La imposibilidad real. Sobre el nombre propio - Gabriela Borrelli Azara

 

Esto es un intento, un intento de escritura sobre otra escritura, mejor dicho una exploración sobre la imposibilidad de la escritura y su materialidad posible: la realidad de una imposibilidad. O de una imposición y por qué no y tal vez una impostación. Es que el significante ama la cercanía sonora, y odia la relación lógica. Y así hundida en esta primera confusión, im-posible- im-postura- o im-puesta, puesta, puestísima, de lo que irrumpe, del guión que separa el in y me abre el camino. Por ese camino me voy, puesta, de algo, de una confusión, la que tengo, la que quiero escribir. La primera cuando la vi, la aparición fantasmagórica de su presencia que no me abandona ¿una o la otra? Es que se me confunden en la aparición, la que perseguí y perdí, y así como corriendo detrás de una persona con ropas blancas en un mar de gente vestida de negro, se cruza otra persona vestida igual en el camino y la seguís mientras la que buscás de verdad se va en otra dirección, y ya, ¿cuál es la que buscaba? La imposibilidad ahora de la primera pero la realidad de la segunda, ¿de la que está, de la que veo? ¿o de la que creo ver? Yo seguía a una, a esa primera que se me apareció, a la que me quise lanzar, la que me llenó de desesperación y angustia, de dicha y de melancolía, a esa buscaba, pero un corte de pelo, una estatura, una forma de mover las manos o de armar la frase en el aire, un escandido, me confundió. Esa confusión quisiera escribir, la pérdida de la trama, el cambio de protagonista, la imposibilidad de delimitar a una y a otra. De ella. De lo que no fue. De lo que no está escrito por imposible. De la escritura misma que persigo mientras la confusión me lleva al hueco de lo no dicho o una vez más a lo imposible de decir.

Y escribo o intento escribir en una ciudad. En una esquina propiamente dicho, porque eso sí se puede decir, un lugar, Buenos Aires, una esquina, Córdoba y Riobamba, un bar, unas personas, todo lo que se dice, un palacio de agua, un árbol, todo lo que se puede nombrar, una lengua, escribo en esta lengua que puedo leer, con la que intentó nombrarla y ese nombrarla se hace un  sonido que es casi una lengua, un tango que es casi un sentimiento, y es el hueco del sentido mientras suena Che bandoneón, y ese che, confuso, abierto, opinable, maneable, cargable, amable, ese che, que dice lo que es imposible al bandoneón, que le pide, che, bandoneón, para qué nombrarla tanto, no ves que está de olvido el corazón y ella vuelve noche a noche en las notas de tu llanto, para que nombrarla tanto, che, pena a pena, copa a copa, tango a tango, embalado en la locura, del alcohol y la amargura.

A ella no, para qué nombrarla bandoneón, que solo él puede nombrarla, que solo el fuelle puede con ese nombre propio, la que se escapa, la que se confunde con la otra, en cambio sí nombrar a Esthercita, a Mimi, el nombre propio que se puede decir, el punto exacto donde se arma la historia, tu nombre que me confundo del que no tengo certeza porque te hiciste dos mientras yo me perdí.

Escribo y leo en una ciudad, sufro en una lengua, en la que creo descubrir una palabra. Busco en el nacimiento de esa palabra su inserción en mí, el momento en que se le adhirió un significado, busco el nacimiento de lo legible, y cómo lo legible está atado a una historia. La que me contaron de esta ciudad, de esta esquina, la que esconde el “che” del bandoneón, la que se escurre como ella en el medio de la gente, como la que confundo. Entonces, en esta-esa esquina, en esta-esa lengua, aparece un libro, un libro de cuentos primero, atado al primer significado, un nombre propio como Esthercita o Mimí pero nunca el nombre propio de la que busco, un nombre de mi infancia, pero cortado con un enigma en el medio, con una X para despejar o solo para mostrar el equívoco, la tachadura, la incógnita, la confusión. Caperuxita de Agustina Perez (Club Hem, 2021) así con X. Y de puesta paso a posesa, porque la P no perdona y presiona: entro en las Últimas Poblaciones con una fuerza que me lleva por el camino, ¿hablé ya del camino no? el mismo que confunde a Caperuxita, el mismo que la tiene a mal traer, ¿qué buscamos? Una afición, la que hace que te pegues al baobab: La afición primera, y también la palabra clave y última, mala mala para quienes buscan en la literatura el mensaje. Como si la trama siguiera el camino de las migas que deja Caperuxita, ¿estará Pulgarcito también? Datos en el camino de la lectura que Agustina Perez, trama como un puente que me lleva a afirmar: la confusión como método, como vía de escritura, como realidad material. El “no entiendo”, el “me confunde” como cita de lectura y guiño cómplice de resistencia a lo no confuso, a lo claro, estilizado, cristalino, digerido, procesado y envasado. La confusión como estrategia posesa, como Caperuxita que confunde a su abuelita, con el lobo y muere de asfixia metafórica. O la confusión de Mirto Dermi, que devela el verdadero nombre propio de Mirta Dermisache, disuelto en las líneas de sus cuadros-escritura. Agustina Perez faja con fuerza al relato infantil para armar una teoría confusa de lo ilegible en la literatura, de lo que no se puede nombrar, del camino siempre errado, errado no de error sino de lugar otro, como dice Diana Bellessi en el Jardín. Caperuxita, novela del nombre escondido en la página arrancada dentro del libro con el que se aprendió a leer y a decir, esta esquina, Buenos Aires y en el mismo movimiento confundir los colores de esta misma esquina en la que escribo. Cito porque la pena lo merece: “Los fariseos primero cambiaron el color azul prístino del Río Marítimo de La Plata por un gris destiñe. De este modo hermanaron el color del agua con el color de los peces. Lo hacían porque ellos eran de esas, de hermanar así, anulandola disimilitud de todo lo similar. Los Fariseos después derrumbaron los edificios todos de Buenos Aires para hermanar el gris del agua con el gris de la herrumbre, querían, además del color, que la misma llanura sea todo el horizonte. Los pájaros enmudecieron ante la estupidez. Primero. Y se sublevaron. En estilo Malón. Después.

Posesa por el ritmo del arrojo, como dice Luis Chitarroni, Agustina nos entrega un camino de laberinto en que si seguís a un personaje, te vas con el otro, Caperucita confundida, por lo menos, primero, y luego atravesada:

OH madame hogarth

Cuando más limpias te parezcan

Las aguas del lago, igual recuerdame,

recuerdanos, Agustina, que somos oda y liebre de Joseph Beuys, muertos escuchando la explicación del arte moderno, que últimamente se parece a la explicación de la propia vida. Ah, no quiero olvidar porque se me escapa en la lectura el eco-ayuda de Ariel Ladino que por otras tierras cambiando la D por la P devela el nombre del traficante mayor de literatura argentina.

Traficante al que me dan ganas de llamar, para que no se me pase la postura, para que me tiemble la mandíbula como con Caperuxita, para que los ojos no se cierren y el fluir del habla y del pensamiento me haga encontrarme otra vez con mi confusión, abrazarla sin plan, que todo suceda sin previo aviso, que la trama se arme después o no venga nunca, que me quede levitando en la confusión por la que nunca encuentro. Cambio deseo por confusión, rabia puesta al servicio de una lengua que se esconde, el “che” que me atraviesa como la X de Caperucita en el medio del nombre propio de la que persigo sin nunca dar con ella, ¿cómo nombrarla? ¿cómo nombrarla sin nombre posible? El nombre impronunciable de Dios, el que se esconde detrás del talismán que nunca te diré para que jamás.