La expulsión de las hadas - Rafael Arce

 

En el primero de los Cuentos de exilio, “Extremadura”, un hombre camina por la ciudad de Plasencia. Hambriento y solitario, tal vez sea un extranjero en un país desconocido. Consigue trabajo rápidamente, se siente bien recibido, come de manera abundante y le dan tres horas libres. Sale entonces a caminar, con ganas de agradecer lo que considera un don recibido, sin saber a dónde ni a quién. En el azar del paseo, se encuentra con una puerta que dice “Llamar”. Es un palacio y lo hacen pasar sin preguntarle nada, probablemente se trate de un museo. Después oye campanadas, y mientras la dama que le estaba mostrando el palacio se recoge en oración, sale en busca del origen del sonido y encuentra una iglesia. El cura habla de San Francisco, previsiblemente haciendo el elogio de la pobreza del santo. Los pocos fieles se van mientras el párroco se ubica en el confesionario. Entonces, el hombre se acerca. El cura le pregunta quién es y de dónde viene. El hombre da la lacónica respuesta de Aballay: “Soy un pobre”. El padre le pregunta cómo se llama: “Francisco”, dice el hombre, con lo que el cura parece fastidiarse. La coincidencia puede ser, desde el punto de vista del otro, un mal chiste o una burla.

Cuando el hombre se encuentra con el cartel en el palacio, dice el relato: “Él es un ser que hace tiempo cesó de imaginar que un día podría darse a boca de jarro con una advertencia mágica, de modo que se deja convocar por esa palabra imperiosa, pero descree de los beneficios, en caso que obedecer le reportara una consecuencia”. Al entrar a un salón lleno de animales embalsamados, la posible magia del encuentro se arruina por la explicación banal de la caza y el trofeo. Pues el hombre está buscando el origen de ese encantamiento que le concede hospitalidad en un lugar extraño repentinamente vuelto hogar. Y así como el cartel lo convocaba, así también las campanadas se vuelven llamado: en la coincidencia del sermón (tal vez se trate de una orden franciscana) y la de su propio nombre, el protagonista accede a su modesta magia, tan precaria que ni siquiera parece poder usarse la palabra (y en efecto el relato, que ya la había utilizado dos veces, aquí, en el desenlace, no la pronuncia).

Muchos rasgos permiten vincular la imaginación de Antonio Di Benedetto con la de Borges. El laconismo, la elipsis, el método clásico, la postulación de la realidad, el uso heterodoxo del fantástico, el pudor (en especial en cuanto a la sexualidad), la interpolación filosófica, la forma breve. Incluso las novelas de Di Benedetto serían las únicas toleradas por los límites de la destilación borgiana del argumento: un relato que se extienda hasta cubrir esa forma larga se ejecuta siguiendo las consecuencias de un solo elemento. En la transparencia de su trilogía principal, ese elemento mero se nombra directamente: la espera, el ruido, la muerte. Nitidez que sin embargo no termina de aclarar nunca un misterio que parece darse en la misma superficie del relato. Al no ocultar nada, el misterio se apodera de todo.

Como el protagonista de “Extremadura”, las criaturas del universo dibenedettiano apuestan, con lucidez, a una magia que saben no les rendirá ningún fruto, ninguna eficacia, ningún don. Zama, el silenciero, Aballay, Santiago (el protagonista de El pentágono), Emanuel D’aosta (el de Sombras, nada más…). Seres que deambulan en un mundo des-hechizado, herido por el escamoteo de su sortilegio, como un cuento de hadas en el que un brujo positivista hubiera reducido el encantamiento a la sordidez de lo real. Si César Aira escribe, como ha dicho alguna vez, cuentos de hadas dadaístas, Di Benedetto no ha hecho otra cosa que escribir cuentos de hadas realistas, relatos maravillosos de los que las hadas, junto con sus poderes, han sido expulsadas. La huella de esa ausencia, su marca, baña, como un nacarado, la luz de sus espacios sombríos, en el que los fantasmas se sospechan interiores, pero vagan sueltos, en el Afuera, allende el Ser, como en la casa derruida de la segunda parte de Zama.

Magia parcial o magia modesta. Tanto Di Benedetto como Borges escribieron en un mundo desencantado, un mundo secular que en cierto sentido sigue siendo el nuestro, un mundo de incredulidad. Sin embargo, Di Benedetto parece cambiar la tonalidad afectiva de esa magia parcial, parece cambiarle el signo, volver la epifanía borgiana una antiepifanía o un anticlímax. Llamemos provisoriamente a esa magia irrealidad. Encontramos que la eficacia de la magia borgiana es tanto mayor cuanto más tenue es o, dicho de otro modo, que la irrealidad es tanto más mágica cuanto más imperceptible, diminuta, discreta. Dice entonces Borges: “En “Las ruinas circulares”, todo es irreal. En ‘Pierre Menard, autor del Quijote’, lo es el destino que su protagonista se impone”. En el otro prólogo del mismo libro, afirma que “El sur” tal vez sea su mejor cuento. Presentimos que la irrealidad de “El sur” es más mágica que la de “Las ruinas circulares” (así como es más mágica la aparición del jinete en “El fin” cuando Recabarren toca el cencerro), porque es tan tenue que incluso puede pasar desapercibida. Su transparencia se la debe a su condición epifánica, la que es posible a su vez por cierta convencionalidad del relato que nos permite, incluso en Borges, hablar de realismo: “A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”. Los límites del cuento permiten ir acentuando este carácter epifánico aun a costa del verosímil: en “El Aleph”, la irrupción de la magia compromete directamente la integridad del realismo de la historia.

El itinerario de Di Benedetto parecer ir en sentido contrario. La magia se compromete cada vez más y se somete a la larga prueba del realismo, que la introduce en la novela, el género anti-borgiano. Plagiando la fórmula del célebre prólogo: “En El pentágono, todo es irreal. En El silenciero, lo es el destino que su protagonista se impone”. La magia no es epifánica porque es lo que fracasa en la prueba de la realidad. Otro de los Cuentos de exilio, “La imposibilidad de dormir”, extrae consecuencias aciagas de la famosa mariposa de Chuang Tzu o, tal vez, de “Las ruinas circulares”. Casi ni puede decirse que sea un cuento, es una suerte de escena que alude con nitidez al tiempo de cárcel que sufrió el escritor durante la dictadura. Cito: “El hombre sueña que está soñando que el guardián no le concede reposo” (566). En este sentido aciago, los relatos de Mundo animal no dejan de tener algo de fábulas, pero les falta el optimismo inherente al género, por lo que se terminan volviendo anti-fábulas o fábulas in-ejemplares. En todo caso, reemplazan la moral por una ética: mientras la moral de la fábula se pretende general, la ética de Mundo animal atañe al individuo solitario, aislado, separado de cualquier colectivo social. La magia es derrotada, pero en esa derrota se mantiene como tal: secreta, incomunicable, subjetiva. Como tener un cuadro famoso robado y no poder mostrárselo a nadie. Ese secreto de la magia asume la incredulidad: el hombre de “Extremadura” no espera resultados, consecuencias benéficas, eficacia, pero de todos modos convierte la contingencia en invocación, en promesa de hechizo.

Conjeturamos que la realidad es para la obra de Di Benedetto la psicológica y eso debido a esta perspectiva subjetiva por la cual la magia pugna por volverse irrealidad, esto es, mundo. De ahí la posibilidad de patologizar esos narradores que se empeñan en afirmar lo que la realidad, en la forma de valoraciones instituidas y objetos conocidos, cada vez les niega. No obstante, de esos sujetos no tenemos nunca algo así como una interioridad. Más bien son protagonistas de una invasión del afuera. La inquietud de esta invasión, su amenaza, los despierta, por decirlo de algún modo, a sí. Este a sí, o para sí, no es nada previo a esta inquietud: es, más bien, esta inquietud misma.

En su primera novela, Di Benedetto lo expuso en términos de neta geometría: yo no soy (no es) más que el extremo de una figura, la que formo con los otros cuatro que, constituidos de dos en dos, me excluyen y, en esa exclusión, me constituyen (con lo cual, puede decirse, de algún modo me incluyen). Tal vez Glosa de Juan José Saer, con su irrisión de la geometría, se inspire en El pentágono (así como El entenado se inspira en Zama): las veintiuna cuadras divididas en tres capítulos de siete cuadras, los dos personajes que no asistieron al evento, exclusión que los incluye en la historia, la reducción de un pentágono a un triángulo.  

Las criaturas del universo dibenedettiano son excluidos o invadidos y a menudo son las dos cosas al mismo tiempo. En Mundo animal, la exclusión de la razón que define lo humano es correlativa de la invasión de los irracionales, esto es, los animales: mariposas, pájaros, piaras, jaurías, polillas, ratas, hormigas. Ahora bien, la exclusión tiene su ambivalencia: el excluido la sufre pero también se afirma en ella, como en “Nido en los huesos”, el niño loco (o autista o enfermo de cáncer cerebral o migrañoso) que sufre la exclusión familiar, pero que también elige la fuga de la opresión paterna (la Razón, el Logos) en la forma de la hospitalidad al múltiple no humano, que en estos relatos es animal, pero que puede revestir otras formas en otros textos.  

Pero esta perspectiva subjetiva (que es dominante, y que se apoya en, o explica, la predominancia de la primera persona) no es excluyente. Entonces la realidad deja de ser psicológica y se vuelve social, como en esos relatos directos que son “El juicio de Dios” y “Aballay”. Rara vez se plantea el problema de la fe como interior a un protagonista. Los trabajadores ferroviarios, hombres de progreso, que se enfrentan con los campesinos, son el realismo de la razón en su sentido más pragmático, aunque también puedan encarnar la civilización, clave simbólica desganada, que pierde brillo frente a la plasticidad casi cinematográfica del relato. Para los civilizados, aquello que los campesinos esperan de Dios implica no tanto fe como superstición. Lo religioso está separado de su carácter institucional, es una relación heterodoxa con la divinidad, con protocolos que parecen más propios de las religiones antiguas. La única magia es la que concede el azar, pero ¿cómo corroborar que lo que llamamos azar no es en verdad magia? ¿Por qué para nosotros, modernos o posmodernos incrédulos, la casualidad siempre tiene algo de mágico?

Cuando la suerte decide el juicio de Dios, cada lado, el civilizado y el bárbaro, corrobora su punto de vista, permaneciendo inconmensurables. El final anticlimático, en el que se evidencia la confusión inicial, hace del objeto que causó todos los malentendidos (la gorra del jefe de estación por el que la nena lo confundió con su papá) un talismán o piedra encantada: “El fogonero no se mueve. Lleva la mirada hacia arriba, como si le hubieran puesto en la cabeza un objeto mágico, que no se puede tocar, que si se cae hace daño”.

El gaucho Aballay, en cambio, es un místico ateo, una criatura que habría interesado a Georges Bataille. Su penitencia resulta, para los otros, un enigma, una leyenda, incluso por error: lo confunden con un santo. En los dos relatos, se trata cada vez del malentendido, y de lo trágico sus consecuencias. El programa de la transformación interior del gaucho lo lleva a una metamorfosis exterior, una separación de la humanidad que lo hace un dios antiguo, una criatura mitológica como el centauro, una divinidad animal. La pampa del XIX se vuelve espacio sagrado, naturaleza espiritualizada, lugar arcaico donde moran dioses antiguos, paganos.

 No es casual que el cuento “Falta de vocación” forme parte de ese libro que es una reflexión sobre el realismo, Cuentos claros (igual que “El juicio de Dios”). Relatos humorísticos, aunque tragicómicos, de una risa a veces amarga. Para Borges, el objeto mágico, en un mundo secular, es el libro, la biblioteca. La lámpara borgiana es de la Las mil y una noches (el libro es la lámpara, que Dahlman lleva consigo en “El sur”), pero también la sofisticada biblioteca occidental que se lee desde Buenos Aires, ciudad para la que inventa una mitología. En “Falta de vocación”, Di Benedetto propone un seudo Borges de vejez, una especie de Borges-Cage, sin el genio de la infancia y más bien con la invención tardía del artista de vanguardia tal como lo entiende Aira. Don Pascual encuentra la literatura al final de su vida y sin ser un literato: encuentra la magia en el repentino desvío de lo más pedestre y cotidiano. Es la ignorancia del género la que lo hace escribir fantásticos netos. Aquí la derrota de la magia es la derrota de la literatura. El anticlímax o la antiepifanía implican la transformación de lo fantástico en aterrador, amenazante, ominoso. Pero este cambio de signo tiene algo de ridículo, de grotesco (Cuentos claros se había titulado, en su primera edición, justamente Grot). La imaginación de Don Pascual no puede ser controlada, su sueño no puede ser dirigido. El genio de la literatura sale solo de la lámpara de Buenos Aires y en el paisaje cuyano el hombre de provincia no tiene más que ceder ante la realidad de la vida ya hecha, la racionalidad práctica del jubilado que corre riesgo de pasar por loco, por viejo maniático.

En El silenciero, la magia ya es definitivamente negra, un conjuro lanzado contra el protagonista, una especie de maldición, como lo es la de Los suicidas. Es, también, la novela que más perentoriamente nos coloca el anzuelo psicológico, la tentación de patologizar a su narrador. No obstante, la experiencia martirizante del silenciero podría ser la de cualquier desnaturalización. Casi podría decirse que es un experimento mental puesto en acto o en ficción. El silenciero no es muy diferente de Aballay: para los demás, es un rarito, un freak. Él tiene el problema, no el mundo. Sin embargo, a veces, cada uno de nosotros está tentado de pensar que es uno el que tiene razón o el que lleva verdad, y que el equivocado es el mundo. El objeto o la cosa o el tema no importan demasiado. Di Benedetto podría haber hecho con Aballay, en vez de un místico, un gaucho vegetariano. Imaginemos ese cuento, un gaucho en la pampa del XIX que no quiere comer carne. Sus aventuras habrían sido otras, pero el mecanismo sería el mismo: las consecuencias de la desnaturalización, la irrealidad de las convenciones sociales que llamamos realidad.

Bastaría con que el silenciero desnaturalice otro avatar del mundo humano para que la novela cambie de rumbo, pero su sentido sería el mismo. El misterioso Besarión (extraño porque casi no existen los amigos en el universo dibenedettiano) también ha desnaturalizado algo, pero no sabemos qué. No sabemos cuál es su organización. Tal vez sea un anarquista o un comunista. Si así fuera, ha desnaturalizado las desigualdades sociales del mundo. Pero como esa desnaturalización ha sido a su vez naturalizada no llama la atención de nadie. El silenciero, en cambio, tiene una experiencia del mundo que no puede ser compartida. Incluso le niega a su amigo el martirio que sufre. Esa negación es comprensible y al mismo tiempo misteriosa. Comprensible porque coloca a Besarión junto con la totalidad de la sociedad que no lo comprende. Misteriosa porque Besarión podría ser la única oportunidad que tiene de acceder a su comunidad. Podría, por ejemplo, fundar una organización revolucionaria que destruyera el mundo y erigiera el silencio como norma. Pero Besarión, como amigo, debe permanecer a distancia. No sabemos si se suicida o lo matan o tiene un accidente. Tampoco sabemos si el silenciero realmente incendió el taller mecánico que lo atormentaba. La coincidencia, es decir la magia más pobre, superpone la muerte y el atentado, y no sabemos qué pasó a uno y a otro, pero la maldición termina por alcanzar a su maldecido.

Alberto Giordano se pregunta cómo habría sido una novela de Di Benedetto sobre el insomnio. Yo creo que la imposibilidad de dormir, es decir, la imposibilidad de soñar, tiñe todo el universo dibenedettiano. Ese ruido constante y torturante impide el sueño, el ensueño, el abandono, lo que Zama llama lasitud. Como en ese cuento de Mundo animal, “Reducido”, en el que el protagonista le pide a su perrito onírico irse a vivir con él a los sueños. Como el mismo gato gris de la infancia del silenciero, que lo visita, tal vez en su insomnio, tal vez en un breve sueño del que los ruidos lo despiertan. El mundo es dudoso para las criaturas de este universo, pero no por fantasmal, sino más bien por una aridez dañina, una rugosidad en la que no se encuentra asiento, en la que no se puede morar, en la que no hay casa que acoja. Los sueños, último reducto del pensamiento mágico en nuestro fenecido siglo XX, serían la fuga perfecta para la atormentada criatura, pero la banalidad de la realidad secular y racional siempre la despiertan. La obra de Di Benedetto es una prolongada reflexión sobre la atroz vigilia, sobre el espantoso ejercicio de mantenernos despiertos al que nos somete una realidad que hemos logrado volver inhabitable.