Tesistas - Carlos Surghi

 

           La dedicatoria y el agradecimiento es todo un género que merece nuestra atención. Lo sé ahora en virtud de algo que pasó recientemente, cuando hace unos días comencé a leer la ultima novela de Alan Pauls. El interrumpido comienzo, sostenido solo a fuerza de perseverancia, me hizo querer leer en la prosa reflexiva de otro alguna anécdota que desconociera hasta el momento. Como me costaba entrar en el universo de la novela supuse que imaginar una relación más estrecha entre el protagonista y los últimos avatares de su autor me ayudaría. Aclaro que lo que entiendo por avatares se reduce a declaraciones en entrevistas o posturas sostenidas en ensayos que no hubiese leído, o también, el hecho de haber tenido de nuevo un hijo pasada la medianía de los cincuenta años. Recordé entonces que un joven ensayista se había doctorado con una tesis sobre él y se la pedí. Tal vez en la figura de este primer-tesista yo creí encontrar acaso eso cifrado por lo cual, extrañamente, se delata el entusiasmo, y también, aquello misterioso que desnuda la obstinación de quien convierte en objeto de deseo, un objeto que no es más que otro entre todos los del mundo. En fin, la entrega a años de estudio me hacía presumir que descubriría allí un acercamiento a Pauls como el que a mí se me estaba negando: próximo y total. Ni bien me la manda, cuando abro el archivo, leo en la dedicatoria toda una serie de movimientos biográficos que van desde el agradecimiento, la confesión de amor y la admiración crítica hasta llegar al pormenor de detalles que hacen a la convivencia de nombres atados a hipótesis, lecturas y distracciones familiares propias del afecto.

         Esas primeras páginas me conmovieron tanto que inmediatamente le escribí por WhatsApp: “La dedicatoria es todo un género. Lástima que después la arruinemos adjuntando una tesis”. A lo que me contesto: “Sí, es el momento novelesco de toda escritura”. Por supuesto que acordé plenamente. ¿Qué más lleva a uno a querer pasar tantas horas en un mismo lugar de lectura? ¿Qué más lleva a uno a querer negociar ese deseo de lectura con un deseo de escritura que está tensionado por las expectativas y las resignaciones? Ciertamente no hay otra respuesta; lo que se impone en una tesis es la persistencia de toda manía. Y un tesista es eso, un maniático de la figura de sí mismo ‒obvio, sabe en algún punto que se está convirtiendo en eso; pero también, un tesista es un maniático de la mirada que los otros posarán sobre él ‒es culpa exclusivamente de ellos, como excusa cierta, eso en lo que se ha convertido. La dedicatoria entonces, como todo momento emotivo, no hace más que traer algo de humanidad al comienzo de lo que sería la novela del maniático; por supuesto, en ella se busca borrar el sinsabor de aquello en lo que su autor se ha convertido, nada más ni nada menos que un falso especialista. Ahora que lo recuerdo mi dedicatoria fue parca, y casi no tenía destinatarios; tal vez porque ella corría en los márgenes de esos años, el centro lo ocupaban emociones mucho más fuertes; básicamente desamores y desdichas de otra novela de formación que no se escribió. Aunque ahora que lo pienso mejor, puede ser también que, con el tiempo, las expectativas de una tesis hayan cambiado; a la suerte me tocó la impronta del trámite académico; de seguro, luego se volvió una experiencia neurótica. Como coralario hasta aquí: siempre la burocracia del saber lo arruina todo.

            Superado ese primer acercamiento, busqué en el índice el ingreso desprolijo que me caracteriza ante lo que realmente me importa. La primera parte, dedicada a eso que me obsesiona desde hace un tiempo ‒la vida de un escritor‒ me pareció excelente; y me costaba decidir en qué capítulo iniciarme, porque simplemente todos estaban tan bien titulados que me parecía que algo se me perdería o se me escaparía por mi capricho de mirar a través de la cerradura de lo incompleto. Decidí ir a la marcha de mis propios intereses en Pauls: de Wasabi ‒mi novela favorita por la humorada klossowskiana‒ a la trilogía de las Historias, y de ahí, celebrando la perspectiva “anacrónica” resaltada por el tesista, al entusiasmo juvenil de los tiempos de Babel. Sin embargo, al leer tenía la sensación de estar leyendo otra cosa; es decir, lo que estaba cifrado en Pauls por los protocolos de un género tan vulnerable como el de una tesis, en realidad me llevaba una y otra vez a la condensación que se escondía en la dedicatoria del comienzo. Volví entonces a leerla y me detuve en un primer momento, en el señalamiento espacial: “al Instituto de Estudios Críticos en Humanidades, mi lugar de trabajo. Sus mañanas silenciosas, blancas color hueso, son testigo directo del derrotero de mis borradores”. Recordé entonces la escena de El pasado, cuando a Rímini las mañanas blancas color hueso se le aparecen en la pantalla y en sus cuadernos de traductor bloqueado. Advertí entonces esos momentos en los cuales la lectura pasa a la escritura casi sin interrupción. A veces la crítica es simplemente encontrar un nombre a las cosas. Y las mañanas de todo investigador deben ser ese blanco color hueso. Pero casi sobre el final, me detuve en la distinción que primer-tesista le adjudica a los días de doctorado vividos en los vagabundeos por una ciudad de la llanura visitando librerías, caminando sin rumbo y hablando en una pieza de hostel con la intención de ganar el futuro por llegar. El destinatario esta vez era segundo-tesista, a quien hacia unos meses le había evaluado su trabajo sobre un árido y por momentos ridículo escritor francés que, por esto mismo, y por otras cosas más, mereció desde el comienzo todo mi respeto y admiración. Inmediatamente fui a la dedicatoria de segundo-tesista y me sorprendió su práctica lacónica del género. En él se destacaba la aproximación al ideal de “vivir-sin-trabajar” que una agencia de investigación con su beca le había posibilitado, los chistes de un ensayista amigo y el giro copernicano que le produjeron, y la introducción ‒“desde temprana edad”‒ en el arte del polemos que su familia le propiciara y que a las primeras páginas de leerlo, en un estilo que tranquilamente podía prescindir de cualquier tema, yo ya había detectado. Por lo poco y mucho que conozco a ambos ‒al fin y al cabo, conocer es una tarea ciertamente incierta‒ una y otra página del comienzo de sus tesis no podía presentarlos mejor. Sobre todo, teniendo en cuenta que para ambos “los días felices” habían transcurrido en la habitación del “Freedom” donde no solo se hospedaron, sino que también se perdieron en el eros de fabular “libros por venir” que los tendrían por protagonistas. Sentimental e irónico uno y otro, pensé esos diálogos, inventé sus ritmos, imaginé arduas discusiones sobre la resolución de algún capítulo de sus tesis, envidié ese entusiasmo compartido que yo jamás experimenté.

           Que la pasión de la lectura se continúe en la escritura no siempre lleva consigo la seguridad de un final feliz. En los dos tesistas la fuerza de lo emotivo de sus primeras páginas, que en realidad son las últimas, y que en cierta manera cierran lo inconcluso, demuestra en todo caso que hay excepciones. Por supuesto, lo sentimental y lo irónico no solo son formas de ser sino también de leer la escritura de la propia formación. Las dedicatorias encapsulan entonces todo un mundo pasado y por llegar, ofician como el lugar burlesco de sí mismo y los demás, son también el reconocimiento de amor necesario para que una aventura de palabras se sostenga en el tiempo mientras erige su castillo de naipes marcados por el juego mismo de perder. Mi hijo por estos días recorre sus pequeños libros con un entusiasmo asombroso, deseando participar pronto de la soledad que requerimos para distinguir lo que el mundo nos ha entregado; tal vez, al contarse solo sus historias, pasando hacia adelante y hacia atrás las páginas de cartón de las ilustraciones que lo acompañan, él solo quiera entender un poco por qué en su casa la presencia gravitante de los libros lo circunda. Superpongo entonces su imagen a la de los dos tesistas jóvenes y talentosos, como si quisiera averiguar su infancia de lectores a través de un rostro que desde el presente los busque en el pasado y los traiga de vuelta con algún rictus similar al de mi hijo, como acaso sus dedicatorias lo hicieran de un modo borroso al traer la intimidad de su escritura. Pero fracaso. Mejor dicho, me encandilo por la edad de la lectura de Alessio que aún no ha comenzado. Tal vez les escriba y les pida una fotografía. Si les pidiera que me contaran el origen de todo quién sabe, en una de esas, su memoria afectiva se quede completamente muda.

 


[Fotograma extraída de Si yo fuera realmente libre de Daniel Guebel]