Lagunas - Felipe Charbel

 

Traducción de Guillermina Torres

 

Una vez soñé con Harold Bloom. En el sueño él vive en un teatro abandonado – que es también una biblioteca y una iglesia – y me recibe para una conversación. Es incómodo estar ahí, balbuceo: como no leí ninguno de sus libros, siento que no tengo nada que decir. Bloom me mira con una risita malévola. Tu ropa es inadecuada para este santuario”, dice, pero me quedo con la duda de si no habrá querido decir cementerio. Es verdad que estoy descalzo y tengo los pies hundidos en el cemento fresco. Aun así, me conmuevo con la lectura que hace, para los asientos vacíos, de un poema que memoricé para el colegio. Solo el dolor ennoblece y es grande y es puro”, dice un verso, y es como si Bloom usase un restito de aliento para estirar la palabra puro”.

Anoté el sueño y me volví a dormir – eso fue en octubre de 2019, Bloom había muerto menos de dos semanas antes. Los sueños son como frutas y mariscos de carne delicada, que al ser retirados de su medio natural enseguida se oscurecen, se oxidan. Por eso me gusta archivarlos todavía frescos, en un esfuerzo por conservar el frágil tejido onírico. Rara vez sale bien: a veces sucede que releo lo que escribí y no me viene ninguna escena, sensación, nada. Pero ahora, hace poco (hoy es 4 de marzo de 2021 y acabo de abrir el resultado de un examen de covid, dio negativo) sucedió algo insólito: el sueño con Bloom emergió en un flash, se soltó del barro del olvido para venir a boyar en la superficie de mis ondas cerebrales.

 

Dos rasgos me definen como lector: la voracidad y el sentido del déficit. Leo rápido y leo mucho (la ansiedad es soberana de mis días), pero no me importa salvar mis faltas: la biblioteca de lagunas es más seductora que una pared cubierta por libros leídos.

            Sospecho que las lagunas son lo más valioso que existe en la composición química de un lector. Ellas nos individualizan tanto o más que aquello que absorbemos –las escenas, frases, tonos y ritmos de los libros que amamos y que nos formaron. Lagunas como ventanas, vías de acceso a lo que no siempre comprendemos con claridad sobre nuestras elecciones literarias. Por ejemplo, los libros que retiramos del estante para apilar sobre la mesa de luz y pasan meses o una vida juntando polvo. Lagunas también como rastros, vestigios: revelan antipatías, deserciones, intereses, caprichos, utopías. Los lectores están hechos de espacios vacíos en la misma proporción en que gran parte de la Tierra es aire, y la superficie en la que se apoya es puro vacío, o nada.

            Llevamos a todos lados la biblioteca de lagunas –es portátil. Tanto las listas de títulos que nos vemos impelidos a ir tachando (las lagunas formativas) como las lecturas que guardamos para el momento adecuado” por creer que nos traerán alegría (las lagunas amorosas) nos sirven de recordatorio: darse forma a uno mismo es un trabajo de Sísifo.

 

En 1780, a los treinta y un años, Goethe se refirió a una tarea diaria” que exigía su plena presencia, en la vigilia y en los sueños”: la formación, aquello que los alemanes llamaban, no sé si aún llaman, Bildung. El propósito de esos rigores era levantar lo más alto posible la pirámide” de la propia existencia. Creo que esa analogía es espléndida y, al mismo tiempo, apabullante. Erguir una pirámide en el medio del desierto, sin ayuda de nadie, cargando bloques de piedra que sirven de materia prima para la edificación de nosotros mismos (los libros que leemos y sobre todo los que nos faltan leer): la Bildung es tarea imposible.

        De ahí el afán por comenzar, por haber comenzado temprano. En Trance, pequeño glosario sobre el vicio gratuito, benéfico, generoso” que es la lectura, Alan Pauls sugiere que no hay lector verdadero que no haya sido un lector precoz”. Si es así, estoy perdido, pensé cuando leí esa frase. Me veo como lo opuesto a lo precoz: soy un retardatario, alguien que entró atrasado en la carrera y sabe que es imposible recuperar el tiempo que perdió. Un lector sin cualidades: me faltan la memoria vigorosa, la concentración férrea, la sólida base cultural, la dieta omnívora. Como lector, doy más hedonista que disciplinado. En cuanto a los rigores de la formación, mejor dejarlo para mañana.

            Hablando de precocidad y de tiempo recuperado, Proust – En busca del tiempo perdido es una de mis lagunas más opresivas – se refiere a sus lecturas de pequeño de un modo conmovedor: quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito”. No me acuerdo de días así cuando era joven, a pesar de haber convivido desde siempre con lindas colecciones de Julio Verne (escritor por el que mi papá tenía aprecio) y Monteiro Lobato (mi mamá lo devoró en la infancia). Lagunas irrecuperables. Eran ediciones lindas, de tapa dura y, aun así, el niño que fui solo recurría a ellas para levantar fortificaciones apaches en el living. Tal vez por eso la consciencia de los vacíos me aflija: siento que desperdicié los mejores años de lector. En el colegio fue igual. Me copiaba en las evaluaciones de libros y memorizaba sin entender poemas de Manuel Bandeira. Poemas que, treinta años después, volverían para atormentarme en la voz de un crítico norteamericano sombrío, que nunca leí, o que me gusta decir que nunca leí: el mundo no tiene piedad y hasta se reiría de tu inconsolable amargura”.

        Pero esta historia tiene otro lado. Tengo la impresión de que el desconsuelo por las lecturas que no hice – y posiblemente nunca haré – es un modo de exteriorizar la revuelta contra la muerte. Si hubiese tiempo y mundo suficientes” para recorrer los libros que deseamos, o no deseamos, pero suponemos que nos harían lectores más afilados, no precisaríamos recrear, diariamente, la decisión de Sophie sobre qué leer ahora y qué dejar para la semana que viene, para nunca. Adquirir consciencia de las lagunas – y martirizarse por ellas – es una etapa esencial en la autoconstrucción de un lector. Por vastas que puedan ser las lecturas `de formación´ de un individuo”, reconoce Ítalo Calvino en Por qué leer a los clásicos, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído”. Hasta Harold Bloom, en El canon occidental, aparentemente a disgusto, admite que el que lee debe elegir, puesto que literalmente no hay tiempo suficiente de leerlo todo, aun cuando uno no hiciera otra cosa que leer todo el día”.

 

        Las lagunas formativas son como rajaduras. Primero agrietan la pared del cuarto, después amenazan con tragar la casa entera. No pasa un día sin que se nos presenten demandas de nuevos saberes y que cánones alternativos se unan a los viejos (es bueno que así sea). Las lagunas no trabajan con la lógica del o”, y sí de la adición, del y”. En 1957, Witold Gombrowicz reconoció en su diario que el sentido de desfasaje es inherente a la compleja experiencia cultural moderna: es como si la vida adulta fuese la constante actualización de la pesadilla en que nos vemos sin ropa en un aula de la escuela o en el medio de la calle. Interiormente no somos capaces de estar al nivel de nuestra cultura: es un hecho que hasta ahora no ha sido suficientemente tenido en cuenta y que sin embargo es decisivo para la tonalidad de nuestra `vida cultural´. En el fondo somos unos eternos mocosos”.

            Me interesan los diarios como el de Gombrowicz. Algo que me mueve en esas lecturas es observar cómo escritores y escritoras que admiro se las arreglaban con sus lagunas. El 18 de febrero de 1922, a los 40 años, Virginia Woolf anotó lo siguiente: Quiero leer las cartas de Byron, pero tengo que seguir con La Princesse de Cléves. Esta obra maestra lleva mucho tiempo sobre mi conciencia. ¡Mira que hablar de novela y no haber leído este clásico! Leer a los clásicos es generalmente una tarea dura”. Se trata de un conflicto que los lectores vacilantes enfrentan con frecuencia: el compromiso con las lagunas formativas (las que evocan un sentido del deber) versus la atracción irresistible por lo que deseamos ahora, no mañana. Lagunas amorosas que hablan del ímpetu, de la bondad, del instante –las cartas de Byron, en el caso de Woolf.

 

        ¿Es posible convivir de manera menos ansiosa con las lecturas que no hicimos, con las lagunas que tenemos conciencia de que no vamos a llenar en el espacio de una vida? En 2007, el ensayo Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard, se volvió un best-seller. La obra investiga el papel de la no lectura” en las interacciones de vida social y realiza una especie de elogio de las lagunas.

       En su momento me reí con el libro – lo releí hace poco tiempo y sentí que envejeció bien. Bayard sugiere que todos mienten, más de lo que están dispuestos a admitir, sobre las propias lecturas (o no lecturas). Frecuentemente nos pronunciamos, hasta con elocuencia – en rondas de conversación o en el aula –, sobre libros que como máximo hojeamos. Bayard defiende que no debemos sentirnos culpables por eso, al contrario. Es perfectamente posible sostener una conversación apasionante sobre un libro que uno no ha leído, incluso, y quizás sobre todo, con alguien que tampoco lo ha leído”.

         Es que la lógica de la formación literaria se fundamenta en la acumulación, en el cumplimiento de requisitos – y eso es lo que nos tiene a las corridas. En la página 2 nos olvidamos de lo que vimos en la página 1. ¿Qué decir, entonces, de obras que recorrimos quince o veinte años atrás? Difícil imaginar que la lectura” quedó conservada en naftalina en los cajones de la mente, y permanece allí, intacta, para cuando la precisamos. Para Bayard, la noción de libro leído” debe ser repensada: con frecuencia son apenas títulos que tachamos en listas de obligaciones, listas que, afortunadamente, estamos siempre reescribiendo en función de la dinámica cultural. ¿Cuántas veces me espanté con los subrayados y las anotaciones con lápiz en un libro, pruebas contundentes de que estuve allí, incluso aunque no lo recuerde? Lecturas que no se grabaron, que borré de la memoria: apenas llego a darme cuenta de que ellas también son lagunas.

         ¿Es el lado jocoso un punto a favor de Cómo hablar de los libros que no se han leído?: no reniego de lo que me hace reír. Pero el abordaje sofista suele conducir a la paradoja. La apuesta de Bayard es proponer que la no lectura es una verdadera actividad, que consistente en organizarse en relación con la inmensidad de los libros, con el fin de no dejarse sumergir por ellos”. Pero da la impresión de que solo los vacíos de formación le interesan, así como las tácticas retóricas para revertir las lagunas a nuestro favor (hablar con elocuencia de los libros que no hemos leído): es lo que los antiguos llamaban redescripción paradiastólica, o sea, argumentar en favor del vicio para volverlo virtud. Además, Bayard apenas palpa aquello que, en uno de sus ensayos más notables, Roland Barthes llamó de texto de placer” o texto de goce”. Nada sustituye los júbilos e incomodidades – inclusive físicos – de la lectura. A veces un libro se instala por años en un rincón de la mente para un día salir a la luz y acorralarnos en una emboscada –más o menos como me sucedió a mí en el sueño que tuve con Harold Bloom.

 

En los diarios de Susan Sontag, el afán por llenar lagunas muchas veces toma la forma de listas de libros, películas, listas de todo – títulos que la diarista va tachando a medida que cumple los encargos que ella misma, nadie más, se impone. Leer Memorias póstumas de Brás Cubas”, señala de modo imperativo el 20 de diciembre de 1960, a los 27 años (décadas más tarde escribiría un ensayo que transformaría la recepción de Machado de Assis en Estados Unidos). En una lectura rápida, el diario de Sontag tal vez sirva de ejemplo de lo que Alan Pauls, en Trance, llama de precoz prodigio”: alguien que no sabe que no sabe” y, empujado por una inclinación natural, madrugadora, se limita a lanzarse sobre su objeto, como un depredador”. Antes de cumplir los 19 años, Sontag había devorado los diarios de Gide, La montaña mágica de Thomas Mann, y se había embarcado no en la lectura, sino en la relectura del De rerum natura, de Lucrecio. Aun así, su diario está marcado desde la adolescencia por la percepción angustiante de los hiatos – lo que remite al segundo tipo de precocidad a la que Pauls refiere, la relación fallida, desequilibrada, fuera de escala, entre un sujeto y un objeto a cuya altura no está del todo”.

        El 12 de junio de 1975, a los 42 años, Sontag se muestra exultante al leer por primera vez Frankestein, de Mary Shelley. Es una de esas situaciones, tal vez raras, en que la laguna formativa y la laguna amorosa se tocan, son la misma cosa. Para Ítalo Calvino, el encuentro tardío con un clásico es una de las alegrías supremas a las que un lector puede ambicionar: leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario”. Esto quiere decir que las lagunas amorosas pueden ser cultivadas deliberadamente, como estrategias dilatorias de lectores hedonistas.

     Para los lectores disciplinados, la pregunta “¿Qué leer?” puede sonar ofensiva: para ellos, la única variable es el tiempo. Debemos leer lo que nos cae en las manos, solo necesitamos definir el orden y elegir el momento justo: llegar a un clásico temprano o demasiado tarde puede crear una fisura peligrosa en la pirámide de la propia existencia. En octubre de 1967, a los 38 años, Julio Ramón Ribeyro escribió en sus diarios acerca de lo que suelo llamar glotonería literaria: el anhelo por probar un poco de cada género, que suele venir acompañado por el remordimiento de los que comen demasiado rápido y enseguida se culpan. Yo leo prácticamente todo, quizás porque no puedo aún librarme de una concepción caduca de la cultura: la del hombre universal, aquel que debe saber todo. Como en esta época es imposible saber todo, lo único que logro es no saber nada bien y saber todo mal”.

 

¿Por qué no leí los libros que decidí no leer? Con autoridad de lector retardatario y sobre todo disperso, digo que los hedonistas literarios se deleitan con los placeres del aplazamiento. ¿Por qué prefiero posponer el contacto con libros que me atraen cuando leo sobre ellos en un diario, en un ensayo, cuando son mencionados en una conversación de bar o en un coloquio académico? 

     En el último año, tal vez como pasatiempo pandémico o modo del escapismo en relación a los males cotidianos, enumeré una serie de explicaciones –un tanto vagas– a mi compulsivo y frecuente acto de esquivar obras que en algún momento me conquistaron, incluso, antes de establecer contacto con ellas. Armé una tipología ligera de esas lagunas amorosas:

 

            La laguna interesada – Por todo lo que me relataron, por lo que leí al respecto, tengo curiosidad, deseo, siento que puede ser el libro de mi vida. Pero lo pospongo porque la lógica utilitarista no me mueve, no en la lectura: soy inmediatista, pienso antes en los deleites que puedo tener aquí y ahora. Apenas comencé mi carrera universitaria, leí un ensayo muy conocido de James Clifford sobre Joseph Conrad. Pero, a excepción de El corazón de las tinieblas, no leí a Conrad. Aun así, fui acumulando lecturas sobre él: un libro de Edward Said, una biografía de mil páginas, siempre preparándome para el contacto, que imagino fulminante, con la cosa real”. Pero es que el exceso de entusiasmo termina convirtiéndose en bloqueo, en barrera. Y sigo postergando.

            La laguna como regalo que nos damos – Me acuerdo del verano, no hace mucho tiempo, en que finalmente me ocupé de La guerra y la paz: fue lo más sorprendente que me sucedió en materia de vida en aquellos meses que pasé encerrado en casa, con el aire acondicionado al máximo. Leí casi todo Tolstoi tempranamente (relativamente temprano, temprano para los padrones de lector retardatario de veinte y tantos años). Pero La guerra y la paz lo dejaba para después, como un mimo que me ofrecería a mí mismo. Fui acumulando ediciones, primero la de Itatiaia, de letras pequeñas, después la de Cosac, lindísima. Vivía regalándome esa laguna. Hasta que un día agarré el libro en un impulso y me hizo tan feliz como imaginé que sucedería. Son los placeres que damos por hecho, y que tal vez por eso nos inclinamos por dejar suspendidos, siempre a la espera de las condiciones propicias que, sin embargo, nunca van a llegar, no de la manera en que las fantaseamos: un fin de semana largo, un mes de vacaciones, un año sabático, la recuperación de una enfermedad que no es seria pero que nos obliga a pasar muchas horas en la cama.

            La promesa del tedio  ¿Cómo alguien que estudia las formas de la escritura íntima, un lector de diarios, memorias, cartas, biografías y autoficciones, puede no haber leído En busca del tiempo perdido? Roza la ofensa (pero, ¿quién es aquí el ofendido?). En mi existencia de lector, mucho converge en Proust, pero aquellos siete volúmenes en prosa lenta, las frases largas, las tías y tíos, las comidas interminables, todo eso me hace sentir por anticipado las planicies del aburrimiento. Algunos libros que adoro, y releí algunas veces, prometen el tedio de modo aún más firme que Proust: El enigma de la llegada, de Naipaul, Austerlitz de Sebald. Es posible que la promesa del tedio, aquí, venga acompañada de algo más.

            La laguna supersticiosa – Todas las veces que empecé En busca del tiempo perdido, algo me interrumpió, intromisiones de la realidad objetiva”, algo que venía de afuera. Perdí el libro en el subte (me pregunto a quién se le ocurre leer a Proust en el subte…), tuve un desentendimiento conyugal, quehaceres repentinos me hicieron interrumpir la lectura. Cuando eso sucede el libro se torna un talismán a la inversa, y hasta su presencia en el estante parece un augurio, marca de lo imponderable siempre al acecho. Un día voy a tener que regalarme a Proust, del mismo modo en que lo hice con La guerra y la paz.

            La evasión de lo difícil – Encontré los diarios de Virginia Woolf en un sitio web de libros usados, y como el local quedaba cerca del edificio donde doy clases, en el centro de Río de Janeiro, llamé y pedí que me guardasen el ejemplar. Una vez intenté leer un libro de ella, Al faro, pero no pasé de la página dos”, me confesó el librero. Pero es tan lindo”, le dije, sin recordar que todo lo que sé al respecto es lo que leí en Mímesis, la obra canónica de Erich Auerbach. Al final di por leído el clásico de Woolf.

            Las aversiones imprescindibles – Sucede que nos sentimos atraídos por la poética de una escritora o un escritor, o por lo que fantaseamos sobre esa poética. Pero al mismo tiempo podemos aborrecer a su séquito, a sus seguidores, que parecen adeptos de un culto más que lectores de percepción aguda. Es lo que siento en relación con David Foster Wallace: leí sus ensayos y me parecieron brillantes, me gustó algún que otro cuento, pero al recordar las conversaciones con sus apóstoles, las certezas que tenían sobre cómo La broma infinita cambiaría mi percepción del mundo, preferí posponerlo (casi escribo odiarlo).[1]

            La llegada tardía – En el último viaje que hice, en plena pandemia, encontré en una casa en el medio del mato una colección de Julio Verne en tapa dura, similar a la que usaba de ladrillo en las fortificaciones de mi infancia. Le saqué una foto y se la mandé a un amigo. Fue enfático: leé Miguel Strogroff, fui feliz a los 15 en compañía de ese libro. Pero a los 43, entendí que el plazo de validez de aquella lectura ya se había vencido. Sucedió algo semejante cuando, en un impulso, compré Trópico de cáncer en un canasto de saldos: leí cinco o seis páginas y me sentí pasado, rancio, viejo para aquel libro. Hemingway también entra aquí. Sin embargo, ¿cómo dejar de leer a Hemingway si es el escritor preferido de algunos de mis escritores preferidos?

 

Hasta para escribir este ensayo siento que necesitaría haber leído más. Sucede que cuanto más leo, más me doy cuenta de todo lo que me falta leer: escribir sobre las lagunas es una manera de desprenderme de ellas, de no transformarlas en fetiches. El repertorio de vacíos es elástico, infinito –si todos leyéramos las mismas cosas, y de la misma manera, solo habría un único lector, un Archilector, materialización de una cultura cerrada en sí misma, estática, muerta. Leer es una elección. Dejar para después, también.

 







 

[El texto fue publicado originalmente en el número 175 de la revista piauí]

 

 

[1] En portugués se percibe la cercanía significante entre “adiar” (“posponer”) y “odiar”. (N. de la T).