Jardín (Primera parte o hacia el pasado) - Carlos Surghi

            En una carta a su hermano George, John Keats señala que a pesar de todas las virtudes del matrimonio él nunca se casaría. Seguramente desde Norteamérica, con insistencia y preocupación por el frágil destino de quien feliz e indolente se aplica a la composición de versos, su hermano, que había marchado hace ya un tiempo, no dejaba de enumerarle esas virtudes: el aliciente de la compañía de los esposos, los resguardos del hogar, cuando no un simple mortal compartiendo el mismo techo al final de la jornada. Sin embargo, para Keats tal negativa es fácil de justificar; resuelto y altanero señala “no creo que mi felicidad fuese tan hermosa como es ahora de sublime mi soledad”, y por si cabe alguna duda, su énfasis juvenil lo lleva un paso más allá, hasta afirmar que “mi esposa es la borrasca rugiente, y mis hijos son las estrellas que veo a través del cristal de mi ventana”.

Es probable que Keats se supiese destinado a algo superior; provenía del infortunio de clase y se había aliado a la novedad de lo último en un país adonde el pasado es siempre presente; por lo cual, la distracción del matrimonio le debe haber parecido algo imposible; sin embargo, al mirar más allá de esa ventana, en la casa contigua a la que él habitaba, la pasión lo alcanzaría. Era solo cuestión de tiempo y de agudeza, de esperar o acelerar una extraordinaria madurez que pronto acontecería. Pero ahora, ganado por la idea abstracta de la belleza ‒que desde su primer libro en 1817 ha comenzado a perseguir‒ la felicidad doméstica le parece desencantada, triste, reclusa a obligaciones, apagada como la última lámpara que sume en la oscuridad a los esposos cuando caen en su lecho rumbo a hundirse en el sueño. El problema es que la imaginación, esa luz que conduce la nocturnidad de Keats cual un breve destello que tiene más del volar de una luciérnaga que del violento fulminar de un relámpago, lo expulsa constantemente a otros mundos y lo rodea de figuras épicas y míticas; por lo cual, cuando no está con Aquiles gritando en el sitio de Troya, está plácido en los valles sicilianos en compañía de Teócrito, y cuando no es Troilo en las riberas de la laguna Estigia, tal vez sea el Lycidas de Milton, ese pastorcito con el que éste cantó la muerte de un amigo.

Sin lugar a duda el egoísmo disfrazado de felicidad se oculta atrás de un verso; y la altanería, disfrazada en este caso de convicción, en el poema como destino. El irredimible solterón ‒al final más por fatalidad que por voluntad‒ para quien las mujeres eran “niñas a las que prefiero dar una ciruela dulce, y no mi tiempo”, encuentra justificación en la fuerza poética que lo asiste aun en la paradoja del escaso tiempo de vida que le queda. Uno mismo ‒lector en la juventud de esa juventud‒ a la edad de Keats, y por supuesto, sin su talento ‒lo cual más que una tragedia es una comedia‒ cree ciegamente en las virtudes de la soledad, las que, por suerte, el remolino incierto del amor disuelve y disipa. Me he casado, tengo un hijo, y he pasado los cuarenta años; es decir, he vivido 16 años más que Keats feliz y sin desgracia alguna. Entonces, lo que faltara a éste nos ha tocado en suerte: una compañera, un hogar, el tiempo de la rutina y toda la administración de su enfado para cuánto nos rodea. Tal vez Fanny Brawne, primero su vecina, luego el amor irreversible, llegó demasiado tarde; en el jardín de su última casa Keats primero atendió a otras cosas, se distrajo en fantasías, se perdió en percepciones exuberantes, olvidó que la felicidad también es lo próximo de un rubor burlón y vulgar. Yo llamaría a ello: la fatalidad de la virtud; algo muy común en el realismo de interiores.

El día a día de Keats ‒ese realismo al cual atiende‒ está trazado entonces por la languidez y el esfuerzo, por la pereza y la obstinación en volverse más y más atento a cuánto lo rodea; al mismo tiempo que, tal aventura, tal animación del mundo, más y más ‒por sutileza de la inteligencia, pero también por verdad del corazón‒ se desentiende de todo lo que pueda ser real e inmediato. Como si se tratara de dos fuerzas en tensión, su día es el resultado de una oscilación entre el abandono y la perspicacia más aguda. Leer a Homero en su famosa versión de Chapman y emocionarse ante un simple ramito de albahaca; o experimentar en la naturaleza su variedad de máscaras con las que cubrir su rostro para huir de la vida mundana que la burguesía le propone, son sus ocupaciones primordiales con las cuales su sensibilidad experimenta una madurez desmesurada. Pero he aquí que nada está exento de retribución, aun por más que esta no se quiera. Tal vez este sea el precio pagado por la invención romántica que lo destacó entre los poetas en lengua inglesa, ya que su “capacidad negativa” hizo de él la tragedia a representar en cada instante, en cada verso y en cada línea que escribiera. Sumido en “incertidumbres, misterios y dudas”, sin necesidad de conocer las razones, ganado por el estoicismo de la belleza encerrada en una urna o cifrada en el canto de un pájaro, Keats podía ser fácilmente víctima de la entrega absoluta a la ingenuidad que el entusiasmo siempre trae consigo, pues como señala “soy demasiado joven y escribo al azar, esforzándome por ver partículas de luz en medio de una gran oscuridad”. Ver más allá de uno, ganarle a la propia noche, ir a ciegas a través de los senderos de la juventud que todo lo vuelve padecible y extraordinario, iluminar esas partículas que finalmente verán nacer al yo de la modernidad, parece ser la capacidad romántica con la cual inventar una vida.

A la vez, sorprende cómo todo a su alrededor se precipita velozmente en dicha invención; tanto la fatalidad ‒primero la muerte de su madre, luego la de su hermano y las primeras señales de tuberculosis‒ como así también el genio y la precocidad ‒en apenas cuatro años su empeño lo ha escrito todo. Sin duda la autenticidad romántica ‒ese atisbo de luz en la cerrazón que puede ser un olímpico rayo o una chispa insignificante‒ es antes que la perfección del arte ‒lo que entenderíamos como mera invención, la vena artificiosa o artística de toda distracción‒ la entrega a otras sensaciones que, por caso, son “aquellas en las que habla la verdadera voz del sentimiento”. Por eso nuestro joven Keats, buscando esa voz, y dando justificativos de la vida que debe inventarse para escucharla, elabora una forma de realismo de interiores que tiene que ver con ese repliegue emocional ante cuanto puede acontecer. Solo así, su nota en las sombras donde buscara las partículas de esa luz que encegueciera al joven inexperto, arde y se consume para llegar a perdurar en la verdad romántica que inventa: el yo no es otra cosa que estar con uno mismo.

            Dos cuadros pintados por Joseph Severn muestran a un John Keats frágil, meditabundo y olvidado de la lobreguez que lo persigue; en distintas escenas y actitudes; por momentos melancólico, sorprendido, atento y raptado por un instante, pero con la misma semblanza. A diferencia de un tercer cuadro, perteneciente a William Hilton ‒pintado un año después de su muerte en 1822, en donde el rostro puede observarse a pleno robusto y firme, sosteniendo la mirada más allá de toda circunstancia, ya que parece interrumpido en su lectura, libro abierto, mano apoyada sobre su mentón‒ los primeros cuadros, lejos de la tendencia retratista de este último, y mucho más cerca del alegorismo renacentista, parecen más fieles al joven poeta. Tal vez la proximidad de Severn, amigo presente hasta último momento, tenga algo que ver con esa intimidad que su trazo ha logrado transmitir. En uno de esos cuadros Keats está sentado con un libro sobre sus piernas; su mano izquierda se apoya en otra silla que parece haber tomado para concentrarse mejor en lo que lee y para sostener su cabeza que en nada se distrae; la totalidad del cuerpo, antes que frágil, leve y delgado ‒como si en algún momento fuera a flotar‒ da la sensación de placidez al evitar cualquier movimiento que lo aparte de su molicie. La cara, de perfil y angulosa en las líneas rectas que la recorren, parece aquejada, pero a la vez, parece también apartada de todo indicio futuro que pudiese ensombrecerla. Sin embargo, por uno de los costados del cuadro, una pesada cortina plegada a media altura da paso a la luz que no solo ilumina la escena de lectura, sino que también tensiona la composición con su presencia amigable pero invasora. Verdes fogonazos palpitan como manchas móviles a un costado del poeta; amarillas elevaciones de aire en columnas vaporosas de un dorado hacia el cielo se agitan en alguna hora del verano. Hay algo que la concentración de Keats ignora al seguir las páginas de su libro. Hay un mundo más allá de esa habitación, en la explosión de formas y colores; un afuera intenso y brillante, que parece requerirlo o esperarlo. Alcanzamos a ver entonces un tímido arbusto, el pasto delineado por las sombras, unos árboles que se confunden con el vapor mismo de la resplandecencia estival. Es el entorno de Wentworth Place, en Hampstead, donde Keats viviera entre 1818 y 1820. 



En el otro cuadro ‒pintado por Severn en 1849‒ Keats, vestido exactamente igual, pero con el rostro un poco más regordete y cierta expresión de sobresalto, no solo ha abandonado el interior de la casa, sino que también ha dejado caer su libro, ha perdido la concentración de la lectura, ha mirado más allá de sí mismo pues algo lo interpela de modo sorpresivo. La imagen busca retratar el momento en el cual el poeta escucha el canto del ruiseñor que le dictara su famosa Oda; sin embargo, la exageración del amigo sitúa la escena en un ámbito en donde los altos árboles, las tierras elevadas y los animales salvajes parecen haber borrado cualquier registro de vida moderna. En la copa frondosa y verde, en una rama alejada, y con el sol en retirada como telón de fondo, el pequeño pájaro canta lo que Borges definiera como el anticipo de una tesis de Schopenhauer que, en su sagaz lectura, pondría fin a una erudita discusión sobre el carácter genérico o individual del pobre pájaro.

Sin embargo, creo que el acierto de Borges no reside en la discusión pormenorizada ni en la astucia de la escritura que, desde ya, se apoya en las asociaciones de la lectura que piensa cada momento de la historia literaria como un sistema de precursores; el acierto de Borges está en un detalle del comienzo de ese ensayo, cuando al pasar, la vieja presunción de localía ejercida en otros tiempos señala que “Keats, en el jardín suburbano, oyó al eterno ruiseñor de Ovidio y de Shakespeare”. Como siempre, Borges apela a lo inmediato para burlarse del sentido por medio de lo paradójico, como cuando en las afueras de Buenos Aires, una tarde cualquiera, al caminar sin rumbo, una tapia derruida, pintada de un deslucido color rosado, le revela la eternidad. En la famosa Oda, ese “jardín suburbano” se transforma en un bosque; Flora, Baco, Hipocrene se pasean de aquí para allá según el dictamen de Keats llame o no a escena personajes y decorado; hay que recordar entonces, ese jardín no es Inglaterra, es Grecia; y hay por cierto que tener en cuenta la presencia de cierto ánimo disuasivo en esa Oda, cuando lo que se escucha rapta los sentidos, y lo que se escribe, apenas si puede ser duplicado en la música de las palabras. El sensualismo de Keats, que Borges conocía, pero que ni remotamente piensa para la finalidad de su ensayo, es puro olvido, una proyección fabulosa para la simple acción de desaparecer por unos instantes en la realización de un deseo y hacer así más llevadero lo que se aproxima de a momentos. Efectivamente, la música que punza en el corazón de Keats no es sólo la del feliz destino de ese pájaro: ser inmortal, sino también la de su propio réquiem ejecutado día a día que tal vez en la distracción de la naturaleza se interrumpe. ¿Quién al leer “¡oh pájaro inmortal, no has nacido para la muerte!” podría no leer el reproche solapado al injusto destino? Tal es así que la propia visión es extraña, ajena a la razón, pero amiga de la intuición. “No puedo ver qué flores hay bajo mis pies, / ni qué suave incienso pende de las ramas, / pero en la fragante oscuridad adivino los dulces / encantos que la estación propicia ofrece a la hierba”; así en estos versos, el ciruelo en el jardín de Hampstead, donde Keats gustaba sentarse a leer y donde el trino sostenido lo visitara, desaparece; el ruiseñor real que escuchara ahora es una voz que se remonta al origen de los tiempos; y la propia experiencia, finalmente, simple duda, “¿fue visión o sueño de vigilia? / Esa música ya ha huido. ¿Duermo o estoy despierto?” He aquí la distinción de toda invención romántica: transfigurar la emoción del yo que al desaparecer en el poema figura su entorno a la luz del deseo; pero también, usar de excusa al poema para la transfiguración de un día cualquiera. Keats vio por última vez el jardín de su casa en Hampstead en diciembre de 1820. Seguramente llevó consigo, al marchar hacia el calor romano, una imagen de la naturaleza que en uno y otro cuadro lo llamaba; sin embargo, dicha imagen tenía las dimensiones próximas y propias de nuestro realismo de interiores: un jardín a las afueras de Londres, en donde toda la poesía no es más que la pulsión cotidiana de un enigma.  



Hay cierta predisposición respecto a todo lo que nos rodea que solo llega con los años. Tal vez el paso del tiempo agudiza la percepción y conduce hacia lo que yo llamo la entrega contemplativa, la distracción de los hallazgos fortuitos. Por lo cual, Keats leído en la juventud no es más que una tragedia; releído a la distancia, tal vez una excepcionalidad, una suerte de revelación no buscada. Aunque en verdad lo moroso de la percepción en cada detalle nos entrega más que nada un aspecto de nosotros mismos; y entonces, ya no interesa el método que mueve a las cosas a ser lo que son, sino que más bien, atendemos a las vicisitudes que las acercan o las alejan de nosotros. Así cuanta más atención ponemos a ellas, a los objetos, a la densa urdimbre de un instante que nada significa, más nos interesa el simple deseo de sorpresa que acompaña a esas vicisitudes. Uno puede contemplar la tela de la araña invisible y frágil, resistente y fatal; y, sin embargo, también puede observar lo que en ella ya jamás recuperará su libertad, la postrimera quietud de lo casual, lo que en definitiva nos otorga ese instante de un saber superior que se experimenta como fascinación ante lo impensado de cualquier eventualidad. Ciertamente nos interesa saber si previo a todo el grillo o la polilla intuían la falsa transparencia del aire en su vuelo; sabían de esos hilos de seda en la noche o avizoraban hacia qué, locamente, se precipitaban.

Por supuesto que el arrebato vale más que cualquier derivación intencionada que lleve hacia la utilidad de la experiencia. ¿Qué hay entonces a nuestro alrededor? ¿Cómo llegó a nosotros lo que nos rodea? ¿Desde cuándo todo esto nos acompaña? Si contestáramos, la obviedad imperaría como respuesta. Toda pregunta es entonces la imposibilidad de esa respuesta; y en tanto que tal, toda pregunta es un modo de afirmarnos en la intimidad en la que vivimos. Volví a releer Keats en el jardín de la casa en la que vivo desde hace ocho años porque entre los versos que hacen a las odas del poeta inglés, y las distracciones nocturnas de fines de la primavera y comienzos del verano en las que incurro cada vez más seguido como un espectador insomne del ritmo que se apacigua en una casa, surgió una pregunta que se transformó en una solitaria aventura nocturna. ¿Desde cuándo este jardín es tan importante para mí? ¿En qué momento ganó mi atención para entregarme de lleno a su cuidado? Tal vez, como dice un viejo saber oriental, el jardín es ese lugar en el cual lo imprevisto y lo invisible encuentran su lugar.

            Acaso Arnaldo Calveyra se interrogó del mismo modo durante sus visitas al Jardín de Plantas, al René-Le-Gall y los Jardines de Luxemburgo, cuando recién llegado a París no hacia otra cosa más que buscar el paisaje de la infancia, el país-litoral, el Entre Ríos perdido en el “cuchicheo” de una lengua que no lo abandonaba. Del silencio ante la fuente de Medici y su chorro transparente, a la contemplación de los invernaderos tropicales tan lejos de todo en la estación fría del viejo continente; o de los versos que dictan los robles franceses superpuestos a las casuarinas de Mansilla en los cielos plomizos que se vuelven extensiones celestes cuando un rayo de tormenta cruza la memoria, el poeta ha descubierto en cuanto lo rodea “la cuarta dimensión del afecto”, la cual, a pesar de estar en Francia, sigue siendo el fluir de dos ríos fuera del tiempo. En su diario de recién llegado anota dicha experiencia señalando que existe “una vida de ser y una vida de estar”, y también, que “allá, yo me dormí ya muchas noches en París porque el pasado me enseñaba eso”; por lo cual ese registro pormenorizado y obsesivo, no puede más que conducirlo hacia “esta cuarta dimensión de estar aquí con todo ello”. Así de las primeras experiencias de nostalgia en las que Calveyra se dice “me he sentado estas primeras noches velando una ciudad donde todos me ignoran y de la que lo ignoro todo”, es posible inferir una orientación con la cual el poeta se recuerda a si mismo que “a veces pienso que he venido tan rápidamente que me he quedado allá, en mi contexto, todo para poder seguirlo viendo”. Acongojado entonces por la melancolía de su pequeño cuarto en la ciudad, adonde una a una las imágenes de la infancia parecen más presentes que nunca; la invención de esa cuarta dimensión se reduce finalmente a su mínima expresión, a su tensión abstracta, a la economía de nombres que permiten tenerla siempre presente, a la mano o en el bolsillo mientras pasea. A veces es “yo estoy allá y no estoy allá, rápidamente estoy acá”; en otra oportunidad basta con señalar “aquí y en otra parte”; aunque con solo decir “aquí y allá” todo se supone; y es que al final, la fórmula de Calveyra transmutará lo que lo rodea, como por ejemplo un pequeño pueblito de Saint-Claude en su Entre Ríos de la infancia: “Lamoura-Mansilla: ahora son el mismo pueblo. Ahora para siempre y para mí ya no tendrán otro espacio que el afectivo. Cementerio a cielo, al viento, contra la iglesia esférica, simple, sentada, halada como un establo sin vacas, al imán del sol que desiste y a la lluvia que amaga con nieve nueva”. En ese espacio que es experiencia y recuerdo, en ese entorno adonde el presente y el pasado se superponen en la línea del verso o la anotación diaria, todo se transfigura en respuesta al oficio de atender con paciencia para encontrar en el lugar adonde se está el lugar adonde se estuvo. Así una ventana que se abre en la encrucijada de los Gobelinos, la proximidad de un río subterráneo en una ciudad que es ruina de otras ciudades, o el deambular meditativo de quien escribe en la lengua que ha perdido, lleva para Calveyra la suerte de ser “ambos horizontes superpuestos: el horizonte natal y el horizonte de hoy”.

Pero abrir una ventana en París y ver el campo entrerriano no es más que una epifanía. Por lo cual vivir en las epifanías de lo cotidiano es entablar una silenciosa y solitaria charla con el paisaje, aun donde este no está. La retribución a ese largo soliloquio llega con lo que se descubre en la intimidad del espacio. ¿Qué es el espacio si no “una promesa de encuentro”, un augurio de regreso, la dicha del viaje inmóvil hacia lo buscado porque se lo ha perdido, cuando no el simple lugar en el cual, por fortuna o fatalidad, se vive a diario interrogando su proximidad? Entre Mansilla y París la promesa de encuentro ha mantenido al poeta expectante; razón por la cual la atención de su charla ha seguido el hilo que oculta a las palabras pero que también las posiciona en su futura urdimbre de poema avecindado en la prosa. Pero al mismo tiempo, la atención ha estado puesta en la coloratura de lo urgente, en el ritmo de su insignificante éxtasis que lleva a afirmar que “cualquier rincón es capaz de albergar un cielo, disponer de su cielo, el más mínimo abrirse de ventana la transforma en receptáculo de cielos”. Aun así, descubriendo la secreta semejanza de los cielos de París y Mansilla que por supuesto tienen la forma de un dialogo, todo horizonte está hecho de esas caras que en una línea se encuentran en el borde de dos espejos que parecen uno. El jardín, como reverso del cielo, como contracara del espacio mismo, es el lugar sin tiempo adonde la poesía lo transfigura todo. ¿Dónde interpelar si no el reborde nudoso del aguaribay y el castaño, los filamentos de hojas lanceoladas en abedules y espinillos, el descomponerse acuático de la oreja de ratón litoraleña y el nenúfar de los impresionistas que los círculos concéntricos del agua estancada y el correr de un arroyito impulsan? Deambular por la ciudad, como de algún modo se deambula por las inflexiones de una lengua a través de sus barrios de lo decible y no, conduce hacia la promesa de todo lenguaje: el claro de la enunciación, la frondosa copa donde toda palabra se eleva, el ritmo irregular que delimita los senderos del verso. De este modo todo jardín es un espacio sin tiempo, sólo así puede ser el lugar adonde la memoria anegada fluye, el entorno en el que todo poema se vuelve búsqueda de lo perdido que nos reclama. En medio de la ciudad extraña, hecha de ese pasado que en libros y museos aún puede guardarse; lejos de lo propio que para Calveyra no es más que la inmediatez de un aire perfumado; ausente de la gravitación horizontal de lo infinito que una y otra vez se reitera en la monotonía de la verde llanura; expuesto finalmente a la aventura de superponer el paisaje invisible de luz y agua en constante precipitación a la distracción gris y estática de una naturaleza trazada en la medida de los espejismos urbanos, nuestro poeta despliega su realismo de interiores en el tiempo adormecido de un gran jardín que es mucho más que la pretenciosa diagramación del espacio: “El tiempo del Jardín de Plantas ‒donde en este momento unos obreros, pese a la llovizna de más en más cerrada, cavan tierra para una huerta‒ no es el tiempo de mi calle ni tampoco el tiempo de la plaza de la Contrescarpe virando en algunos lugares, en algunos momentos al gris livianito, así como tampoco el tiempo del río ‒tiempo de su luz ahora avanzando a toda vela para ir a perderse en el Sena: otros climas, otros pájaros, otros cañaverales…” Aquí la frase ‒negativa e inconclusa, y entregada a la deriva de esos tres puntitos que se asemejan al discurrir luminoso que quieren envolver, que quieren acompañar‒ no dice qué tiempo es el del jardín, no termina de decir qué pájaros son esos, qué cañaverales irrumpen y desaparecen; en realidad, la interrupción misma del discurso define a ese tiempo: es el de la detención expectante, el tiempo que transcurre no entre hechos sino entre imágenes que trabajan en contra de toda referencialidad, o que se disparan hacia lo incierto. Unir el Jardín de plantas y los Jardines de Luxemburgo en una imaginaria línea recta que conecta los espacios verdes de la ciudad ‒escribiendo en uno y otro, pasando horas en ellos, investigando su jornada y su historia natural; como hacer desaparecer la continuidad misma de sus laberintos de pasajes que todo lo extravían en favor de la diagramación de canteros y macizos de flores,  bancas a la sombra y fuentes equidistantes, no es más que buscar la pervivencia de un lugar sagrado; no es más que sacralizar un perímetro de calles que nos alejan del ruido como antaño los bosques marcaban el límite de lo conocido, la proximidad del misterio acercándonos a la transparencia de las palabras que en su oscuridad se pronunciaran. La promesa entonces de todo poema encuentra así su lugar en los instantes de un jardín. Es el poema ese jardín en el reverso de su espejo, o en la ventana abierta al horizonte del campo, la obediencia de sus árboles siempre enfilados.



¿Cuánto tiempo podemos estar rodeados de exuberantes plantas, pequeños insectos, gráciles pájaros y no percatarnos de que más allá de todo ‒la distracción, el ensueño‒ está la misma ciudad, los anónimos transeúntes, los monumentos de melancolía e indiferencia que la arquitectura, desde hace años, ha trazado una y mil veces a nuestro alrededor para que ignoremos quiénes somos? En realidad, cuando felices nos distraemos en toda versión adaptada de la naturaleza, no se trata de la duración del tiempo, de lo que éste otorga como engaño o remedio a las desavenencias del ego lo que podríamos entender como experiencia; en todo caso, lo que interesa en el espacio, aun a riesgo de no encontrar para ello un nombre, es la intensidad con la cual ese tiempo se pliega en la misma borradura adonde puede ser real o ilusorio. El Jardin de Plantas o el Luxemburgo de Calveyra no son más que lugares de olvido, asilos para los meditabundos, provincias de la infancia en los límites de los imperios que pertenecen a los adultos. Sin embargo, en ellos Calveyra encuentra el país de la poesía, ya que todo jardín tiene la morosidad necesaria para la realización del poema. Pero atención, que esta puede durar años o un instante; aunque poco importa, el resultado se mide en la emoción recuperada; no es el poeta entonces quien escribe, es más bien el niño que pide reparen en su mirada embelesada, en su voz para el asombro balbuceante. Es más, aquí ni siquiera se escribe, no hace falta ‒escribir siempre es otra cosa. En realidad, la asistencia perfecta que supone la permanencia en un jardín busca el primer instante de la percepción, su enmudecimiento que da paso a la fábula de ese niño-poeta o ese hombre-niño; fábula que no se fía de la mímesis de las cosas, sino que confía más en la indistinción de su mirada penetrante, esa que nos dice “me dedico a contemplar cada uno de los árboles, cada instante de hoja: una obra de arte posible”. De ahí que el jardín sea el entorno de la infancia; sin lugar para preguntas que requieran de respuesta“ignorante del porqué de la tarde, del porqué estar sentado, por qué el impulso que lo lleva a absorberse, a mostrarse ante las hojas, a deambular”– ese jardín lo único que demanda es la concentración del juego infantil: felicidad de la creencia que a la larga será tristeza de la descripción. Por eso a todo niño que juega lo despide en ese instante el poeta que luego remonta el tiempo para buscarlo. Los jardines están llenos de adioses que nos hemos dicho a nosotros mismos; estos son las voces que nos guían para volver al lugar en el que fueron dichos. Como la muda diferencia de las hojas que hacen único a cada árbol en esa imperfección que jamás se enuncia ‒ya que con solo ser gravedad de una forma existen como tal desprendiéndose de las ramas y acumulándose en los canteros, cambiando del verde al rojo-fuego‒ el jardín  –“manantial de eternidad inventado” dice Calveyra– propicia las palabras que delinean el perfil de un hombre en un banco de París que, a la vez, crease o no, es un niño en las barrancas de Mansilla junto al puente de hierro de las aguas del Arroyo Cle.



Confundir uno y otro, superponer rostros, enredar voces, replicar los movimientos de una y otra mano ya fantasma para transfigurar acaso solo una sombra, una ceniza animada, es tarea de la poesía; la que “en más de una ocasión, como quien aplica un oído a un caracol, por escucharlo murmurar había llegado a confundirlo con una frecuencia de su corazón”. El niño-hombre, que en el chorro de una fuente no deja de ver, por más gris que sobre él el cielo se cierna, la fluida transparencia del aquí y allá que los Jardines de Luxemburgo le otorgan; el hombre-niño, que al dejar su pieza de hotel para unir puntos inexistentes de la ciudad y coleccionar íntimas fotografías de un horizonte que ignora la presencia del océano en el atardecer del Jardín de Plantas donde se pierde; uno y otro, llamados por la poesía hasta ya no saber quién de los dos escribe o quien de los dos es buscado por ésta, cobran importancia solo cuando deciden terminar “ese poema comenzado en otro hemisferio”. Por lo cual, hay en todo poema un misterio hecho de agua y de luz, de proximidad y distancia en estos elementos que flotan sobre el paisaje. 



Hay un realismo entonces que como tal solo certifica la emoción; es el realismo de la búsqueda concretada, del hallazgo, de la devolución de lo que hemos perdido y que encarna en la suplencia que recubre a las cosas. Es el íntimo realismo que, como los detalles de una pintura, gusta detenerse en los pliegues y repliegues de una tela púrpura, un vestido, el lienzo de la fantasía que vale tanto por su materialidad como por su potencia metafórica. ¿No es acaso la vida esas irregularidades caprichosas, a veces en reposo y a veces en movimiento, las que solo podemos apreciar en un instante de atención? Tal realismo habilita todas las preguntas ocultas en cada línea y en cada curva al emerger de una sorpresa. Veámoslo si no. ¿Puede desembocar entonces la callecita de París, el rodeo de sus jardines, la luz vertical de sus estaques, en el camino de polvo y olvido, los altos eucaliptos y los copones dorados de nubes a lo lejos que lleva hacia una casa-escuela-con-jardín en Mansilla? En una de sus últimas visitas a Argentina Calveyra regresó a su lugar de infancia. El sencillo homenaje que le tributaron los niños del pueblo seguramente fue su más alto premio a tanta ausencia vuelta presencia. Las preguntas, su nombre en una calle, la ingenua pompa y circunstancia de una celebración rural, tal vez un timbre de voz y una inflexión en el lenguaje que diera cuenta del resto fósil allí abandonado, bastaron para comprobar que todo se dirigía hacia esa mañana o esa tarde del regreso. Mas de cuarenta años atrás el poeta había escrito “dos paisajes se reencuentran, ya se conocían entre ellos, más de una vez se habían descubierto puntos de contacto, ahora se encuentran en mi mirada de esta hora que se llueve con techumbre de choza abandonada”. Así la expectación en los jardines franceses lleva hacia el realismo del poema, el cual, como un viejo mapa ya borrado por la incesante consulta, conduce hacia la certeza de que la vida se orienta y se cumple en una vocación. Volver al paisaje, al jardín-de-campo que puede ser miniatura en el poema, no solo restituye la convicción íntima de que en lo que abandonamos algo aún queda, sino que también demuestra que en lo abandonado hay una promesa de futuro. Entre el poema y el regreso, que es lo mismo que decir entre la literatura y la vida, no hay más que ajustes y corroboraciones que el afecto troca en verdades. Por caso, hubo hace tiempo el caminar de un niño que “ahí estaba, en medio de la plaza de su pueblo, riéndose de sí y de todos el idiota, la mañana de sus ocho años, la luz apagada de su cuarto de niño, el gran amor muerto de dar voces”; y también, hubo hace tiempo un hombre en los Jardines del Luxemburgo, un recién llegado al Jardín de Plantas que, “como niño que se queda a solas sentado en el pasto conversando con la luz”, ahora camina hacia el fin del horizonte solo para corroborar que ya ha escrito el poema, que ya los dos hemisferios se encuentran en un solo gesto.



     Más que un lugar o una edad la infancia es todo lo que ya jamás veremos. Tal vez por eso cualquier jardín vanamente la repite en sus flores que se marchitan, en su atmósfera de libaciones solitarias que desaparecen, en el juego de lo viviente que resplandece y se oculta. Lo que en todo jardín vemos remite a lo que hemos visto por primera vez; he allí la nostalgia inocente, demasiado ingenua y, por lo tanto, aun doliente; pero sin embargo nuestra, intransferible. ¿Volverá alguna vez aquello que solo una vez, junto a nosotros como tal, estuvo próximo sin necesidad de pensar o nombrarlo? ¿Será cierto que ello nos fue arrebatado en un sinsentido de crecer y crecer para solo añorarlo? Ahora que somos víctimas de lo que vaya uno a saber dónde está, lo que se ve es el menosprecio de lo cotidiano, la desnudez raquítica de la vanidad quejosa e ignorante que nos demanda el vicio del reconocimiento. He aquí por qué en cualquier jardín no es su contorno irregular o simétrico lo que nos interesa, ni el verde intenso después de la lluvia lo que nos llama, o la nocturnidad propicia para el olvido lo que sentimos próximo; en realidad, lo que en cualquier jardín buscamos es el descubrimiento de ese verde, la lluvia del pasado que en ese instante no lo era, esa primera vez que la noche, posándose en el punto indistinto de la tarde ya olvidada y el crepúsculo incipiente como pura expectativa, fue el lugar contrapuesto del acuciante verano; y que por lo tanto, al descubrirlo, solo posibilita el olvido tan querido de uno mismo que con dichos hallazgos llega. ¿Cuándo escuchamos el parlamento del grillo? ¿Cuándo la lengua de la araña con su poema de labor y de muerte? ¿En qué momento todo entreacto se desvaneció como la corola de una flor que el viento dispersara? Hay en el lento caminar de Calveyra, en el aplomo de sus manos por detrás que denota no sólo su desplazamiento en el espacio sino también su paso a paso en la memoria; hay, de seguro, junto a la línea infaltable de árboles, que interrumpen el campo en los bordes del camino asaltado por la incipiencia del monte, esa luz tamizada por la irreverencia del aire; hay, desde ya, por supuesto, en el azar del disparo que posibilitó el fantasma de esta imagen, una orientación que finalmente conduce a lo invisible. Tal vez esa fotografía quiera decirnos que ya todo es resto del tiempo; resto en constante transcurrir que, como un extraño juguete a cuerda dañado en su interior, se ha vuelto motivo absoluto de la infancia. Solo así, el jardín que se visita, o el jardín en cual se está, es siempre un jardín perdido y asediado por recuerdos. Todo jardín es entonces la miniatura exterior de esos recuerdos, un souvenir del pasado, la radiografía que desnuda al ángel de la melancolía.

El primer jardín que recuerdo, el que por estos días busco en mi memoria, perteneció a mi bisabuela. Es el fondo de su casa el que vuelve mientras escribo estas palabras al seguir la invitación de un fantasma; por lo tanto, es una imagen, un recuerdo, un paisaje visitado y explorado por un niño ‒inventado antes que recuperado, habría que decirlo. Tal vez lo que más me sorprende en lo que puedo recordar al sumergirme en la languidez de toda evocación, es esa capacidad de reducción que ella trajo consigo desde el campo a una casa en una ciudad de la llanura. Todo debía estar allí, la inmensidad de lo abierto, su coloración infinita y lo que esto traía consigo; todo debía caber en la intimidad trazada por el cerco final de esa casa. Aunque ahora que lo pienso, no hizo más que reproducir lo que veía, darle continuidad en una pequeña escala a lo que siempre la rodeaba. Lo íntimo entonces se lleva consigo, o al menos, con esfuerzo se lo vuelve probable, cierto en su presencia invisible. Como si debiera trasladar lo esencial de una vida rural a menos de cuarenta metros de fondo, ahí están, puedo imaginarlos ‒que es la forma más real de verlos‒ el gallinero de la tapia y su alboroto de plumas, el monte de margaritas y su zumbido de abejas, la higuera de una esquina y su prohibición de visitar con el sol en lo alto, la quinta en su cara norte y su saber de todo el año, el duraznero junto a la mesa de piedra, las dedaleras en racimos blancos y fucsias que llamaran a las hormigas, las dalias en febrero, las amapolas desde mucho antes ‒ni bien la primavera llenaba todo de azares, el croar de ranas y el temor que hasta hoy les tengo, el concierto de insectos con el vuelo de las libélulas y la monotonía de las chicharras y el estallido en madrugada de los escarabajos negros y dorados cuando al apagar la luz nos retirábamos de la pequeña galería, el costado de las escaleras repleto de geranios magenta y su circunferencia de gramilla siempre verde, la continuidad de un pasillo de servicio, que se prolonga en una parra con infinidad de plantas en pequeñas macetas de las que solo veo formas irreconocibles respirando bajo la lluvia de enero al final de una tarde tórrida, y utensilios, sobre todo utensilios de latón, es lo que más veo, es lo que más hay, es lo que recuerdo, objetos del pasado, de las primeras formas que yo intuí que tenía el pasado ya sea en una regadera pinchada, un bebedero que fuera de animales rodeado de fuentones y palanganas con nenúfares, y en diversos cuchillos que oficiaban de cortadores de tormentas, o en una palita oxidada que ella usara hasta estrados sus noventa años aun cuando se le prohibiera “hacer el patio”, cosa que, tozudamente, hizo hasta último momento con una azada de mango blanco y herrada a dos puntas, y que viniera de otro siglo al siglo en el que yo naciera, y que, por supuesto, aún conservo porque creo que el tiempo habita esos objetos. Recordando este ramillete de impresiones me pregunto si la intimidad de ese jardín o de esos momentos queda reducida solo a eso, impresiones, nombres, formas transmitidas en la pulsión de la falta que estructura todo lenguaje. Creería que no, que la emoción se las ingenia para engañarnos y llevarnos siempre al corazón de la escena deseada, apelando a la anécdota, a lo que potencia lo íntimo y lo expande, como los círculos concéntricos que una piedra, al caer sin más que la inercia de su peso, desencadena sobre la superficie del agua. A los detalles y las invenciones de una locación para la memoria ‒un estímulo probable más no preciso‒ le sigue el motivo, la trama de una acción que, desde el pasado, trae nuevamente la espesura real de cualquier momento. ¿Cuál es entonces la intimidad de este jardín, la que lo vuelve real en su interior de puertas adentro; la que lo hace regresar al presente de forma morosa en la mañana mientras escribo y lo busco, ya no en mí, sino en la dolencia de enero que me impide apartarme de lo que siempre hago: volver sin moverme a los lugares donde estuve?

Un recuerdo sentimental regresa y con él todo vuelve incierto pero intacto. Un verano durante varios días comencé a escuchar en el fondo de esa casa, contra la tapia de ladrillos colorados, a la siesta, voces de niños, risas, constelaciones de palabras alrededor de algún juego o ritual propio de esa edad. Para mí en ese tiempo la voz de otro niño podía significar dos cosas; o el temor a que sea cruel, es decir, más grande que yo y más desenvuelto y por lo tanto capaz de burlarse de mi timidez y torturarme; o que simplemente fuera la felicidad de cierta compañía, un recreo a mi introversión que una y otra vez volvía sobre el mundo de los adultos en el cual solo participaba de observador acomplejado, pues notaba la pertenencia a mundos distintos, y eso, indefectiblemente, me llenaba de tristeza al saber que, algún día, yo también sería uno de esos adultos. La distracción, que siempre obedece a los mandatos de la fortuna, había dejado a mano una escalera con la que subí para observar la procedencia de esas voces. Con torpeza y vértigo llegué al filo de la tapia y, apenas asomándome, no vi a nadie, tan solo un patio vacío y completamente extraño. En vez de flores distribuidas en canteros, en vez de árboles ordenados y cuidados ‒al menos así imaginaba yo como mi paraíso el paraíso de otro niño; en fin, en vez del trabajo que mi bisabuela pusiera en esa porción de tierra al fondo de toda casa, lo que vi me pareció monstruoso y fascinante. A los costados en grandes mesas de madera se acumulaban piezas de motores, engranajes de diversos tamaños y tipos, barrales engrasados y oxidados, carburadores y bombas de agua cubiertos de hojas, ramas, polvo, viejas llantas gigantes y todo cuanto uno pueda imaginar de objetos que hagan a máquinas agrícolas y su funcionamiento puesto en suspenso cuando no ya imposibilitado por algún desperfecto. El abandono en el fondo de esa casa tenía la forma de un museo del horror, el mismo que consigo trae toda chatarra acumulada, toda osamenta metálica de un interior revestido que a esa edad pocas veces vemos. El mismo abandono, que con el tiempo yo entendería como la orientación hacia otros intereses, se había apoderado del escenario en el cual, ingenuamente, había escuchado esas voces jugar, hablar, prolongarse en la tarde y luego, cuando me iba a dormir, como duda en mi cabeza respecto a si eran ciertas, a si existían. En vez de macetas, filtros de aceite en desuso; en vez de jardineras, racimos de bujías; en vez de rastrillos, radiadores herrumbrados que aun guardaban restos de mariposas naranjas, amarillas y blancas se acumulaban por todas partes. ¿Dónde estaban entonces las voces que yo había escuchado? ¿Dónde la promesa de distracción en alguien más? ¿Dónde esa continuidad de mi propia infancia vuelta la necesaria voz de otro que me haría olvidar de mí mismo? Me decepcioné y así regrese a lo que, hasta el día de hoy, mejor he sabido hacer: estar solo, inventar para el tiempo un deambular de horas y días; precisar la fábula de un remedio disuasivo para que el dolor ‒que por más que sea un instante punza como un ponzoñoso aguijón‒ se disuelva. Durante un tiempo no escuche más nada; pero en las siestas ahí estaba, ensimismado en mis distracciones que pasaban por juegos y atento a lo que pudiera escuchar más allá de la muralla, aferrado a esa primera atención que se parecía ya a un deseo insipiente. Ansioso, una que otra vez trepé a esperar la voz o voces que a esta altura ya había reproducido mil veces para mí. Hasta que finalmente un día, entrada la siesta otra vez, cuando salí al verano de una luz muy blanca, escuché risas, murmullos, palabras de otro idioma más genuflexo a lo sentimental que el mío. Dos hermanas jugaban bajo la sombra de un paraíso que oscurecía casi todo el patio desde el centro hacia los lados, rodeadas por las carcasas de hierro que su padre, un vulgar doctor Frankenstein de la vida a combustión, acumulaba. No recuerdo bien cómo llamé su atención o qué palabras intercambiamos por primera vez para así atraernos, pero sí recuerdo que durante varias semanas nos mostramos tesoros pertenecientes a uno y otro lado de esos mundos; acaso ellas sus muñecos maternales que la época les imponía como un horizonte; acaso yo los recientes belicosos personajes de la animación norteamericana o japonesa que producía robots, guerreros musculosos y demás ídolos de una masculinidad dudosa. Lo que sí recuerdo es haber armado pequeñas canastas llena de flores, hojas, colchones de trébol y laurel que recolectaba de mi lado y que traficaba hacia el otro porque creía que seguramente envidiaban la explosión de colores, los chinescos dibujos de las ramas en el suelo y las demás formas que hacían a la atracción misma de todo jardín: embelesar. Sin embargo, más embelesado estaba yo, que no discernía cuál de las dos hermanas era más hermosas; apenas si podía intuir a una mayor que la otra y, en esa diferencia, a una más cercana y posible y a otra más distante y lejana. ¿Habré inventado ya una pequeña vida para ellas, habré robado argumentos de los mayores disfrazándolos de peripecias a la medida de un niño, les habré prometido la habladuría de mi inteligencia a cambio de que mi timidez se olvidara al menos por unos instantes? No recuerdo nada de todas estas conjeturas que, aun así ‒fantasmales e inciertas‒ me resultan más que verosímiles o ideales para una proyección de mí mismo que me mantenga airoso en el recuerdo. Pero sí recuerdo el tiempo, literalmente el tiempo sosteniendo un equilibrio que solo la proximidad del fin de la siesta hacía trastabillar. Como el narrador de Proust en Del lado de Swann, o el mismo Keats en su Oda a la melancolía, me convenzo de que en esta anécdota todo vuelve y debe ser a la vez buscado porque solo así se corrobora que efectivamente es nuestro; como Gilbert del otro lado del cerco de espinos, que llama cual una flor a ser admirada y luego poseída, sin importar qué metamorfosis la tenga por objeto; o como Fanny Brawne agitando las últimas pulsiones de un moribundo, que solo podrá hacerla suya en el frenético ritmo del verso al mirar las escalinatas de Piazza di Spagna desde su ventana romana, yo tuve por primera vez, en las tardes que compartimos con esta suerte de compañeras de juego, la fuerte impresión de querer pasar las horas junto a alguien, el deseo de retener un detalle que me salve ante los días, la animosa excitación de idolatrar una imperfección hasta desvanecerme. Qué amarga es ya la soledad cuando la infancia la sabe la contracara de una alegría perecedera pero intensa. Y aun así qué indómita la compañía de lo que hemos experimentado cuando la madurez nos hace volver a las voluptuosidades de la infancia. Sin embargo, como todo lo que ante uno se presenta, también la desaparición hace su trabajo. De repente no más las voces, no más las risas; aun pasando horas en la contemplación del patio ajeno, nada de todo lo anterior volvía a aparecer. Regresé entonces a lo de siempre, un mundo absolutamente privado que bajo la forma de plantas, insectos, sombras y luces me retenía con la pócima de su filtro de amor solitario. Durante tres largos meses, lo que por ese tiempo duraba el receso de la educación primaria y pública, era cuidado por mi bisabuela, mi abuela y mi tía abuela en ese pequeño país del pasado que ellas supieron hacer durar mientras duraron; luego de tantos cuidados, pero también luego de tanta lasitud, simplemente volvía al feliz exilio de los inviernos de nieve y cielos de un gris-afantasmado que, acaso no eran más que el anuncio del meditabundo por venir. Con los años descubrí que todo jardín que viera guardaba los entreactos invisibles de esa mascarada estival. Yo también entonces como ellas, llevo en mi mirada la ausencia de algo en la fantasía que he podido erigir; acaso la misma que intuyo aquí, cuando las veo dejar la vida rural para marchar a la oculta tristeza de los pueblos-ciudades, y que retrataran con el telón de fondo de su campo-paraíso, el cual me regalarían en su miniatura entretejida con rosas, malvones, santa ritas mojadas por su llanto nocturno.