Emperador - Carlos Surghi

 

Para Laura Soledad Romero,

ella, como yo, porteña en el exilio

 

 

            A los diez años descubrí que los objetos encerraban el pasado, el tiempo ajeno, un decurso secreto de sensaciones, sucesos y avatares por develar e interpretar que, en su condensación enigmática que nos hace partícipes y vulnerables, nos dice al fin quiénes somos. Como no sabía muy bien de qué trataba todo eso seguí siendo el niño que fui; sin embargo, algo se modificó para siempre y permaneció oculto en mí hasta escribir esto. Tal experiencia se la debo al descubrimiento de un disco de Leopoldo Federico, que perteneciera a mi abuelo, y que comencé a escuchar raptado por vaya uno a saber qué efecto poderoso en la música que ahí se encerraba; aunque también, ese disco, abandonado y solitario por más de veinte años, encerraba otras cosas.

Todavía recuerdo el día que lo descubrí, una siesta de verano en la que el aburrimiento me llevó a investigar en un viejo mueble al que mi abuela no me dejaba acercar. Mención aparte merece la casa de mi abuela, un mundo extraño y fascinante para el niño que fui; al menos por dos motivos: la soledad que la envolvía y los tesoros que prodigara a mi curiosidad. En ella supe lo que era el mundo de una persona anciana; supe también de un patio extenso con piso de ladrillo y parra, un árbol de paraíso al fondo, la frescura de ciertas habitaciones sombrías, y el orden que, como tal, se sustrajera al tiempo al ignorar las distracciones y los extravíos humanos y solo atender, en juicioso silencio, a los rituales de una circularidad marcada: levantarse muy temprano, poblar con los reiterados ruidos de radio y televisión los sucesivos días vacíos, y esperar, sobre todo en las noches, el paso de la madrugada que tal vez, sigilosamente, desplazara la permanencia tórrida de las horas con el ritmo de grillos y el redoble de demás insectos al golpear en la pálida luz del hall donde, mi abuela y yo, nos sentáramos; ella, por supuesto, reticente a contar cualquier cosa; yo, desde ya, insistente y preguntón respecto a los secretos de esa casa.

Debo entonces al verano, el aburrimiento y mi curiosidad el rapto futuro del tango; y tal vez, al tango, el extrañamiento de lo familiar, esa especie de reconocimiento e invención que proponemos para nosotros mismos en todo lo que hacemos. Como por caso ahora, que diviso el viejo mueble, suerte de combinado ‒radio tocadiscos‒ G. Marconi Estereofónico de alta fidelidad, el cual en su compartimiento inferior, guardara entre los discos que pertenecieran a mi abuelo uno que ganó mi atención: Tango puro, el que por las palabras de Julio Sosa que lo acompañan en la contracara, debe haber salido a comienzos de los años sesenta ‒aunque también, la selección de temas denota la procedencia; de Nostálgico, Tango al cielo y La bordona, a Tango del ángel y Adiós Nonino, mis preferencias eran claras por los primeros ignorando que, los últimos, habían significado el presunto testamento del género en los años más difíciles que le tocara, cuando el mismo Federico ya desde el año 48 compartiera esa música con Piazzolla dividiendo agua.

Sin embargo, antes que la escucha el descubrimiento al que me refiero raptó el sinsentido de un niñito que, tiempo después, sabría que lo anecdótico y lo anacrónico se volvería un método y una debilidad. Junto a mi abuela, previo a nuestra salida nocturna a la vereda, veíamos Grandes valores del tango. Como ella era esquiva a las emociones, en la escucha del clásico programa creo recordar más su entrega a ciertas alegrías que de seguro serían de antaño ‒lo que se dice, la transparencia velada en una añoranza de tiempo feliz que se dejaba leer en su rostro‒ que la programación vetusta de las sucesivas ediciones con las que ese programa, su programa, nos entretenía a finales de los años ochenta. Tal vez por eso, de esas noches recuerdo su sonrisa nostálgica iluminada por la luz del aparato en blanco y negro, no la ejecución, el lirismo, o la soltura de la música que vendría después, sino eso, justamente eso: el ser distante en lo pasado que la abducía por ahínco de su intimidad secreta y presente. Lo señalo porque el descubrimiento del disco de Federico trajo también un detalle que me perturbó. En la tapa éste aparece con el bandoneón en su regazo; traje gris, camisa blanca y corbata roja enmarcan su mirada hacia abajo, la que deja leer en su rostro a un hombre que aún no llega a los cuarenta años, pero también, la que deja leer el rictus de una melancolía atemperada porque en esa mirada Federico es y no es una persona de su edad. La perturbación a la que me refiero tiene que ver con que, en esa tapa, el autor de Milonguero de hoy presenta una prominente pelada que, para mí, era simplemente imposible, ya que, en las noches de Grandes valores, éste lucía un copioso pelo. Cuando uní los dos Federicos, el que primero vi sin prestar mucha atención junto a mi abuela con su cadencia al dejarse llevar hacia adelante en la ejecución de su instrumento, y éste, que irrumpiera desde el pasado en una fotografía, estático y meditabundo, me animé a llevarle el mencionado disco y preguntarle cómo era posible la ausencia y la presencia de cabello en una misma persona. No recuerdo qué me contestó, pero su respuesta de seguro se mofaba en lo payasesco del conductor Soldán, dejando así de lado a Federico que, intuyo, como lo fue para mi abuelo, sería todo su pasado. Sí recuerdo su enojo desmedido al verme con ese disco entre mis manos; con furia y rencor me dijo que no volviera a andar “curioseando por ahí”, y que había cosas que era mejor no volver a sacar de su lugar, no volver a escuchar. Esa noche preferí obviar el reto, sabía del carácter irascible de mi abuela, el cual justificaba por su edad y su ordenamiento solitario para todo; preferí aferrarme al enigma del cabello, pensar en él y aventurar una teoría que ya no recuerdo o tal vez sí, pero solo en su ingenuo estado hipotético. ¿Cómo era entonces posible que en el pasado del disco Leopoldo Federico fuera un joven viejo y en la incandescente televisión de mi presente, alguien que al envejecer rejuvenecía? ¿Era eso el tango, contraseña de los anacrónicos?

A partir de ahí para mí el pasado estaba hecho de engaños y fabulaciones; y pronto sería lo contemporáneo de una compañía que antes que una interpelación se volvería la distancia misma del presente. Sin embargo, a la perturbación del implante capilar que descubriera como método para burlar la fatalidad del paso del tiempo, acaso como brusco fin de la infancia y la inocencia que mi abuela decretara al explicármelo al otro día; le siguió una fascinación inmóvil, sin comentario alguno a no ser la atención puesta a la música cuando ésta es prereflexiva y, por supuesto, cuando toda experiencia se da en soledad, casi vuelta sobre sí misma y ahondándose en nosotros, más si se tienen solo diez años. Ni bien mi abuela se acostaba a dormir la siesta, desobedeciendo ponía ese disco incansables veces. Una y otra vez iba de Milongueando en el 40 a Margarita Gauthier, sin saber por supuesto que, veinte años después, encontraría del primero la versión de Troilo, síntesis perfecta de lo que con él se inauguraba: la aurea década a la que hace mención; y de seguro, una década feliz para mis abuelos, que ya se conocían. Claro que tal descubrimiento no tenía otra recompensa más que entretenerme; aunque también, me traía la presencia ausente de mi abuelo, a quien no conocí; diez años antes de que yo naciera él ya no estaría, así como lo digo me resulta siempre de extraño este hecho. No sé si fue ahí mismo o tiempo después cuando me percaté de que ese disco que había recortado entre tantos otros tal vez había sido el último que él escuchara; mi abuelo, un empleado ferroviario ejemplar y muy querido en una ciudad de la llanura, moriría un 23 de diciembre de 1969 en un accidente de tránsito; había ido a buscar a un amigo convaleciente para no dejarlo solo en las fiestas, lo que se dice, un verdadero gesto gaucho. Su bonhomía y generosidad era tal que, doce años después de su muerte, cuando la mayor de sus nueras volviera del infierno de la dictadura, sus compañeros de trabajo salieron a recibirla en el andén del Ferrocarril Belgrano Norte que la traía de Buenos Aires, luego de que pasara cuatro años lejos de su casa y su familia en el centro de detención clandestino Campo de la Rivera y la cárcel de Devoto. De alguna manera, ese gesto asumido por ellos era un modo de hacerlo estar a él presente en su ausencia. De ser así, ya que todo lo que hoy escribo viene de ahí, lo que había descubierto en ese disco era su última escucha, lo que ese disco encerraba para mí era esa misma y final audición. Pero eso lo supe después y ahora, cuando cada vez que escucho a Federico vuelve el enigma de lo que en él escuchara mi abuelo. ¿Qué sería lo que le atraía? ¿La impronta orquestal que se desliza en un equilibrio justo entre lo típico y lo sinfónico, por caso, en ese ir canyengue de La movediza hacia el punto más alto de lo sentimental en Concertante? ¿Le habrá atraído el arranque impetuoso de Actual que se replica en Ojos negros, pero al ejecutarlo allá, a lo lejos y hace tiempo, en Japón por el año 1996? ¿Acaso le conmoviera el solo lleno de carácter que se deja oír en Sideral, momentos antes de que el bandoneón le deje paso al juguete más preciado de Federico: la orquesta, como a mí me conmueve el solo de Caminito, que comienza con su voz ‒cansada pero firme‒ diciendo “listo, me largo”, y entrega así un arreglo conmovedor que tal vez corone el arte mayor de su instrumento? ¿O habrá escuchado en el final de B.B. lo que definía a Federico cuando este decía "soy eso que llaman un bandoneón cadenero que, con un gesto o una mirada, termina uniendo a todos los instrumentos para llevarlos consigo a través del bandoneón"? Intuyo que he tenido y tengo toda la vida para buscar esa respuesta; por eso mi vagabundeo es un estilo en el que nunca nada debe apurarse. Así como la música, las cosas suceden y se resuelven para sí en un lenguaje llegado de su revés silencioso.

Hace unos años un amigo me llamó un fin de semana y me dijo, “Venite a casa, seguro se arma milonga”. Al llegar me encontré nada más ni nada menos que con Nicolás Ledesma, el último pianista de Leopoldo Federico. Como la timidez me gana cuando ya la emoción de mí se adueña, no dije nada y casi no crucé palabras con él; asaltarlo a preguntas sobre su paso por la orquesta que acompañó a Federico hubiera sido ciertamente desagradable; es más, nadie le pidió recuerdos o anécdotas ya que la muerte del maestro era reciente. Sentado al piano, Ledesma tocó con los hijos de mi amigo y se sorprendió ante el pequeño bandoneonista que tras sus pecas ya despuntaba el vicio de la ejecución con carácter. En dos o tres momentos vi a Nicolás indicar pausas y arremetidas para que éste se luzca; y recordé de inmediato lo que Federico hiciera con él al indicarle que, en determinado compás, la orquesta entera iba con él. Ahí, en ese gesto, me vi de nuevo dándole vueltas a algo que jamás concluye: la emoción de cierta intimidad que me anula y me desborda. De ambos músicos tengo entonces la complicidad, el entendimiento mutuo más aún teniendo en cuenta los arreglos escritos por Federico que solo el piano de Ledesma magnifican de modo conducente; quien preste atención a las grabaciones en vivo que circulan, comprenderá que este último se transformó con el tiempo en el apoyo expresivo del sonido buscado hasta en las piezas más simples y complejas. Cuando recuerdo todas esas contraseñas dispersas y perdidas en el tiempo, olvidadas y atentas a mi distracción y mi hallazgo, siempre me digo lo mismo: la generosidad, a través de determinadas personas, se hace escuela, estilo: Leopoldo, mi Abuelo, mi Abuelo, Leopoldo, aun en sus diferencias.

Me gusta así pensar que la última imagen que tengo de Federico es la de una ejecución excelente del clásico de Jesús Fernández Blanco y Luis Bernstein, El abrojito, en la que lo acompañan el mismo Ledesma y Horacio Cabarcos en el contrabajo. En ella intuyo que ante nosotros pasa toda su experiencia como músico; desde los arranques explosivos, o la sutil conducción, hasta la cadencia íntima, la respiración y el balanceo que logra hacer de los momentos graves precisos aciertos de emoción; por supuesto, todo eso vuelve intacto a través de la fuerza expresiva que Piazzolla le recomendara no abandonar jamás cuando le decía “gordo, vos tocas de adentro para afuera y sin miedo a equivocarte, sos el único que tiene esta música”. Creo por eso que toda audición acaso sea el mismo rapto de mi niñez que una y otra vez vuelve; en ese rapto me recuerdo también balanceándome levemente y cerrando los ojos, pero para llevar la atención de afuera hacia adentro, acaso el único movimiento y lugar donde todo puede entenderse: ¿quiénes somos?, ¿qué nos falta? Pero esto lo supe mucho tiempo después y hace poco, cuando al ver y escuchar esa versión, mi hijo Alessio se quedara inmóvil frente a la pantalla del televisor, agitando sus manitos de afuera hacia adentro siguiendo el fraseo del bandoneón, y también, moviéndolas de arriba hacia abajo como si tocara un piano invisible junto a Ledesma. “Ay hijito, ¿qué tiene para todos nosotros este tango?”, pensé en silencio y comprobé una vez más que, no hay vez que al escucharlo, no deba contenerme para no romper en llanto. Me gusta pensar entonces que la primera imagen de mis abuelos falte para siempre, como falta aunque esté ahí, en cualquiera de esas notas, la audición final de mi abuelo; y como de seguro, a mi hijo, le faltará alguna distracción de su padre; sin embargo, me gusta también fabula que al cerrar los ojos y dejarme llevar como la primera vez que escuché a Leopoldo Federico, logro reconstruir todo lo que nos falta; por caso en carnaval mis abuelos, en un club de barrio, bailan El abrojito en versión de Pugliese y Morán; y en el futuro, cuando mi vida se pierda en las faltas que he podido dejar, por caso aun siga escuchando lo que falta de los otros; y, por supuesto, agradeciendo a Federico, el grande, Leopoldo, el emperador del tango, que se haya adueñado de todo nuestro pobre y hermoso pasado.




 

Link para escuchar “El abrojito”: https://www.youtube.com/watch?v=Y7OyoEkh_Bs