otro el que lo produce (¿y no es siempre otro?) para mí es tan inmanejable e intratable como cualquier otra realidad, por ejemplo un gato o la lluvia. (Con estas últimas palabras quise ser persuasivo). Y la esencia del crítico es habérselas con una simbólica ajena, y por lo tanto reificada.

“Hacer algo” con el arte es querer sacarlo de lo real en que se ha puesto inmediatamente después de que el artista lo hiciera. Devolverlo a la esfera de lo simbólico, lo que equivale a una ilusión cronológica: devolverlo al estadio en que se estaba haciendo. A diferencia de un gato o la lluvia, los objetos artísticos se prestan a esta maniobra, están hechos para ella, y quizás no son otra cosa que esta maniobra momentáneamente reificada.

1995






1 Publicado por primera y segunda vez, en La muela del juicio, N° 5, La Plata, diciembre de 1994-abril de 1995, y en Redes de la letra, N° 5, Buenos Aires, Ediciones Legere, octubre de 1995.

2 Cfr. Gilles Deleuze: «Visión ética del mundo», en Spinoza y el problema de la expresión, Barcelona, Muchnick Editores, 1975; pág. 261.

3 Cada una de estas supersticiones, y fundamentalmente el sentido de los términos «inútil», «singular» e «inactual» (que son los valores en los que se expresa la potencia de acción de la literatura), requieren un desarrollo argumentativo del que aquí nos excusamos por ser éstas nada más que unas Notas para introducirnos, por la vía de la polémica, en el estudio de los problemas que los suponen. Nos parece oportuno, de todos modos, añadir una precisión respecto de la tercera de las supersticiones, la histórica. Que los discursos sociales funcionen como contexto de la literatura puede ser considerado una superstición, en tanto se supone que las morales tramadas en ese contexto son suficientes, es decir, capaces, para explicar el sentido de la aparición de una obra. Ya no podemos hablar de superstición, si pensamos a la circulación de esos discursos y esas morales como un contexto insuficiente, es decir –parafraseando a Deleuze– como un conjunto de «condiciones casi negativas» que hacen posible una experiencia que escapa a esas condiciones. Sin los discursos sociales como condición, la experiencia de la literatura quedaría indeterminada, pero esa experiencia -que implica la creación intempestiva de algo nuevo- escapa a lo discursivo y a lo social. La literatura se define en relación a los discursos y las morales contemporáneos a su aparición pero por el modo en que huye de ellos, es decir, por el modo en que deviene extraña a ellos (Cfr. Gilles Deleuze: «Contrôle et devenir», en Pourparlers, Minuit, 1990; pág. 231).

4 Roland Barthes: «La respuesta de Kafka», en Ensayos críticos, Barcelona, Ed. Seix Barral,1983; pág.169.