Investigadores - Carlos Surghi

 

 

A Sergio Chejfec,

que se hubiera reído con este ensayito

 

            Toda investigación conduce hacia la decepción con la cual la literatura trabaja sobre lo real. Ahora bien, admitir tal decepción o negarla es otra cosa, y depende de las estrategias que nos inventemos para seguir creyendo en lo que hacemos. O mejor dicho, toda investigación tiene por objeto evidenciar la ingenuidad de nuestro entusiasmo lector; de ahí la decepción para con lo real y nuestro proceder como investigadores.

Hace tiempo ya que pienso que tal afirmación dice más sobre nosotros que sobre los objetos con los cuales convivimos tramando un modo de ganarnos la vida leyendo. ¿Qué buscamos entonces al levantar la vista del libro y mirar a nuestro alrededor, al cerrarlo y alejarnos de él tras aquello que no está en ninguna parte, pero que, por cierto, necesitamos saber próximo en el mismo mundo donde todo ha desaparecido mientras leemos? La fábula del lector apegado a la letra podría decir que tal comportamiento termina en el bovarismo más explícito, al que, desde ya, le espera la misma suerte que a la heroína trágica que le diera su nombre. Pero también, esa fábula podría decir que tal comportamiento es la contracara o la humorada del autor que, en el colmo de la objetividad, supo decir que en realidad ella era yo, y así, perpetuar en su sentido más literal y metafórico su creciente fama. Ambas versiones me resultan atractivas; al menos me sirven para llevar adelante mi trabajo de investigador. De todos modos, sin ese entusiasmo patético que me acompaña desde el comienzo y se pone a prueba decepción tras decepción, no podría haber hecho nada de lo que he hecho hasta ahora; es más, no vería perspectiva de futuro en la cual perseverar en lo que soy: un lector distraído, un practicante anacrónico de la diletancia estricta y rigurosa; pero también, un triste escéptico ganado por el reino de la ironía.

Sin embargo, en un momento, cuando la sobrevida académica llegó y se transformó en algo serio, grave, de peso, tanto que supo imponerme una atención impostada respecto al presente, imaginé que podía escindir, o mas bien extirpar, mi modo de proceder frente a todo, el cual se desplegaba por azar, a la orden de lo fortuito y por impulsos románticos. Tontamente me creía capaz de un método eficaz. Así con el tiempo, si ese método existió alguna vez, tal pretensión se fue desgranando y hoy en día desconfío de las orientaciones de la teoría. Acaso un viento melancólico lo barrió todo, lo dispersó en el aire hasta enseñarme que es inútil ir contra uno. Azar del distraído entonces, que deja su ventana abierta y una ráfaga mezcla sus papeles imponiéndole un orden que justamente, por no tener procedimiento alguno, termina siendo el procedimiento del procedimiento, el método sin método.

Como resultado lo más mío que era ese puñadito de arena desparramado ‒pero aun brillante en el aire, como mi desatención, mi oblicua procedencia, mi llegada a destiempo‒ se volvió más caótico en cuanto método personal, y a la vez, más auténtico en cuanto firmeza de carácter. Diamantes de día y de noche sobre la superficie de las cosas ‒la arenilla de la atención‒ habían estado siempre ahí; buscarlos para reunirlos, para hacer una montañita que cambiaría por palabras, implicaba entonces comenzar por cualquier lado; verlos en lo incierto de aquel motivo o tema, seguirlos tras las oraciones que los trajera o el gesto que los alejara. Por lo cual, a veces, pienso que leer es volver al momento previo en el que uno ignoraba la lectura. Acción imposible, lo sé, pero lo suficientemente negativa como para transformarla en un método atento a no reiterar modas y manías, salvo las propias. Aunque ahora que lo pienso un poco mejor me digo, ¿no era el método una huella borrada a reconstituir por una orientación que sólo yo sabía desde el comienzo y que, por supuesto, estaba en el final cuando ya no había arena, huella, nada para seguir tras los pasos de la suerte que buscaba algo siempre extraviado?

            Esto me trae dos recuerdos como ejemplo; uno lejano y otro más próximo. La primera vez que visité Santa Fe la decepción con la ciudad de Saer fue inmediata. Y esa decepción pondría a prueba mi modo de leer. En realidad, yo había llegado a ella como uno de los tantos especialistas en el autor de El arte de narrar al cumplirse cien años de su nacimiento. Por ese tiempo los fastos provinciales no escatimaron en gastos y montaron la definitiva consagración del escritor. Leído por sus especialistas, y también por todos los alumnos de las escuelas de la provincia, tal vez se revolcara en su tumba ocultando el agrado por lo que finalmente había conseguido. No sé cómo me las había ingeniado para resaltar su poesía por sobre la prosa buscando puntualizar un modo de gravitación en el mundo que elevaba su condición de poeta antes que novelista; aunque tal distinción fuera inútil, y por demás ya discutida, había logrado así timar ‒término y acción muy santafesina que con el tiempo descubriría‒ a quienes me pedían tal participación. Recuerdo que lo primero que dije al leer mi modesto trabajo fue: “Aclaro que no soy un saerólogo, y no sé tampoco por qué estoy acá”, y acto seguido, nunca llegué a develar si la reacción del público, que torció su cara y se distanció en un gesto de apatía, fue por mi boutade o por la horrible palabra inventada. Pero más extraña fue la reacción al concluir la lectura de mis ocho páginas, ya que todas las preguntas se concentraron en mí y no en la estrella del firmamento crítico que me acompañaba en la mesa, quien, en su ofuscación, tomó el micrófono y terminó contestando las preguntas que se me hacían. Creo que el acierto de mi lectura estuvo en darle a los poemas que citaba una correcta entonación, un tramposo procedimiento de afección-sentida con la cual los leía para mí y por primera vez en la ciudad de su autor que me había decepcionado, pues no era la ciudad que yo había imaginado. En pocas palabras, mi método consistió en dejarme afectar por lo que leía creyendo en su anterioridad única a todo cuanto existiera en el presente. 

Sin embargo, yo estaba desconcertado por la distancia que existía entre esa ciudad de mi lectura y la ciudad adonde me encontraba. Es más, en un mapa se podía consultar ‒para establecer ciertos recorridos de sus personajes‒ los escenarios que hacen a la zona que Saer se encargó de trazar; por lo que no dudé en hacer con otros escritores la famosa caminata de Glosa, la que, por supuesto, no terminamos por temor a encontrar en el final una epifanía aun inferior a la que Saer cuenta cuando el Matemático y Ángel Leto se separan en su recorrido. A pocas cuadras de dicha caminata la calle principal se desencantaba en barres sin atractivo y en vidrieras por demás vulgares. Con un famoso novelista nos miramos entonces y no recuerdo quién dijo qué, pero el diálogo fue inmediato: “-¿Qué capacidad de invención no? -Y sí, hay que sobrellevar esta ciudad”. La humorada, que pretendía ser ingeniosa, terminaba en cierto sentido siendo ingenua. Colastiné, París o la misma Santa Fe no aseguran nada al momento de seguir los derroteros de la frase. Aunque una anotación en los recientes borradores de Saer sembrara cierta ambigüedad irónica como la que a nosotros se nos negaba: “Desde cierto punto de vista, París es un arrabal de la zona”. El colmo de todo fue cuando Sergio Chejfec me dijo que, al ir días antes a ver la casa natal adonde ahora vivía la hermana de Saer, su decepción fue suprema y apenas atenuada por los aspectos kitsch que en ella encontrara. Entendí entonces que la ciudad existió por lo menos en dos momentos, primero en una suerte de presente absoluto, con su vida quieta y provinciana; y luego en el recuerdo, en la invención que, asistida por el paso del tiempo, propugnara lo que yo quería encontrar en la actualidad y que Saer había sabido dejar como la huella de un fantasma en algún que otro destello borrado por el viento sobre la cavidad de la arena.

Aun así, el último día de los fastos saerianos algo se terminó develando. La jornada cerraba tales celebraciones en el monolito de cristal y hormigón que ni bien uno cruza el puente colgante, se encuentra como señalamiento al límite entre las subdivisiones que hacen a las zonas de la ciudad y la costa. En el último piso del imponente hotel sindical escucharíamos las indicaciones de la prosa del mundo, los avatares mezquinos de la egolatría, la lucidez en contados casos envidiables. Y una vez más, me distraje sobremanera con lo que me rodeaba: una sala amplia delimitada por paredes de cristal a sus laterales que generaban una sensación de continuidad flotante, una impresión de suspensión en lo alto. Mientras la crítica decía qué y cómo había que leer del Saer ya muerto y consagrado, la niebla, en bloques, en retazos que se abrían y se cerraban, como una cortina que desde varios días atrás se volviera más y más densa y de a ratos liviana, nos rodeaba queriendo decir que nos calláramos. Aturdido por las ideas ajenas miré durante la mañana cómo la luz luchaba contra el vapor que se levanta desde la laguna para encontrarse con extrañas nubes bajísimas que ayudaban a oscurecerlo todo. Mi sensación era que, si uno obviaba los ventanales de cristal, podía caminar sobre ese colchón de diminutas gotas. Recordé entonces las escenas de El limonero real que tienen por protagonista a los bancos de niebla, los mismos que hacen desaparecer islas, riachos, montecitos de matorrales enanos y demás accidentes geográficos del entorno monótono. Fue ahí cuando pensé en el ensayo que Sergio Chejfec leyó la tarde anterior y que había titulado Hotel Saer. Luego del genial relato en el cual Sergio y dos amigos buscan la tumba de Saer en París, comienza este ensayo que ahora va por la última dirección del autor de Lo imborrable. Ubicada en Montparnasse, en la rue du Commandant Mouchotte, el “complejo habitacional” deviene mónada de su arte de narrar, ya que la mirada de Chejfec, atenta y distraída, concentrada y dispersa, no hace otra cosa más que buscar “la densa, anónima, circunscripta, silenciosa, inadvertida existencia individual” que llevara Saer no solo como vecino. El método Chejfec consistía entonces en “observar las casas, asomarse a un original, a un sistema de impresiones que, uno espera, sea cercano o replique el sistema de la persona a la que esa casa o edificio alude, cuyo sentido profundo de todos modos ignoramos”; pero también, ante la decepción de lo que se encuentra, el método consistía en prolongar desde la ficción las implicancias de la extrañeza, la cual, por supuesto, llega con una sola predisposición: volverse escritura de la lectura. Cuando nos cruzamos en el ascensor le dije: “Te equivocaste Sergio, no es la última dirección donde viviera Saer, es este el hotel de su obra.” A lo que me contestó, “Sí, tal vez hubiera sido el motivo de su última novela. ¿No te parece? ¿Viste que acá cerca se ve el supermercado que sale en La grande?” Convencidos de nuestro hallazgo nos dedicamos a imaginar esa novela imposible, la cual llevaría hasta el extremo la denegación del territorio por medio de su personaje principal: el lenguaje, la suma de espesura a lo real; pero también, por qué no, el triunfo del escepticismo irónico, que nos dice que no sabremos nada de un lugar ni de nada ‒acaso una sensación que nos lleve a querer su apariencia próxima extrañando su esencia perdida y ya lejana‒ si no es con él y por medio de él. Tal novela podría prescindir de la ciudad entonces, o mantenerla a la distancia con su gravitación urbana en contraste con la vida de hotel; al fin y al cabo, todo es invención cuando se trata de llamar al extrañamiento, ese otro protagonista. Pero también, todo es invención predispuesta por la decepción de lo real que nos subleva.

            La segunda visita es más reciente, y se debe a una excursión familiar, un fin de semana largo pasado en el mismo hotel sindical por invitación del saerólogo entusiasta que conocí en mi primera venida. La decepción fue distinta, pero al menos me permitió escribir esto. Lejos del ambiente novelesco que le atribuyera cuando me hospedé hace tiempo, ahora, la vida familiar de tres días y dos noches me hacía ver el hotel como un gran parque de diversiones al que la proximidad del invierno nos obligaba a contemplar a la distancia. Recostado sobre la margen de la laguna el amplio parque, con sus piletas, sus canchas de deportes, sus juegos para niños y su reserva natural que linda con la ciudad universitaria, desde el décimo piso, parecía lo más simétrico y ordenado de la ciudad; una especie de no-zona. A la tarde, al salir de la habitación y buscar el ascensor, recuerdo que la luz gris y anaranjada de las ultimas horas me impactó y me llevó con temor a acercarme a los ventanales solo hasta donde el vértigo me lo permitiera. Lo que pasó creo que fue algo parecido a esto.

En el vértice sur podía verse el puerto y dos altos edificios, casi una pincelada de modernidad a escala; torciendo un poco la cabeza y pegándose más al cristal, la ciudad del otro lado del Paraná, también pequeña y vuelta sobre sí misma, casi como los pliegues de un papel arrugado; y en frente, y hacia abajo, unos ranchitos de lata próximos a un canal con barquitos en la proximidad de las rotondas que distribuyen la ruta que lleva hacia el gran río. Todo resultaba indiferente pero agradable; tal vez porque siempre lejos del lugar donde se vive, la luz, a diversas horas del día, es lo más interesante para cualquier melancólico; ésta señala el fondo envolvente no solo de las cosas, los objetos, el detalle en el que reside el dios oculto, sino también el fondo de la experiencia que se despliega en los pasos insignificantes que damos. En esa misma luz imaginé que los ranchitos de chapa oxidada, frágiles, irregulares, inclinados hacia uno u otro lado, como dormidos de pie o a los pies de los árboles que los circundan, ubicados en la proximidad del canal ‒suerte de renglón hecho de agua‒ emergían y desaparecían; subían de noche y bajaban de día, se volvían resplandecientes cuando el sol calentaba su techo y se hundían cuando la noche irrumpía húmeda y fría; tal que se borraban, como cuando escribo y una frase, palabra a palabra, se despliega ante mí, y, luego, simplemente desaparece; primero un espacio, una letra, otra, finalmente toda la palabra, la palabra entera, como una isla, un camalote fosforescente en un instante detenido, abandonado; y luego, cuando otra pronto está por aparecer, solo el blanco del cursor que titila, la luz artificial que lo devuelve a la memoria; y que le permite a uno decir “no hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga”. Los ranchitos parecían entonces de otro tiempo, o detenidos en el tiempo, pero por todo lo anterior eran solo posibles en ese instante, en el que les otorgaba cierta profundidad ontológica; profundidad en la que solo encontraba el núcleo oscuro de mi distracción, la que llegaba una vez más, pero que también encontraba su fin al señalamiento del vértigo que me decía no te aproximes tanto a la visión resplandeciente en la distancia.

Al bajar al comedor con el saerólogo entusiasta y su esposa nos pusimos al día de las novedades académicas de siempre. Ensayistas que leemos, dossieres por hacer, fastidios laborales insalvables, y el ritmo de los chismes ‒no por maledicencia sino por amor a Proust. Hasta que en un momento les señalé: “Inusual este frío para lo que se dice de esta ciudad, y hasta la luz, como helada, pero a la vez, cálida también. ¿No es un primero de mayo que Fiore en Cicatrices sale por la mañana a cazar patos con la Gringa?” Bastó esa observación para que Saer se instalara entre nosotros como un fantasma convocado. Toda la tarde una y otra vez volvimos sobre él; motivo, tema, extensión y procedimiento de sus frases se colaban en lo dicho para señalar la justificación del lugar adonde estábamos. Extrañamente el discurrir a su alrededor lo volvía real; tal vez porque lo real siempre es la negación de lo local. Saer era entonces una especie de entidad invisible, un tótem sustraído que hacía que, por ejemplo, el saerólogo entusiasta le dedicara una tesis y todo su arrepentimiento: “No, ya no pienso escribir más nada sobre él. Es más, esa tesis, si la reescribiera, lo haría como el Kafka de Cueto, sin citar nada”. Distinto era lo que generaba en su esposa, una porteña en el exilio que no titubeaba en pasar de la admiración a la sentencia estrepitosa: “Es un turco vende humo. Pero cómo me gusta el caballito que cuida el Gato, ¿no Rafi?”. Como en cualquier momento Mariana y Alessio bajarían para sumarse, decidí desviar de a poco la conversación, encerrar a Saer en una habitación oscura, por no decir que lo guardaría en una valija cual si fuera un muñeco al que entre todos hacíamos hablar. Esa noche, el saerólogo entusiasta cumplía años, y decidimos festejarlo en la ciudad. Al volver de la cena y cruzar el puente carretero, las luces de colores que ornamentan el puente colgante que está pegado a un costado, me recordaron mi relato favorito: A medio borrar; una despedida y una búsqueda, un ir y venir sin encontrar eso que se sustrae entre la ciudad y la costa. Me decidí entonces proponerle al saerólogo entusiasta que al día siguiente fuéramos para el lado de Rincón. La excusa era la naturaleza, como si aún existiera cual motivo de distracción que disimulara mi obsesión por leer ese otro lado de la zona.

Ni bien salimos cerca del mediodía, luego de visitar el barrio viejo de la ciudad, al cruzar El pozo y ver el desvío hacia La guardia, recordé de inmediato el periplo del relato publicado en La mayor: primero en auto, luego en lancha, finalmente tirado por un tractor, Pichón Garay atraviesa la gran inundación que, explosión tras explosión, amenaza con anegarlo todo, hasta llegar a Rincón y finalmente no encontrar al Gato ‒que ha salido en busca de él, del otro lado, en la ciudad. Pero antes que el desencuentro de los hermanos, lo que me parece excepcional es la resolución con la que Saer proyecta cada frase hacia el futuro, diluyendo lo inmediato en el ritmo, para que así, lo irreal, como una música melancólica, se apodere de lo que deja atrás. Es como si su literatura funcionara por medio del borramiento paulatino que llega con la superposición de capas de lenguaje que terminan suplantando el vacío de experiencia del que siempre hablan. Pura invención desde muy temprano ya programada, que pareciera exigir un alejamiento, una despedida, como la que de alguna manera se esboza en estas palabras que profetizan lo que leemos: “Y más que extrañar, le respondo, después, cuando me pregunta cómo me sentiré en el extranjero, me ocuparé en extrañarme de concebir una ciudad en la que he nacido y vivido cerca de treinta años, que seguirá siendo sin mí, y después digo que una ciudad es una abstracción que nos concedemos para darle un nombre propio a una serie de lugares fragmentarios, inconexos, opacos, y la mayor parte del tiempo imaginarios y desiertos de nosotros”. Era indudable que, como Pichón o como el Gato, yo buscaba esos lugares fragmentarios, inconexos y opacos; era indudable que ya sabía también en qué concluiría la búsqueda; pero, detenerme, hubiera sido traicionarme; o, en todo caso, durante esos días, aplicarme a otras cosas, alejarme del núcleo que alimenta mi distracción cotidiana.

Durante todo el trayecto glosamos una sola frase: “Febrero, el mes irreal”, y por supuesto, sus variaciones: “En el espacio de febrero, en el mes irreal”, “En el temblar de febrero, verde y dorado”. La cadencia nos llevaba a adjuntarle interpretaciones meteorológicas y risueñas. Pero a medida que avanzábamos hacia el norte, repetir la frase me ayudaba a despejar el terreno, la proximidad, las inmediaciones del camino de la costa que aparecía por demás urbano, poblado como una extensión de construcciones que vista desde el aire se asemeja a un brazo levantado. Como todo ha crecido es fácil imaginar el vacío de años atrás, habría que eliminar los caminos laterales que, pegados a la ruta, se interrumpen una y otra vez con semáforos, lomas de burro, cruces de peatones y dársenas para alejarse y detener la marcha si uno desea entrar en algún negocio ‒un almacén, un supermercado, una quiniela‒ y entonces dejar solo esos lugares que hacen a la vida taciturna aquí en la costa. Llegando a Colastiné el saerólogo entusiasta me señala: “Ves esa casa a la derecha, de la que se alcanza a ver su parte de arriba y un costado rosado; bueno, ahí vivó Saer”. Para no distraerme, trato rápidamente de ubicar lo señalado y solo alcanzo a ver una mancha amorfa y rosa, oscurecida por los árboles muy altos; el catastro irregular, que pareciera desparramar las cuadras antes que trazarlas, la oculta a la vista, la mantiene secreta y evidente. En realidad, cada cuadra se acomoda como puede al imperceptible serpenteo que traza el camino que, apenas elevado, a veces deja ver las copas de los árboles formando bóvedas en los techos de las casas más humildes. Como el saerólogo entusiasta parece un niño mostrando juguetes, o tratando de recordar detalles de un relato que tiempo atrás le contaron y memorizó, como mi hijo, cuando hace una frase compleja que la celebramos y luego la repite a cuanto extraño pueda, para no decepcionarlo, le digo: “No alcancé a verla, pero no importa, a la vuelta pasamos y paramos”. Al llegar al lugar a donde almorzaríamos le pregunto cómo se llama la zona que es boscosa, con eucaliptos y casuarinas que proyectan su sombra al centro de la calle hasta enfriarla por evitar el paso del sol, pero que, a la vez, tiene reminiscencias costeras en la arena que lo circunda todo y en las casas amplias con jardines de frente y de fondo que ocupan, en algunos casos, cerca de media cuadra. Su respuesta me suena irreal, como la impostación de distinción que las zonas de recreo próximas y alejadas a toda ciudad quieren siempre tener en sus nombres: “Esta parte se llama Villa California”.

Luego de almorzar salimos en busca de la playita frente a la casa del Gato. Ni bien entramos a Rincón evitando la calle principal ‒las distracciones nos llevaron a perdernos‒ nos recibieron unos cuantos perros que parecían carecer de dueños y ser casi las únicas formas de vida que vagaban en la siesta. Los más enérgicos se acercaban a ladrar junto al auto que rodaba muy despacio, como si identificaran la presencia de intrusos, turistas, visitantes ‒¿no ladran así también el auto en el cual Elisa llega a visitar al Gato?; otros, echados al sol y en el polvo, apenas si levantaban la cabeza y el hocico hacia uno y otro lado, hacia arriba y abajo con desgano, para luego desplomarse de inmediato en un prolongado bostezo. Grandes, pequeños, con cola, sin cola, lanudos o lampiños, a cada cuadra la irregularidad de la morfología canina se superaba más y más, tanto que parecían soñados por una pesadilla ‒calculo que los lugareños no soñaban nada. El saerólogo entusiasta me contó que, de entrar caminando, los perros hubieran sido un verdadero problema; en jauría llegan a hacerle pasar a uno un mal momento; torean con ferocidad, corretean alrededor, cuando no terminan tarasconeándose entre ellos o mordiendo algún tobillo. Cerca de la plaza el pasado se hace por fin real en un pueblo que está, desde el siglo XVI, en la margen partida del río Colastiné. Su iglesia, a la que se ingresa por un pequeño jardín precedido de una cruz en la que se lee “salva tu alma”, se destaca por sus tres campanas de frente y su color níveo entre el verde intenso aun en otoño. No recuerdo si en Nadie nada nunca sale, pero es un punto de atención por la vibración del blanco de sus paredes. En la otra esquina, el Museo de la costa, replica esa suerte de construcción que parece asentarse a lo largo de la cuadra con líneas rectas y macizas, con ventanales rectangulares y altos hacia la calle, y con puerta de dos hojas y herraje pronunciado frente a la ochava que en su conjunto replica el fraseo del Borges que más me gusta, y que creo que a Saer también le gustaba: “La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha”. Pero ni bien nos alejamos unas cuadras buscando la playita, todo cambiaba; como si las formas se fueran disolviendo, o en todo caso como si los resabios geológicos de la proximidad del río hicieran difícil distinguir qué se superponía sobre qué, si las construcciones de los hombres o los plegamientos y caprichos del terreno, resultaba cada vez más difícil distinguir adónde terminaba una y otra propiedad, adónde una tapia no era el comienzo de otra casa y adónde un jardincito se desparramaba en el encuentro con las calles de tierra cuando las altas veredas desaparecían. Era como si la vieja y nueva traza del pueblo no hubiese podido doblegar a la naturaleza, como si todo desapareciera de la forma que tiene en un constante cambiar imperceptible pero continuo; aquí un árbol que borra el fin de un patio, allá un arbusto florido que recubre un frente de ranchito humilde. Cuando llegamos finalmente a la playita siguiendo las dubitativas indicaciones del saerólogo entusiasta, al bajar y comprobar que era por demás pequeña y sin otra gracia mas que su desencanto, éste me miro y me dijo: “Pensar que en la descripción que hace Saer parece inmensa”, y rápidamente, por detrás, su mujer objetó: “Ay Rafi, sólo a vos se te ocurre leer eso”.     

No sé si el saerólogo entusiasta sigue mi método, pero en su cara y en su voz leí el profundo deseo de que la playita fuera la playita. Volviendo al auto y sin decir nada    ‒yo también deseaba otra cosa‒ se me cruzaron unas palabras de Saer sobre la escritura que siempre admiré y que creo susceptibles de aplicarse a cómo leemos: “Todo esto no se resuelve con simples manipulaciones de laboratorio, sino que exige antes que nada paciencia, abandono, suerte y disponibilidad”. Justamente la disponibilidad, algo que creo entender como un estado de espera y atención, una especie de cruce sacrílego entre misticismo y desgano es para mí el sinónimo perdido de la distracción, el gemelo que se busca, lo que ya hace tiempo ha quedado a medio borrar. Y es que tal vez la distracción haga al encuentro con la negatividad misma de la lectura, con su testarudez de origen y con su sueño primero de fidelidad apegada. Pero tal encuentro que, por supuesto, impostamos, no consiste en llegar a un momento epifánico, sino más bien en corroborar que, tal momento, ya lo hemos perdido. Aun así, nuestro entusiasmo sigue estando del lado de lo negativo, o al menos usa el escepticismo para darnos el entusiasmo lector que necesitamos.

Tiempo atrás, alguien que también marchó a París, y que recientemente enhebrara en recuerdos las diferencias y similitudes, visibles e invisibles, de parques en los que buscar la corriente de un río, o el moverse indistinto de las hojas ante una tormenta, escribió, prologando a destiempo Nadie nada nunca, que efectivamente “no se puede saberlo todo y nunca se sabe nada”. Repitiendo la indolencia de la ingenuidad lectora que nosotros lleváramos hasta el extremo en una suerte de nirvana discursivo, pero de manera asertiva, y en otro otoño, también había reconstruido la visita obligada a Rincón. Cuando lo recordé no me sentí tan solo. A diferencia nuestra, él buscaba la “casa blanca” con su ventana desde la que se puede ver, cual una réplica del enmarque del relato, la playa de Rincón. Del mismo modo su reconstrucción era imprecisa pero metódica; primero la plaza, las veredas, la comisaría donde cayera asesinado el Caballo Leiva y, finalmente, la “casa blanca” entre varias o ninguna, que jamás apareciera porque su ausencia habla más de lo que indefectiblemente hubiera cambiado por acción involuntaria del tiempo o la imaginación, para que uno, o cualquier otro lector distraído, llegara hasta ahí buscando lo que se perdiera en el tiempo. Sin embargo, en la suspensión de toda credibilidad, la voluntad de seguir tras lo leído en su borradura real, arrojaba el resultado de esa investigación secreta e íntima que yo también, al volver manejando hacia el hotel, experimenté como una frase a punto de desaparecer y perpetuarse: “Entonces comprendí que aunque la playa desapareciera comida por las inundaciones, la casa se desmoronara ganada por los años, o el pueblo dejara de ser lo que es en el impulso del azar urbanístico, el río en cambio siempre seguiría resultando lo mismo: alguien, algo, siempre”.    

Por la mañana antes de volver mientras esperaba el ascensor, mi hijo se soltó de mi mano, y como si algo lo llamara, se alejó hacia los ventanales que transparentan la luz tiritante en la ondulación de unas cortinas invisibles. Por un instante fijó la mirada en la laguna, que por la altura se abría en toda su dimensión hacia el norte donde no aparecía ni una sola nube; me miró, alzo su dedo pequeñito señalando con precisión y vaguedad algún reflejo en el agua; y me dijo: “Mirá papá; una pile graaaaaaande”. Vacilé en acercarme pero divisé apenas algunos destellos de crestas chispeantes en el oleaje sobre la superficie, que bastaron para que recuerde la esfera dorada de radiaciones intensas ‒“menos consistente que la nada”‒ que flota en la lagunita del Parque del sur adonde el día anterior, mi hijo no quisiera abandonar la risa, sus caprichos, el ir y venir de las hamacas que lo desentienden de los signos que lo rodean. ¿Acaso el viento la levantó en el aire devolviéndola a la boca de la corriente que sube por la Setúbal? ¿Cómo esa esfera radiante, que Saer deposita en el final de Glosa luego del recorrido por la ciudad, había llegado hasta allí? Me pareció entonces ver flotar una pelota amarilla. Pero como había que volver, y ya no quedaba tiempo para leer de nuevo lo evidente en lo que oculta la extrañeza del paisaje, dejé que todo se descomponga en sus correspondientes remolinos.




"Hotel Saer" de Sergio Chejfec  https://www.youtube.com/watch?v=HdV2wmm2d1Y