Lo indistinto - Rafael Arce

 

¿Cómo pasar de la notación al relato? Una posible respuesta: no pasando. Las notas se hilvanan con un relato prometido, sugerido o virtual, que se pospone o se depone. Una obra como la de Sergio Delgado insiste en la tentativa moderna de combatir lo narrativo en el propio relato. Se dirá que el gesto es extemporáneo. Concedido. Yo quisiera considerar lo extemporáneo un valor, pues la legibilidad actual de la mayor parte de nuestros escritores contemporáneos es demasiado consciente y programática.

Sucede que la premisa antinarrativa de Delgado es, por lo menos en sus Parques, no diría feliz, pero sí positiva. No propone un trabajo de horadación negativa, sino que, orientalmente, permanece impasible. Como si la imposibilidad de narrar lo liberara para discurrir, ensayar, reflexionar, describir, releer, interpretar, filosofar y, a veces, también, narrar. El relato tácito sería el de los viajes (entre ciudades) y los paseos (en los parques). Al coser las anotaciones y tramarlas en torno a un espacio, se despreocupa del relato y se ocupa de escribir al azar regulado, así como un paseo por un parque es un deambular libre pero pautado por los caminos y accidentes del espacio.

Hay una novela de Delgado titulada El alejamiento. De esos tratan estos Parques, de los alejamientos auráticos que permiten una luminosa cercanía. Lo extemporáneo también es la contracara de un abandono del problema del tiempo. Cada parque pertenece a una ciudad y su retrato a un año determinado. Eso es todo. Delgado da por sentado la refutación del tiempo que esboza Borges en “Sentirse en muerte”. El pasado se ha vuelto parte de la experiencia espacial de estos paseos y contemplaciones. Es un presupuesto y casi no se lo interroga. Las distancias no solamente son las de los propios parques con respecto al cuerpo que los recorre: también lo son entre las ciudades y entre los países, entre los puntos de referencia de la ciudad y los propios parques. La distancia es temporal porque es espacial: cuando Poeta vuelve al Square Le Gall, donde conversó largamente con su amiga ahora muerta, y donde constata su ausencia y el recuerdo de ese encuentro, el square es el otro, porque los árboles han cambiado, la atmósfera es diferente. Como en el instante inaprensible, el espacio se experimenta cada vez como el que ha sido. Cronista vuelve al Parque del Sur, en la ciudad de su infancia, y el parque es el de su infancia, y el de ahora es la ausencia del otro (es decir, su misteriosa, fantasmal presencia). Novelista vuelve a las anotaciones sobre el Parc du Venzu, cuando la Bretaña se ha alejado, y reconstruye esas notas sobre el origen del parque que, a su vez, significó una serie de desapariciones.

El relato, así desarmado y hecho de yuxtaposiciones, se demora en las posibilidades de variadas historias, cuyos protagonistas no son humanos y a veces ni siquiera seres vivos. Historias de cursos de agua, de árboles, de pájaros, de casas y de ciudades. Cronista, Novelista y Poeta son naturalistas en las ciudades, arqueólogos en los espacios naturales, historiadores de lo micro. Prefieren la observación a la verbalización libresca de lo que los rodea en esas islas de naturaleza que encierran las ciudades. En todo caso, se llega a lo libresco después del lento examen empírico. A Poeta no le interesan, en principio, los árboles, ni siquiera los ginkgos, sino este árbol singular, para después pasar a un ginkgo célebre (el que sobrevivió a la bomba en Hiroshima), a la especie y a su historia milenaria. Cada encuentro es acontecimiento y cada ente es cuasi-subjetivo. Las piedras, los monos, los pájaros, los árboles, los cursos de agua. Despojados de su estatuto de objetos de las ciencias y de su disponibilidad de cosas explotadas o utilizadas, los entes reposan en el éxtasis de sus cronistas, novelistas y poetas. Ni las ciencias de la historia ni la biología, la geografía o la antropología se desdeñan, sino que se toman parcialmente en la experiencia de una interrogación que se presenta como subjetiva pero que desborda cualquier perspectiva.

Lo que obsede al paseante y contemplador es que los lugares guarden los rastros de los que los habitan y los transitan. En este sentido, es impertinente la diferencia entre naturaleza y civilización. El pequeño estuario donde desemboca el Venzu, en la costa de Lorient, o el barrio de la infancia del que forma parte el Parque del Sur: la misma inquietud por la huella que el simple paso o el gran acontecimiento (una guerra, una catástrofe) deja en el lugar. La pregunta por nuestra ausencia o la ausencia del otro de esos lugares. Quizás son la misma inquietud. El paseante anhela que haya huella o constata que en efecto la hay, aunque no pueda describirse o explicarse. Esta pregunta es provisoria en la medida en que propone un sujeto que hace huella y un espacio casi neutro que recibe la inscripción. Pero es un esquema inicial para avanzar en una exploración en el que se vuelva asible o pensable la mutua afección de los entes, la correlación entre este ginkgo, la conversación con la amiga, el recuerdo de esta conversación, la ausencia presente, la certidumbre de la vida y lo inasible de la muerte. Pareciera que en Parques cada cosa está conectada con cada cosa y esta mutua relación es también la desconexión, la indiferencia o el alejamiento, como cuando, al comienzo de “El Aleph”, Borges comprueba que Buenos Aires no parece haber inscrito en su paisaje la muerte de Beatriz Viterbo.

Parque del Sur sería el relato interrumpido y digresivo de una posible crónica. El género es consecuencia de una cercanía del paseante con el espacio recorrido, una cercanía histórica, biográfica. El alejamiento es lo que permite los regresos periódicos y extrañados. Esta promesa está hecha además de la lectura de crónicas, ficciones y teorías sobre el territorio argentino, que se especifica en provincial, santafesino y barrial. El parque está situado entre la naturaleza (el río) y la civilización (la ciudad), así como Santa Fe está erigida entre ambas: ciudad insensata, fundada dos veces, incompleta, incongruente, anticlimática. Borges pudo haberse inspirado en ella para su ciudad de los inmortales. El barrio de la infancia es a su vez la infancia de la ciudad y del país y del continente. Un yaguareté viaja en un islote de camalotes por el Paraná y desemboca en el convento de San Francisco, construido por los indios en lo que será uno de los bordes del parque. Sucedió el 18 de abril de 1825. Ni Mateo Booz ni Juan José Saer parecen haber revisado la crónica policial de la época, que tiene en sí misma ribetes novelescos. La historia se vuelve mito. La huella de la garra del animal, que todavía hoy puede verse en el museo del convento, más que acreditar la veracidad histórica del acontecimiento, contribuye a estimular la imaginación colectiva y a espesar la historia en los halos de la leyenda.

Si la experiencia de Cronista es el abandono de un espacio vuelto extraño (el parque lo ha abandonado a él, que quiere recuperarlo en la escritura), la de Novelista es la apropiación de un espacio público que se erige junto con la nueva vida de quien lo narra. Esta aventura subjetiva muy pronto se ve desbordada por aquello que ha desaparecido (el arroyo) y lo que está en tren de desaparecer (la vieja torre de departamentos que se destruye para construir el parque). La historia de la comunión, contada desde la distancia espacial y temporal (la novela que podría escribirse), supone pequeñas catástrofes, muertes silenciosas, abandonos que no constan en ningún anal. El parque, oasis en medio de la civilización, se erige hiriendo la naturaleza (el Bois de Bison), en un proceso de transformación del paisaje urbano que tiene consecuencias sociales y hasta políticas. La civilización misma se vuelve naturaleza en su destrucción: el desmantelamiento de la torre es una verdadera carnicería. El novelista trabaja con la vida en un sentido no orgánico: la de los seres sintientes y la de las cosas, como el arroyo Venzu que, con su muerte, alimenta la vida de los mares. Como los árboles, los cursos de agua, apenas recordados por su nominación, son, a la vez, entes vivos y muertos (como en río Bièvre, entubado, en Square Le Gall), o que viven y mueren, alternativamente.

Pues solo el otro muere. Yo no muero. La muerte de la amiga convoca a Poeta una tarde en el Square Le Gall. Esta extraña condición de las cosas que mueren y viven al mismo tiempo (como los inmortales de Borges) hace presentir a Poeta que tal vez, misteriosamente, sea la condición de todos los entes. También la nuestra. Es lo que permanece impensable y tal vez solo pueda ser dicho por la poesía. El poema, piensa el poeta, se dice antes de ser escrito: es impersonal, sucede en esa confluencia de materia heterogénea, indiferente a la distinción naturaleza y civilización, que coagula en la contemplación del paisaje urbano o natural, y del cual el poeta solo la transcribe y firma. Square Le Gall tiene un tono elegíaco, de ahí su protagonista. Pero esa elegía es no solo a la amiga desaparecida, sino al país lejano, el del primer parque: una muerte recuerda las otras, un parque trae el otro parque, una ciudad la otra, en un movimiento de sístole y diástole. Cada cosa está conectada con cada cosa pero fuera de todo esoterismo: una afectación física, química, material, que lleva de la piedra en el lecho del río al aire en el que las ramas del árbol se agitan y se vuelcan a los cielos.

De Cronista a Poeta el paisaje se desmaterializa y la narración (o su promesa) se disuelve. El novelista está entre ambos, porque parte de la exploración material del espacio y llega al canto lírico en el que la materia se hace vibración sonora. No es que el paisaje se vuelva interior en el estadio lírico, sino que el paseante va desapareciendo en el espacio que se vuelve música de las esferas, vibración de las cosas y orquestación de los entes. Tal vez entonces no se desmaterializa sino que más bien desaparece como paisaje y se materializa como naturaleza en la que los personajes que lo narran, lo mitifican y lo cantan se vuelven habitantes de lo indistinto.