Ensayistas - Carlos Surghi

 

Llegamos a la ciudad junto al gran río y su monumento. Nos ha convocado el ensayista que todos admiramos; aquel que, con las formas del yo, pirotecnia verbal si las hay, le dio a su vida una forma que es la transposición de lo escrito en el verosímil de la experiencia, y no a la inversa, como usualmente ocurre. O al menos, como él cree que ocurre. Algunos vienen de la ciudad de los pantanos, del bochornoso calor transformado en materia de discusión, la fábula de un recuerdo al que nadie ha asistido y, lo que podríamos llamar, el ordenamiento del relato para su comedia estable de personajes melancólicos y deprimentes. Otros llegan desde las orillas, desde la periferia que se nombra con su metáfora geométrica y que cerca a la gran ciudad-puerto. De seguro ven en el saber y su exposición una forma de soportar la vida burocrática de capital provincial trazada con avenidas y diagonales; ese orden que es el entusiasmo mismo que se termina generando alrededor de posibilidades inmanentes, pero inciertas. El resto, como señaló Joyce respecto a Dublín, bajamos a la Atenas de los cereales “desde el corazón de la parálisis”.

Ensayista-anfitrión ha organizado dos días de lecturas y discusión en torno a nuestra forma fetiche. Esto nos llevó a echar mano de lo mejor que hemos escrito o, en contados casos, a escribir algo nuevo respecto a los problemas del ensayista y sus consecuencias en el estudio de la literatura. El espíritu del encuentro fue acordado en mensajes de WhatsApp, que él fue mandando los días previos, y que todos asumimos como la hoja de ruta que nos guiaría. Debería primar entonces la escucha grupal, la intervención no forzada, la ausencia de lucimiento individual a la que define como “si todos acordamos jugar al futbol, por favor que nadie agarre la pelota con la mano”. Sin embargo, ha señalado también que habrá tiempo para romper esa propuesta de trabajo, esa rutina de contacto y frecuencia entre las ideas ajenas y las propias. El recreo entre las obligaciones se divisa entonces como islas que flotan entre mesa y mesa, entre lectura y lectura para continuar, tal vez de un modo más distendido, lo proyectado en el cielo teórico de las mañanas y las tardes, como aquello que se continua al ritmo del alcohol desinhibidor y por las noches, en las vueltas que demos los más avezados por las calles de la ciudad.

Sin embargo, he tenido problemas para elegir qué leer, para traer un ensayo que sea discutible ante la atenta escucha del resto de los ensayistas y, por supuesto, ante ensayista-anfitrión que quiere que el evento no decaiga en ningún momento ya sea por el contenido de lo leído, o por los abusos en el empleo del tiempo de lectura. Pienso que es el viejo problema de las expectativas lo que me hace vacilar, de la intervención acordada y sin margen para el exabrupto liberador de quien por ejemplo quiera leer un poema, aduciendo que, si el ensayo piensa su tema, qué tema más importante que el poema pensando la propia condición de poema. Para mi casi todo es Romanticismo dixit. Ocurre que lo que he escrito últimamente trata sobre la relación que tengo con mi hijo; sobre su interrupción dichosa en mi vida y sobre lo que él va ganado en la suya con la interacción que hasta el momento parece tan fructífera para ambos. Por eso lo escrito en este último tiempo no es más que la condición inversa del método reflexivo; los vaivenes de la forma, sus transgresiones y seguridades respecto a una experiencia tan personal, no comprueban nada como en el ensayo tradicional, que argumenta hasta el límite de lo argumentable, porque confía en que le reconozcan tamaño esfuerzo. A lo sumo, lo que escribo por estos días es una continuación en el ritmo de la frase de aquello que, en la experiencia, no tiene más que la modulación de una música por demás prosaica. ¿Qué podría importarle al resto de los ensayistas que, en las modulaciones de esa canción sin letra, el niño que es mi hijo me conduzca de la mano al niño que yo fui para despedirlo y traer consigo al padre que necesita, al padre que le pido que quiero ser? Me siento por lo tanto atemorizado, desprotegido, desnudo sin mi posibilidad de llevar el ropaje diario de la intimidad. Mi reino por una máscara, o por la profundidad de lo que cabe en la cáscara de una nuez.

            Pero todo encuentro, toda reunión de egos, al fin y al cabo, no es más que una competencia disimulada; la cual, siempre me hace recordar a los viajes realizados con uno de los dos clubes de futbol que había en mi pueblo, para competir en los campeonatos que definían por zonas, categorías y estamentos gran parte de la vida juvenil. Yo ansiaba jugar, ser el titular que saliera a la cancha el sábado por la mañana. Pero era poco hábil, alguien sin ninguna virtud física, salvo correr rápido, pero de seguro sin control de la pelota, y vivía atemorizado por el machismo explícito del deporte. Por lo cual jamás jugaba, simplemente era parte de lo requerido para la formación de un equipo que tenía tanto titulares como suplentes y, hasta me animaría a decir, relegados a la expectativa de ser llamados alguna vez en un monótono partido que se jugaba sin moverse, en la pecera del deseo, con las piernas flojas y entumecidas. Miles de veces desde la frustración de mirar todo a cierta distancia, tuve ganas de ingresar corriendo a la cancha y agarrar la pelota con la mano para llevármela; mi lucimiento habría sido lo inesperado, la sorpresa, la boutade que solo yo entendería. Pero como recordó ensayista-anfitrión, en el futbol, como en la teoría que después vendría, no se puede jugar con la mano, aun cuando esta escriba.  

            Ya en el primer día mi participación deja mucho que desear; confundo justamente participación con polémica, o adscripción al malentendido con proliferación de frases en el límite del elogio y la burla, abismándose en el equilibrio de largas subordinadas; y propongo entonces, de entrada, clasificar la escritura ensayística en términos de conmoción, inmanencia, sublimación que contrarrestaría agrado, utilidad y posicionamiento. Tomo la expresión de otro ensayista, quien señala que “el ensayo de escritores debería devolvernos el mundo”, para aseverar lo que ya he mostrado de patético. Gloso su idea por el simpe hecho de que me hubiera gustado descubrirla, decirla, así como al pasar, para que el misterio y la elegancia de su tono envidiable reine, ante todo. Me doy cuenta que agudizo el oído y me libero del sentido en busca de reconocer en esas palabras un ritmo, la cadencia, el salto y la detención de los instantes que significaron el despliegue de una y otra idea proveniente desde su momento de experiencia ‒como la caída de Montaigne de su caballo en 1567, o el golpe de una ventana que casi mata a Borges y que, en uno y otro caso, se transformara en un discurso que está por fuera del mundo. Pero nada de eso pasa, o, mejor dicho, triunfa; todo es poner en relación esto con aquello, pensar desde eso lo que está un poco más allá en su sana indiferencia ante la reducción de cualquier palabra o cualquier mirada, lo que oscurecer al mundo con la distancia vociferante.

            En la cena de camaradería todo se distiende, hay como cierto ánimo de comunión, o simplemente la gran mayoría de los presentes se conocen desde antes. Permanezco indiferente, taciturno, apocado con mi tristeza de padre reciente lejos del hogar, cuando no estoy exaltado por contar cualquier cosa, no con ánimo de llamar la atención, sino mas bien por el nerviosismo de que mi silencio me traicione. De repente me doy cuenta que todos en su gran mayoría son menores que yo, pero por una insignificante diferencia, tres, cinco años, acaso siete como mucho. Mi entusiasmo creciente por prolongar la noche en un bar, adonde la vida nos devolverá la forma invisible del ensayo con palabras voluptuosas, risas, o el simple hablar de más y con malicia en el arte de conversar; me hace sentir más joven, como si la juventud se tratara de algo guardado que puede exhibirse sin el deterioro del aire royéndola, o como si se tratara de una máscara que, de proteger el rostro ante la corrupción del tiempo, fue asumiendo la forma que debía proteger. Hacia eso partimos un reducido grupo que, durante la madrugada, no haremos más que evidenciar lo patético que puede ser confiar en la discontinuidad de arrojarse a uno mismo en compañía de otros. Tres ensayistas de la ciudad tórrida, más ensayista-internacional y yo llegamos al bar parisino de la fantasía local. Me doy cuenta de que casi no he hablado con ensayista-internacional, quien es el motivo y justificación de este encuentro; mi desconfianza me lleva a creer que nos mide todo el tiempo, cuando no que se hunde en una timidez envidiable, la cual yo ya he perdido. Sin embargo, me acerca a él la desdicha del género que nos convoca; en el país de la eterna alegría la melancolía del ensayo desentona, entristece, entorpece el vaivén de los cuerpos, pretende arrojar un soplo helado a la perpetua calidez de un sol insobornable; como aquí, esa misma melancolía pierde por goleada ante la selección nacional de la novela mala, o el equipo de la poesía que sale a trabar fuerte sin importarle ganar ningún partido. Mientras lo escucho hablar sobre fútbol, buscando la equivalencia con nuestros equipos locales ‒pregunta con insistencia, como si estuviera traduciendo de una lengua a otra y quisiera le mot juste‒ su interés me recuerda un episodio de la tarde. Hay una reiteración extraña alrededor de las retóricas del ensayo. Ni bien alguien dice “vida”, inmediatamente se excusa. “Bueno, habría que ver qué entendemos por esto”. El paso de comedia renuente lo he escuchado infinidad de veces, pero esta vez me produjo el exabrupto mental de anotar para mi “pero ¿cómo qué entendemos? Si es esto que está pasando”. Al escribir entonces sobre el entusiasmo futbolero de otros compruebo que se hace cierto, es esto que pasó y que pasa al hacerlo que pase de nuevo. La vida es entonces la reiteración de ese entusiasmo, propio y de otros.

            Abandono a los ensayistas, la ciudad, su monumento junto al río que esta vez ni vi, y muy temprano emprendo la vuelta. Manejo por la autopista aún a oscuras; pero de a poco se ve cómo la luz asoma por detrás, como si le corriera una carrera al día para llegar y tumbarme en el living de casa a jugar con mi hijo y el auto azul que le llevo de regalo, ella comienza a iluminarlo todo y yo ya quiero estar con él. A los costados se ve la distribución de las vacas, la niebla que abraza a los eucaliptus, el color verde que se lava poco a poco hacia el dorado del otoño mediterráneo. Todo tiene la enigmática intensidad del futuro. El lunes por la mañana ensayista-anfitrión nos envía la foto final del encuentro. Parecemos un equipo de futbol, chicos y chicas en pose deportiva, una línea de pie, y por debajo otra en cuclillas. Falta la pelota, alguien se la ha llevado con la mano. 


    PH: Emilia Giordano