La novela familiar - Juan José Guerra
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Siempre
que una historia debe comenzar, la pregunta más
frecuente es «por dónde». Rara vez se
piensa «hacia dónde», quizá porque lo que queda bajo interrogación en este
segundo caso es no tanto la finalidad
del relato como las fuerzas que le dieron movimiento y que engendran a su vez nuevos relatos, y así
al infinito. La cadena es interminable, como las generaciones. Una vieja
sentencia reza que todo esfuerzo
literario debe aspirar
a ser (aunque no lo
consiga, o se quede corto) la expresión de los valores de una comunidad. Esto
sería rigurosamente cierto de no
existir la casualidad y los efectos inmotivados: un libro que no aspire prácticamente a nada puede contener
una frase o un párrafo que revele más sobre el
ser nacional que las obras
completas de algún proscrito, y así vendría
sucediendo pero nadie
ha querido leerlo. ¿Cuántos escritos han sido olvidados y cuántas claves
de lectura se perdieron a causa de la omisión
o la pereza de leer,
que son lo mismo? Tomemos
un ejemplo extraído
de la enciclopedia del olvido: los papeles póstumos
de un hijo de irlandeses emigrados a la Argentina durante la
primera mitad del siglo XIX. Habrá que dar una vuelta larga, sin embargo, antes de llegar a eso.
Para entrar en el asunto, digamos
que fue en 1935 y en una ciudad del sur –pongamos Bahía Blanca– que nació Luis Varela Keegan. En aquella época,
su familia era lo más renombrado de
la burguesía local y ocupaba una casa señorial cerca de la plaza Rivadavia. Dos hechos cabe destacar de su infancia: el catolicismo de la madre,
el malhumor del padre.
Poco más, pero de momento con eso alcanza. Ante las bravatas del padre,
nadie prestaba atención. La madre no asentía pero callaba, era indulgente en grado superlativo. En ocasiones le respondía con la parábola del buen
pastor, pero en general seguía con sus quehaceres. El cuadro se completaba con Gregorio y Ada: la hermana era una
copia fiel del padre; el hermano, de la
madre. Él había quedado en el
medio y estaba bien que fuera así.
La
madre recordaba un relato –pero no era solamente un relato: había sido cierto– sobre las tropas del Almirante Brown que
durante el combate de Martín García, con el objetivo de darse ánimos,
habían cantado una marcha irlandesa para defender a la Argentina. Al parecer, el asunto acababa
mal para los patriotas hasta que alguien
ordenó tocar la canción y ahí se dio vuelta el destino. Eran
historias que ella había escuchado en su infancia y que ahora le transmitía a los hijos «para que supieran de qué
estaban hechos». Nunca entendió Luis
a qué se refería la frase, y jamás consiguió figurarse a los soldados, pero a
veces lo cautivaba la delicadeza de la historia
y otras lamentaba
que tratase de hechos tan lejanos. Una vez le dijo la madre: «Luisito,
llevas tu nombre
por el abuelito. Anida en ti el mismo carácter
irresuelto».
El
abuelo había sido siempre una figura remota, vieja todo el tiempo, que vivía en
la capital. Venía de visita los veranos, se bajaba en la estación
y se cruzaba al café de la avenida. Ahí se sentaba en una mesita junto al
ventanal, sacaba una libreta donde anotaba el horario de llegada y pedía un vaso de cerveza espumosa.
Así daba comienzo
a su estadía en la ciudad, que no se prolongaba más de tres días, durante
los cuales apenas
se expresaba. Solo mostraba interés por asuntos de hacienda: preguntaba a su yerno por el rinde de las cosechas, el régimen de lluvias, los remates de ganado. Costaba
entender por qué requería esa información, porque
una vez que obtenía la respuesta se dedicaba a asentir y después
retomaba su mutismo proverbial. Pero sí prestaba atención
y anotaba en la libreta
cuando el padre de Luis le hablaba
de la existencia de grandes sequías o inundaciones. Contra su quietud
habitual, en esos momentos se ponía
histérico de felicidad, se le iluminaban los ojos y casi que perforaba las hojitas
con el trazo frenético de la lapicera.
Después echaba una mirada pícara
al yerno, quien cambiaba de tema. Cuando el padre
ofrecía whisky, el abuelo optaba por la ginebra. Fuera de este duelo silencioso que se establecía entre los dos, no
quedaba claro el motivo de las visitas:
el abuelo era un maestro del desgano. Al retirarse, rechazaba el taxi y
prefería desandar a pie el camino
hasta la estación. Los niños se quedaban en la vereda viendo cómo se alejaba hasta que se volvía un puntito oscuro en la distancia.
El
negro de su vestimenta, Luisito lo encontraba de nuevo en la sotana del
párroco. Las diferencias entre los
dos hombres eran numerosas, pero el niño con su inclinación algo despreocupada por la asociación de ideas
se quedó con el detalle más obvio, y a partir de entonces el enigma del abuelo se convirtió en pasión religiosa.
Lo empezaron a llamar «el Monaguillo». No se perdía una misa,
llegaba temprano para servir con devoción al padre, era diligente
hasta el absurdo. Receló del otro ayudante, un alumno pupilo, pero como el
padre se lo recriminó, e incluso
improvisó un sermón en contra de los privilegios y en defensa de los humildes, Luisito
terminó por tomarle
cariño al otro y, por extensión, a todos los pupilos que vivían lejos de sus casas. Los imaginó desvalidos en el pabellón del
tercer piso, con las manos de color
morado por el frío del invierno. La escuela era un viejo edificio, como un palacio encantado, una fortaleza de hielo
y paredes gruesas, mármoles, pisos ajedrezados y aberturas de madera,
puertas altísimas doble hoja con figuras mitológicas y bíblicas esculpidas en roble. El padre, además de dar la misa,
enseñaba historia. Acostumbraba repetir durante el
sermón algunos de los acontecimientos que habían integrado las clases de esa misma semana, pero usados en este caso con una finalidad edificante o, las más de las veces,
admonitoria. Tenía preferencia por la historia
militar, armaba relatos
extraordinarios, verdaderas
performances, tomando como material las batallas más recordadas (destacaba su interpretación del trance fatal que grabó
en la memoria de todos el combate
de San Lorenzo). Tanto en el
aula como durante la homilía, hacía el esfuerzo de dar a conocer los hechos por medio de gestos,
personificación de los distintos personajes, imitación de acentos,
onomatopeyas, cambios de ritmo. Era una fiesta visual y un deleite para
la escucha, Luis quedaba fascinado con cada nueva
función. Sin embargo,
había una batalla en particular que lo dejaba contrariado. Era para
sorprenderse o para no entender en absoluto, porque frente a un mismo acontecimiento –la batalla de
Caseros– las palabras para definirlo resultaban inconciliables. El padre de Luis hablaba de la
«gloria», mientras que el sacerdote se refería a la «ignominia». Ahí no quedaba lugar para un recuento
fiel de los hechos, el interés por eldato
empírico retrocedía y la interpretación lo ocupaba todo. De alguna manera Luis
sentía que el Caseros real –si había existido– se perdía para siempre, se le escapaba
entre las manos
porque había sido devorado por el mito.
Mientras
tanto, la historia política entraba en una curva y, en lugar de aminorar la marcha, apretó el acelerador. Era como un
caballo desbocado, una locomotora sin freno o,
todavía mejor, un tren que viene lanzado
en dirección al espectador y parece que va a salirse de la pantalla. Con una constancia en
algún punto conmovedora, su padre quiso inculcarle a Luis el odio hacia el peronismo. De los peronistas decía mil males:
decía que era gente ociosa
y que se manejaba de manera indecente porque traficaban imágenes falsas
y convertían los mitos sagrados
en personajes de comedia y, en definitiva, todo lo transformaban en risa, ante lo cual uno no podía hacer otra cosa que tomárselos para la broma. Pero el padre –desbocado– montaba en cólera, se entregaba a sus famosas bravatas (la cara
se ponía exageradamente roja). Gastó
varias horas diarias, durante años incontables –en verdad, tuvo una década completa para elaborar con los materiales
disponibles sus propias mitologías– hablando
pestes del peronismo, pintando al peronismo no solo como la segunda
tiranía sino, todavía más y peor, como un movimiento demoníaco, el resultado
de fuerzas diabólicas que amenazaban con
destruir el país. En ese punto, el hijo prestaba más atención y, al hacerlo, empezó a adivinar
que el padre, que nunca había mostrado
un afecto particular por la religión,
recurría a la narrativa católica
para mejor persuadir
al hijo. Es decir, la usaba estratégicamente, a la manera de un
recurso retórico, y esto le resultó imperdonable al hijo, le pareció que la religión
chapoteaba en el fango de las intrigas
políticas de su padre. A partir de ese día, no solo le perdió el respeto sino también la confianza.
Pero había mandatos que no se podía contravenir. Cuando cumplió los 18 años se fue a
estudiar Derecho a la capital. Era un destino prácticamente literario, el joven
de provincia que llega a la gran ciudad,
y Luis se entregó de lleno. Sería abogado a la larga, pero mientras
tanto se comportaría como un artista. El entorno le dio motivos para
abandonarse a la ensoñación. Conocía
los letreros luminosos y las calles atestadas de gente, pero esto era el barroquismo lumínico, el delirio
de la multitud. No le alcanzaban los días para ir al cinematógrafo,
al café, a los museos y librerías. En cuanto a las galerías, las había en su ciudad también, pero acá la escala se
volvía monstruosa, de una monstruosidad no peligrosa sino delicada. No solo el número era infinito, sino que cada galería representaba un mundo en sí misma,
con varias plantas, pasillos, recodos y pasadizos. Los negocios eran un
festival de colores que ponían
en disponibilidad mercaderías de todas las variedades. Estaba ahí todo lo imaginable, y más.
Para Luis,
la vida universitaria se componía
de aquellas experiencias que estaban por fuera
de los claustros y que, sin embargo, no entraban en contradicción con ellos, ya
que formaban una unidad. Al poco de
llegar ya tenía su grupo de amigos. Se reunían a diario en los bares y cafés del centro. Había pintores, escultores, poetas, periodistas;
los hermanaba el estudio del
Derecho, por el cual manifestaban diferentes grados de interés, pero sobre todo los ligaba una suerte de optimismo
intelectual. Se pensaban como misioneros que tenían la obligación –pero era un deber al que se entregaban con absoluto
deleite– de celebrar la vida moderna, amaban su presente
y no hubiesen querido estar en ninguna
otra época ni lugar. En el
grupo conoció a Sara y desde el primer día fueron inseparables. Compartían el
gusto por la poesía religiosa –Fray
Luis, San Juan, Santa Teresa– y podían pasar horas caminando y recitándose los versos amados sobre campos verdaderos, suaves cautiverios y duros destierros. Fantaseaban con escribir sus
propios versos acerca de las luces de la ciudad, y llegaron a hacerlo, pero el resultado no se comparaba con la
belleza de los poemas que guardaban
en su memoria, así que se quedaron con estos, que para los dos enamorados eran estrofas que hablaban sobre el tiempo
actual, a pesar de ser tan antiguas. Sentían que los faroles de los autos y los carteles de neón dibujaban formas
angélicas que le imprimían a la vida cotidiana un halo de encantadora religiosidad.
Los
exámenes pasaron y Luis no había visitado al abuelo, se lo recordó una carta de su madre. Era un olvido escandaloso que se
propuso reparar de inmediato. El pensionado quedaba
en Constitución, en una calle
descuidada y un poco fuera de época.
El viejo lo recibió en una habitación fría y oscura, un
cuchitril desordenado, abigarrado de libros y papeles, sucio y diminuto. Un catre de madera, un escritorio sin cajones y una repisa
destartalada eran el mobiliario más destacado. Para cumplir
con las reglas de la representación, las paredes estaban cubiertas de un papel desconchado y percudido por el
humo del tabaco. Recostado en la
poltrona y envuelto en un poncho salteño, el abuelo tomaba mate –la pava
colocada en una mesita de mimbre– y
fumaba una pipa larga –con pitadas cortas avivaba la brasa que, por un instante, despedía un resplandor
rojizo. Si no fuera porque su lema era «para nada británico: católico e irlandés», cualquiera hubiese pensado que
estaba frente al prototipo
del inglés acriollado. El nieto habló de sus intereses literarios, lo
tenían absorbido mucho más que las
leyes. El abuelo pareció confirmar una sospecha –la expresión de su rostro así
lo indicaba– o, en todo caso, una
suerte de fatalidad, porque a continuación dijo «tenía que llegar el momento que, pasadas las
generaciones de doctores, volviesen las letras a nuestro linaje». Puso el acento
sobre la palabra
linaje y esto provocó
un estremecimiento en el nieto,
como si de pronto hubiera tomado conciencia del paso del tiempo y
también de la cadena interminable de
parentescos que lo incluía. El abuelo pareció decidido a tirar de la cadena. Se trataba de un viejo asunto familiar. «¿Ves eso?». Le mostró una pila de papeles.
«Son los escritos que dejó mi abuelo
Jacinto Keegan, el gacetero. No tienen gran valor literario, pero sí un significado afectivo». Eran
anotaciones sobre geografía, política territorial, historia militar,
no había un orden preciso
ni se podía establecer otro sistema que el que emana de un conjunto de obsesiones más o menos
repetitivas. El viejo opinó que esos papeles eran la prueba documental de un estilo
de pensar, una manera de conectar fechas,
acontecimientos y proyectos
que había tenido sede en la cabeza de su antepasado y que había sido olvidada, como también fue olvidada su tarea periodística. «Su última colaboración es del 2 de febrero
de 1852, a partir de ahí le borraron la voz», dijo oscuramente el
abuelo, «con Caseros, su tiempo se
había terminado». Otra vez alguien invocaba la palabra Caseros y le daba una connotación nueva, porque el viejo no habló ni de gloria
militar ni de ignominia política,
sino que para él, y así se lo
comunicó a Luis –que estaba atónito, como era su costumbre–, la palabra estaba ligada para siempre con la
«tragedia personal». Una vida quedó trunca y con ella un pensamiento, segado por el odio ideológico y la brutalidad de la venganza. Abrumado ante la fijación por los combates
que observaba en los mayores,
con todo, Luis logró hacerse
por primera vez una imagen
más cierta, aunque
no por eso menos equivocada, de lo que había significado en los hechos esa palabra
endemoniada.
Dedicó
los meses que siguieron a tratar de organizar la información en su mente. El abuelo había tomado unas hojas de
periódico percudidas por el paso de los años y le había leído fragmentos escritos por su antepasado. Era una música que
contrastaba con la voz paterna, porque le asignaba
a los personajes históricos tonalidades que diferían por completo de las que Luis conocía. Tarde en la
noche, buscando un nuevo sentido a partir de estos descubrimientos, levantaba la cabeza y miraba a través de la ventana: le parecía otro mundo,
y sin embargo poco había cambiado. Dejó la poesía y se comprometió de manera obsesiva, puntillosa, con la carrera.
Sara, que notó el cambio
de ánimo, le dijo «estás
raro, como si algo en particular te mantuviera preocupado», y luego agregó «todo parece molestarte desde hace un tiempo». No obtuvo otra respuesta que
una mirada torva. Dejaron de verse, y él ya no
asistió a las reuniones de café. En efecto, su intranquilidad existía,
pero nada la alimentaba más que no
conocer los motivos que la causaban. Así, su desesperación fue en aumento. No faltaría demasiado para el
estallido.
Otra vez –pero no era más que la continuación de una tendencia– los hechos tomaron
velocidad. Hubo un bombardeo, muchos civiles murieron. Todo se resolvía
en los extremos de la pasión y en
la necesidad de seguir adelante, sin detenerse jamás. El estruendo de las descargas lo sacó de sus divagaciones.
Luis salió a la calle y lo que vio fue el exceso generalizado: tanques, ambulancias, corridas, gritos. Por cada persona
que lloraba, encontraba otra que vociferaba su ira para
un auditorio improvisado y disperso. Había notas agudas, increíblemente finas, y tonos graves, estentóreos. A
Luis le brotó una expresión contradictoria:
imaginó cuerpos cayendo como flores segadas y proyectiles que se detenían antes de acertar en el blanco. La
fascinación por lo que veía, aun cuando fuese atroz, se mezclaba con la
dificultad para comprender.
Cuando
ocurrió la quema de las iglesias, Luis quedó desorientado primero, pero rápido lo ganó el impulso de salir a
defender el bastión más concreto de sus creencias, lo único que tenía
de cierto en la vida. Terminó en el calabozo
por unas semanas.
Allí supo que mientras Gregorio
bombardeaba la plaza,
Ada quemaba iglesias; ¿qué lugar le tocaba a él
en ese revoltijo? La historia pasaba
por ellos, a dos bandas. Al cabo de salir, se dirigió al pensionado con la necesidad de entrevistarse con el abuelo
en busca de una interpretación de los hechos
y, también, con el presentimiento de que lo vería por última vez. Impaciente, fuera
de sí, le pidió explicaciones. Le habló de su desesperación y desamparo, le contó
los muchos pensamientos que había tenido durante su
estadía en la cárcel. El anciano lo observaba, su mirada dejaba traslucir distancia y afecto en una sola pieza.
Finalmente, Luis gritó que para él se
había perdido el juicio y que el tiempo andaba enloquecido. Calmo, armado de
una paciencia infinita, el abuelo lo
escuchó y después dijo: «Llegado hasta aquí, es hora de que empieces
a entender».
2
El
tren arribó a estación Sud, una maniobra de la costumbre. Chapoteaba la mañana,
no terminaba de aparecer, y el vapor
todavía no se apagaba. A los costados se agrupaban las personas que habían madrugado para buscar a un familiar.
A medida que el vagón
se detenía, Varela cerró el libro y miró afuera pero
sin enfocar la vista en nada en particular; de lo que vio, que no fue mucho, no sacó ninguna conclusión. El asunto es
que estaba afiebrado, no paraba de
pensar en sus lecturas. En uno de esos libros se hablaba del interior –pero no
es seguro, quizá se hablara del
desierto– como una gran tumba que tiene adentro los restos de un muerto. La imagen lo había dejado
perplejo, no tanto por la interpretación que sugería acerca de la realidad nacional, sino porque le resultaba
infundada. Sobre todo por la falta de generosidad:
¿cómo podía ser que en un territorio tan inmenso solamente entrasen los despojos de un único muerto? Fue
suficiente esa preocupación para no dormir en todo el viaje. Había que empezar
a escribir todo de nuevo.
Por suerte,
los padres estaban
en la casa de veraneo
y no volverían hasta los primeros fríos de mayo. De esta manera no iba a
tener que simular una simpatía para la que no estaba preparado. Caminó de la estación al centro. A pesar de la
época, el día parecía otoñal o, por lo
menos, primaveral. En la plaza las actividades eran las acostumbradas y cada
oficinista llevaba su sombrero.
«Señor, se le ha caído el paraguas», escuchó. «Muy amable, joven». Casi lo atropella un coche. El susto duró
un solo instante, lo interrumpió el pregón de la mañana vociferado en el punto de mayor
tráfico, donde se cruzaban todas
las esquinas. A eso se le añadió el canto monótono de las
campanas y el vuelo sincronizado de las palomas, que terminaron por distraerlo de sus preocupaciones. Pasó por los
dos cipreses que escoltaban el monumento y que recordaba más crecidos.
Porque
la vio deshabitada por primera vez, la casa paterna le pareció inmensa. Le sorprendió que hubiera dos cocinas; un patio interno
y uno trasero; dos habitaciones para los niños,
cada una con dos camas
de caño, respaldar alto y cojines
de pluma; dos placares
en la habitación matrimonial; en el escritorio, una biblioteca de
volúmenes de Derecho y otra con enciclopedias,
novelas e historias del arte y la literatura. Todo esto lo sabía –no podía olvidarlo–, y sin embargo quedó pasmado
–tan atónito como incrédulo– cuando llegó al
living comedor y comprobó –aunque
fuera otra vez– que había dos ventanales: uno que daba a la calle, otro a la galería.
«Demonios de la arquitectura», pensó, «¿dónde ponen fin a tanta duplicación?». A pesar de que también
estaba –no podía faltar– Elisa, el ama de llaves, se sintió el único morador de un palacio diseñado para perturbar la conciencia.
Los
primeros días los dedicó a escribir cartas. Los destinatarios eran amigos de la época universitaria y antiguos compañeros de colegio. El contenido resultaba
confuso, escrito en un estilo retorcido que vacilaba en
sostener una idea precisa, como si estuviera mal zurcido. Mezclaba efusiones místicas y comentarios acerca de la
Paternidad Divina con reflexiones un tanto oscuras
sobre leyes aduaneras, liderazgo político y distribución territorial. Pero si nadie entiende, ¿cuál
es el objeto de una escritura y qué objeto tiene escribir? Cuando parecía
que ningún pensamiento iba a ser afirmado en esas líneas,
de pronto estampaba una sentencia del tipo «el
problema de Juan B. fue que buscó tesis, antítesis y síntesis; el mérito
de Domingo F. estuvo en que con las dos primeras le alcanzó». O también:
«si más no se hizo es porque no se pudo». Firmaba con sus iniciales L.V.K.,
pero luego suprimió la V y pasó a
firmar L.K.; después, simplemente K. Rara vez las despachaba, y sin embargo
este ejercicio lo ayudó a preparar el proyecto magno que se proponía. El epistolario fue su campo de pruebas
para el texto definitivo: Jacinto K., o Pautas
para la Reconstrucción Nacional. En el
maletín de cuero se había traído los papeles póstumos del
gacetero.
De la poesía
a la prosa, había una serie de aprendizajes por realizar. Se ayudó con las caminatas por la ciudad. En los paseos
matinales, vestía una capa negra que le daba un aspecto de refinamiento absurdo,
casi decimonónico. Pero no buscaba
materiales para su obra en la vida urbana, sino que le servía de
distracción. Se entregaba al encanto de ver lo que sucedía a su alrededor con la condición inquebrantable de no
aguzar la mirada. El problema era
que no encontraba una forma para el proyecto. ¿Debía ser una biografía
novelada, un ensayo de
interpretación, un trabajo monográfico con las fuentes o un manifiesto
político? No podía dar comienzo
si no definía antes la forma y pasaba noches
enteras buscándola pero todavía
sin encontrarla. Terminaba destruyendo los papeles al final del día. Empezó a
beber porque no podía dormir; dejó
el alcohol porque necesitaba estar despierto. Para salir del marasmo,
se impuso la restricción de ser objetivo,
pero cada vez que comenzaba
a escribir le salía la primera persona.
Necesitaba una fórmula
para salirse del yo, entonces
anotó: «Por mí pasa
la historia». Seguía sin funcionar, pero era un avance. Esa noche dejó el papel
sobre el escritorio.
Al día
siguiente recibió visita. Era Manuel Gómez, un amigo de Ada que era pintor. Se peinaba prolijamente con raya al costado, usaba
la barba en forma
de U y vestía pantalón blanco y chaqueta gris oscura, un poco fuera de estación. Regresaba de un viaje por el noreste,
de donde había vuelto con un cuaderno
de bocetos. Se sentaron en el estudio a conversar.
Le extrañó que Gómez lo llamara por
su apellido materno. Contó que hacía tiempo anhelaba realizar ese viaje, que la luz de aquella región, tan
prestigiosa en términos pictóricos, era incomparable con el resplandor apagado del sudoeste
bonaerense. Fascinado por los paisajes,
había tomado nota de perspectivas panorámicas. Desde la altura del monte
se le había revelado un mundo entero
de vegetación, ganado y trabajo rural. Keegan lo escuchaba entre preocupado e impaciente. ¿A qué venía
tanto prólogo? Gómez traía un morral del que
sobresalía el borde de un cuaderno de tapas oscuras. «No tiene idea,
Keegan, lo que esa iluminación
provoca en la mirada y, luego, en el entendimiento», buscó la sensación y agregó: «Es como si de pronto la vida fuese
más verdadera, es más, como si ya no quedara
de un lado el sujeto y después el mundo, sino una sola cosa. La
plenitud, la objetividad absoluta».
Como
idea era interesante, pero seguía hablando y no mostraba el cuaderno. El anfitrión hizo traer un refrigerio y
aprovechó el giro mundano para apurar el trámite. «Y los bocetos… ¿se pueden ver?». Cuando los vio, estalló
de entusiasmo.
«¡Esto es lo que busco!», gritó visiblemente exaltado,
«ver la realidad
como se la mira en este boceto. Parado en un monte,
debajo de mí una depresión del terreno, abarcando con la mirada todo el espacio visible. ¡Esto es lo que necesito! ¡El
punto de vista famoso!». Gómez sonrió,
encontraba divertida la vehemencia del otro, pero también le sonaba ridículo.
«¿Para qué lo necesita?».
«Es un
proyecto literario que tengo, y usted, Gómez, con sus bocetos me está dando la llave para finalmente dar inicio a mis tareas». El otro se sorprendió.
«Keegan,
escuche», con una leve inclinación de cabeza, «eso ya no se puede
hacer».
«¡¿Cómo que no?!».
«Hay otras formas ahora, Keegan, estos bocetos ya son antiguos,
¿no lo entiende?».
Otra
vez la sanción, de nuevo se le reprochaba que no entendía. Se había vuelto costumbre. Pero de qué hablaba, si acababa
de pintarlos. Además, su rama era totalmente
distinta.
«Usted es pintor. ¿Qué sabe de literatura?».
«Es un asunto
viejo y tedioso. Ya no se puede escribir la Eneida, confórmese con las
Bucólicas a lo sumo».
«¡Me
quedo con la Eneida!», respondió
irritado como un niño, temerario, confiando
en que sus energías le alcanzaban para emprender algo así
de gigantesco.
La escena
se había vuelto
tensa, así que resolvió atenuar
los ánimos –pero sobre
todo el suyo– hablando con
calma y sinceridad. Tomó un sorbo de té frío –estaba delicioso– y se preparó para compartir su gran secreto.
En tren de confesiones, le explicó a Gómez qué era lo que se proponía. Quería
escribir una obra donde estuvieran las grandes líneas,
un proyecto comprensivo en el que no podía faltar: el
combate de Martín García, la batalla de Caseros, las bombas sobre la plaza, un viejo inglés acriollado, un
sacerdote lanzado a fondo en su artillería
verbal, un escritor olvidado del siglo XIX. Quería escribir para provocar la
misma conmoción que produjeron en otros, antes, las grandes obras: esa debía ser la disposición. «¿Le parece ambicioso? ¡Será
porque lo es!». Había concebido un poema público, político, que le hiciera un corte al cuerpo de la
nación, que cambiase para siempre la imaginación nacional. Aunque no sería necesariamente un poema, sí debía
tener la estatura de una epopeya. En
eso consistía el proyecto. Y hasta ese día no había descubierto por dónde empezar, pero ahora lo sabía gracias a su
visita. Estaba todo claro en su mente. Parado en el montículo, podía ver ahora la historia completa como si
estuviese sucediendo frente a sus ojos. Era una cuestión
de perspectiva: el montículo significaba la verdad y lo visto desde allí representaba
la vida histórica. Solo restaba escribir con palabras lo que se le había
revelado, fulminante, en el pensamiento.
«¿Y cómo pretende comenzar?», preguntó Gómez, genuinamente interesado.
«Eso
es lo de menos. Más importante es la dirección, el plan maestro. Empezar, empieza
cualquiera». Como vio que el otro fruncía
el ceño, detectando tal vez una contradicción o un punto flojo, se explicó: «Antes
operaba sin conciencia. Anotaba una frase,
y después otra. De a poco se iba formando
algo parecido a un poema o, también,
a una carta. Pero cada frase era seguida por otra según un método (llamémoslo) metonímico, por asociación y
cercanía. El problema es que a medida que avanzaba, la última frase escrita se iba desconectando cada vez más de la primera,
es decir, la que dio comienzo al escrito. Por
el simple hecho de que su nexo estaba con la inmediatamente anterior y no con la totalidad
de las frases. En casos extremos, la última ya no guardaba ninguna relación
lógica, mucho menos argumental, con el íncipit.
Imagine la monstruosidad de un escrito
con esas características. Estaba atado, a lo sumo,
con un hilo sisal. Pero ahora, gracias a usted, ¡estoy en condiciones de construir una viga maestra! ¡Hay que escribirlo todo de
nuevo!».
Gómez le dijo que eso parecía
un trabajo de años
y no
algo que pudiera
hacerse en un tiempo
razonable. «¿Cómo piensa escribir algo así, hombre? Es inhumano». La cara se le iluminó: «Usted no entiende, Gómez. Ya
está escrito, solo tengo que ordenarlo». Le habló de los papeles del antepasado. Con ese material bastaba, pero hacía falta cortar,
distribuir de otra manera, colocar
en primer lugar lo que estaba al final, modernizar la ortografía, etcétera.
Él sería el secretario, el copista fiel de lo que alguien,
injustamente olvidado, había dicho con absoluta nitidez
en un pasado remoto. La contundencia del texto de base, puesto
a nuevo por la
ventaja del tiempo transcurrido, se impondría por su propio peso. Ya no habría
un claro y un oscuro, ni siquiera
dos oscuridades en conflicto permanente, sino una sola y única claridad. Estaba
exultante.
Intrigado
y pensativo, Gómez opinó que algunos artistas valiosos deben esperar, fatalmente, largos años para encontrar sus
condiciones de recepción, y eso con frecuencia
recién ocurre una vez que han muerto.
«Triunfaré», fue la respuesta que obtuvo.
Se
entregó a la tarea con energía febril. Primero, transcribió a máquina los
originales y mandó a hacer copias.
Después compró láminas de gran tamaño y empezó con la tarea de cortado. Tomaba frases de uno y otro
escrito y las iba pegando en la lámina, de manera de componer un texto
nuevo en base a la combinatoria. Al principio, se impuso la restricción de respetar
los párrafos, esa era la unidad de sentido. Pero más adelante el vértigo lo
llevó a cortar por oraciones. Como una vez que se abre la compuerta el torrente es indetenible, acabó
por separar una misma frase y, en momentos de osadía extrema,
directamente cortaba por palabras.
Había algo plástico en el trabajo de esta primera etapa. Pero el resultado no
lo conformó. Volvió a ordenar las
copias de los originales que le habían sobrado y pensó en algo más simple: una edición completa de
los inéditos de su antepasado, a lo que agregaría un estudio preliminar de su autoría. La idea no solo era
modesta, sino que guardaba una relación
nula con el proyecto que había concebido. Además, qué interesaba exhumar notas sobre la ley de aduana de 1835 o la
ocupación de Malvinas, si se las iba a leer simplemente como documentos de época,
prosas de circunstancia,
perdiendo de vista el sentido profundo de lo que su antepasado había
querido decir. Consideró esta segunda etapa un momento de flaqueza y la olvidó rápidamente. A
continuación se le ocurrió tomar los originales, quitar los títulos, subtítulos y otras divisiones. Más aún: una vez unidos
los textos, suprimiría los puntos
aparte y quedaría un único párrafo de trescientas o cuatrocientas páginas.
(Esta idea lo estremeció porque le
hizo recordar un viejo pensamiento según el cual todo ser humano pronuncia una sola frase a lo largo de su
vida, y esa frase es interrumpida únicamente por la muerte. En este caso, aplicaba
con un rigor imprevisto.) Así, se armaría
un libro no solamente voluminoso sino, además, hermético. Y todavía mejor:
una vez suprimido todo lo antedicho, no tenía por qué ordenar los originales siguiendo un criterio
cronológico. Podían estar mezclados y
hacer brotar sentidos completamente inesperados. Esta tercera etapa fue la más duradera, el momento en que sintió que
avanzaba en la dirección que verdaderamente se
había trazado. Trabajaba el día
entero y no quería detenerse.
Sin
embargo, una mañana descubrió que Gómez se había olvidado el cuaderno. Le pareció
un descuido incomprensible. Si bien no hacía tanto de la visita, lo cierto es que no se figuraba cómo el pintor podía vivir siquiera
un día sin sus bocetos.
Ya no volvería a buscarlos, eso quedaba claro. Por la tarde, para distraerse de la
escritura, volvió a mirarlos con más detenimiento.
La técnica era impecable, los paisajes sublimes, pero había un detalle que lo dejó intranquilo. Podía adjudicarlo a la
condición provisoria del boceto, paso previo a la materialización en la pintura, y sin embargo
eso no le restaba singularidad. El detalle extraño
estaba en los rostros de las figuras humanas. No tenían ojos, boca ni
nariz. Le pareció una metáfora de la
obra que estaba realizando. Sintió un temor que no había experimentado ni siquiera
en la cárcel. Es más, comparado con esto,
la cárcel había sido una vacación.
Entendió
que a su proyecto le faltaba el soplo que da vida. Era puramente cerebral, en ocasiones lúdico, pero basado siempre
en la premisa de aplicar un procedimiento. Los
rostros estaban desdibujados, incluso faltaban por completo. No había fuerza
explicativa sino virtuosismo formal. Dispuesta así, ¿qué
venía a decir la palabra del antepasado? ¿Suturaba los enigmas o era parte de las habladurías? ¿Y qué lectura
proyectaba sobre el presente? Ya no lo tenía tan claro, se le había enturbiado el entendimiento. Además,
y esto era imperdonable,
había traicionado la famosa perspectiva. Frustrado,
pensó en retomar la biografía
novelada, pero chocó contra el mismo problema. No tenía retratos del
antepasado, no conocía
un solo rasgo de su cara. De pronto, cayó en la cuenta de que no sabía con certeza
casi nada sobre él. Con ese hueco del rostro, se empezó a desvanecer la
palabra, como si solamente por medio del gesto facial
se sostuviese un pensamiento, y así los escritos del hijo de irlandeses
se borraban otra vez.
Los
meses pasaron y, tristemente, la obra seguía sin hacerse. Había quedado en suspensión. Y luego, directamente, ya no se
hizo.
No
viajó, pero conoció la tristeza de las mudanzas. Con ellas, fue perdiendo los papeles.
Tiempo después, salió a dar uno de sus paseos. Conservaba la capa, pero ya no esperaba mucho de la vida y se sentía envejecido, aunque fuese terriblemente joven. Terminó en el pinar ubicado en la parte alta de la ciudad. Era un lugar apacible en el que no penetraban los ruidos del tránsito, daba la sensación de estar a la intemperie lejos de la civilización. Encontró la calma para meditar sobre el mismo asunto. Buscaba entender qué había salido mal, por qué teniendo todo a su favor no había concretado, sin embargo, la obra. La caminata por el pinar le daba a la escena un tono literario que le recordó las grandes novelas. En ellas siempre hay un héroe, y este héroe representa un destino. Pero también hay una familia paradigmática. Un padre severo, una madre indulgente, un hermano atroz, una hermana rebelde. «La historia pasa», se dijo, «por todos ellos, pero es el héroe quien la padece». El sendero daba vueltas, se perdía en recodos, luego recomenzaba. Otra vez entendía (¿sería tarde?) que la historia ya estaba escrita, que tenía la forma de una novela y que solo había que transcribirla. Al fin y al cabo, lo que se requería eran las destrezas del copista. Llegó al final del camino. No había paso más allá. El problema era que se encontraba en el principio.