Los escribas y la hueste - Agustina Perez

 

Este año que al fin tiene la deferencia de desaparecer en cuestión de segundos nos congrega hoy. Aquí estamos, como antiguos, como anticuados, ante un fuego que es el hazmerreír de la intemperie.

Pero igual hacemos esto y aquello, esto, que es congregarnos alrededor del fogón como lo hacían los primeros hombres, y aquello, que es lanzar jaculatorias en los términos propuestos por las Sagradas Escrituras: tanto una breve oración como una invocación a través de frases cortas, repetitivas.

Este es un texto escrito como una invocación a la hueste. Escrito en una pancarta. La pancarta dice: Escribas del mundo, uníos. Y lleva un subtítulo: quien quiera oír, que oiga.

Yo digo —y no es, como se dice con liviandad, un decir— que hay dos éticas. Está la ética dudosa de los autores, que escriben Literatura. Y está la ética de los escribas, que le dan a la mano para trazar, trizando, la piedra que Dios dejó a Moisés con los mandamientos, para tergiversar la Palabra Mayúscula, que siempre es Orden y Mandato. Los escribas, aunque empleen lapiceras o procesadores de texto, siempre guardan, en la mano izquierda, un estilete. El estilete es una herramienta anacrónica de escritura, pero también una daga con filo. Porque, como dije, los escribas escriben sobre piedra. Escriben, rayados, para rayar. Para cortar. El íntimo cuchillo en la garganta: Borges, Kierkegaard, Abraham. Y, claro, Osvaldo Lamborghini.

Los autores —lo dice la etimología del término— son la autoridad. La voz de mando. El poder. Conciben la literatura como un Patrimonio Universal que es gestionado —hasta esta palabra dicen: gestionar. Son, a no dudarlo, un poco empresariales. Dicen, digo, que la literatura está gestionada por las instituciones. La academia, los premios, la prensa. El “el campo cultural” de la actualidad.

La etimología de los escribas es muy otra. Escribir viene de una raíz indoeuropea relacionada con la idea de rayar. Porque antes de la pluma, se escribía haciendo incisiones. Los escribas son así, dados al raye y al corte de los Mandamientos y su autoridad tosca, mezquina. Ya hablé de la piedra.

Y voy a hablar de nuevo. Voy a decir que Víktor Shklovski, escriba ruso, dijo que la Palabra (minúscula) hace de la piedra más piedra. Nos acerca, y no nos aleja, como ese lenguaje poco feliz que es mera abstracción y ausencia, a las cosas.

Pero, ¿qué es la escritura?

Emily Dickinson escribió una Carta Magna de la afectación física que produce toda escritura. Escribió: “Si leo un libro y hace a mi cuerpo entero tan frío que ningún fuego puede templarme, sé que eso es poesía. Si siento físicamente como si el tope de mi cabeza fuera arrancado, sé que eso es poesía. Esas son las únicas dos rutas que me permiten apearme. ¿Hay otra ruta?”. La respuesta es taxativa. La respuesta es “no”, no hay otra ruta. Emily Dickinson. Emily Dickinson usa —en presente, más vale— el rebenque del guion largo y la fusta de la puntuación corta. Rayas, incisiones, corte. Emily Dickinson propone una nueva tangente en los caminos del decapite, que no se decide entre trepanación y seppuku. Porque elegir es percutirse, corromperse —lo declara otra escriba rusa, Marina Tsvetáieva. Pero, a su vez, y no son proposiciones contrapuestas, anotar es decidir —la frase es de Lamborghini: Osvaldo.

Primera palabra, de Tsvetáieva, elegir. Elegir proviene de la raíz recoger, y, como todos saben, la recolección es la única actividad de supervivencia permitida por el pilatos de sol. Actividad de acatador sin chistar, ominosa.  ¿O acaso no dicen las Sagradas Escrituras que acontecerá que si obedecéis cuidadosamente mis mandamientos que yo os mando hoy, de amar a Jehová vuestro Dios y de a servirle con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma, yo daré la a lluvia de vuestra tierra a su tiempo, la temprana y la tardía; y recogerás tu grano, y tu vino y tu aceite? Los autores recogen el fruto vil del mandato de la autoridad, que es otra forma de decir actualidad, y ese es el material para sus prolijas producciones que hacen sonreír lascivamente de júbilo al poder al que amparan. Los autores eligen al servicio de que causa ponerse. Los escribas, en cambio, tienen una sola causa. La causa justa, la tituló Lamborghini, siempre Osvaldo. ¿Y no fue acaso Lamborghini quien dijo que no escribía, que no elegía, sino que tenía la escritura toda adentro?

Los escribas, bueno. Ahí la cosa se pone rea. Un mandamiento implícito es no trabajar la tierra. Pero, como dijo algún líder militar y campestre, que casi es decir pampeano, la tierra es de quien la trabaja. La página, también. Y los escribas quieren la piedra, la materia, las perlas. Quieren trabajar para deshacer lo que hay que hacer. Todas esas cosas que implican necesariamente una labor del borde o del des. Del raye, del rayarse, del inscribir. Héctor Libertella dijo: no comunicar, transmitir. Y la cosa, esa cosa rea, va por ahí.

Los escribas van llevando y trayendo, corriente subterránea y a la vez aérea, que atraviesa los siglos. Porque la escritura de los escribas no es, como la literatura, un asunto reciente de instituciones. Sino que apela a una temporalidad anacrónica, de a saltos, donde toda Sagrada Escritura es una Nueva Escritura. Y no es una contradicción. Es, más bien, una dicción en contra. Como siempre, hablamos de oponernos a la opresión del poder y del mandato del lenguaje. Y de los autores.

Del otro lado, la segunda palabra de Lamborghini, anotar. Durante siglos, en el caso de anotar, se creyó tontamente que la raíz se vinculaba con el verbo conocer. Esto tuvo consecuencias lógicas en la conformación de una concepción de literatura como asunto de Estado, de instituciones, de Patrimonio Universal. La literatura, desde estas perspectivas, permitiría conocer el mundo, a nivel intelectual. Lo cierto es que recientemente, en 1991, quizá el día de mi cumpleaños, Peter Schrijver propuso para anotar otra raíz, vinculada con el verbo sentir, sugerentemente más atinada, y de corte netamente perceptivo, táctil, físico. Material. Anotar, entonces, podría decirse, es percibir. Lo que hace la escritura no es otra cosa que empotrarse contra el cuerpo, afectándolo, para que perciba.

Lamborghini, el menor, fue explícito: Vea cómo fue: fue como ver. ¿Acaso no dijo el escriba Víktor Shklovski que el arte se encarga de prolongar la percepción, arrancando, como quien cercena una cabeza del tronco, del automatismo? La respuesta, taxativa, es: . Lo dijo. Y dijo también que las mujeres del mundo humano son incomprensibles. Los hombres, también. Dijo: que la vida del mundo humano es terrible, obtusa, estancada, inelástica. Y dijo: que nosotros nos comportamos en el mundo como locos para ser libres.

Los autores se unen en tendencias, corrientes, grupos. Los escribas, en cambio, se congregan ante el fuego de la zarza de la hueste. Como locos sí, boludos no, remedando la frase que el Lamborghini mayor atribuye al menor.

Ahora voy a hablar de una película de Takeshii Kitano, Muñecas. En esa película, hay con un delgado cordel de gasa que une a dos que se irán, de la Tierra Reseca, hacia las Últimas Poblaciones. Hablo de este cordel porque los escribas están unidos por la misma cuerda roja que ataba a estos dos, en esta película. En ese escrito filmográfico, Sawako, comprometida con Matsumoto, intentó suicidarse, sin éxito, cuando Matsumoto rompió, por presión familiar, el compromiso con ella, para contraer nupcias ilegítimas con una acaudalada. El suicidio de Sawako, la mujer abandonada por la prepotencia del poder como mandato, no fue exitoso. Pero lo que sí logro Sawako, con maestría digna de admiración, fue volverse loca, loca de rematar. Fue volverse una página en blanco. Su consciencia quedó en blanco, como una nieve. Ya volveremos sobre la nieve, a ver a dónde nos lleva.

Matsumoto, el casi-marido de la lela con dinero, se retiró de su ceremonia de bodas. Rompió, a último minuto, el pacto con el poder. Como los escribas, él también corretea detrás del destiempo. Eso, primero: retirarse del casamiento, o cachamiento, como dice el tango. Pero retiró, en un después que es casi un al mismo tiempo, a Sawako del hospicio en el que había sido confinada.

Y de allí en más estos dos erraron. Digo dos porque Franz Kafka dijo que la escritura son dos en un castillo. Y el castillo, que es la intemperie, son las Últimas Poblaciones. Y la errancia.

Sawako y Matsumoto atravesaron, hasta fatigarlos, climas y geografías. Iban atados el uno al otro por una soga roja. Huelga aclarar que “atados” es un modismo. Que el cordel no es un hilo rojo de unir, es una soga roja, de desatar y desacatar. ¿Qué? El automatismo. La vida en piloto automático.

Peregrinaron.

Matsumoto y Sawako, tras peregrinar las geografías, llegan al blanco. A la nieve. Acaban resbalando pendiente abajo por una montaña escarpada. Acaban resbalando por la nieve blanca, por la página. Caen por un precipicio. Son ellos el alud. Tras el trastabille, acaban, o mejor dicho empiezan, porque empezar es un lamentable seguirla, colgados, por la cuerda, de la rama de un árbol. Sobre un precipicio. Suspendidos. Tal es la experiencia de lo escrito, el borde y el des. La tensión y el irremedio. El hazmerreír de la intemperie. Pero también la percepción táctil del frío del que hablaba Emily Dickinson.

Lo que es Sawako y Matsumoto, hablar, no hablan nunca. En lugar de comunicar, Sawako y Matsumoto transmiten por gestos. Frases corporales, cortas, repetitivas. Sobre todo por el soplo. Sawako se obstina con un juguete. El juguete es una foca plástica con una pelota y una suerte de silbato, una suerte, ciertamente. Cuando ella sopla, la pelota se eleva. La altura es y no es vertiginosa. La elevación se percibe, físicamente, como un vacío a cierta altura del tórax. Y presagia la Caída final. Como si se abriese en el cuerpo un precipicio. Estas frases corporales, cortas y repetitivas, no son otra cosa que jaculatorias: oración e invocación. No hay otra forma de orar que no sea invocar. Y acá se invoca a los escribas de la hueste. Que son pocos pero, como las brujas, que los hay, los hay. Invocar a los escribas de la hueste. En eso estamos.

Entonces, para empezar a escribir un final, un último apeo, en El Palomar, de Francisco Magallanes, cofrade. En una frase —la frase tiene una raya, ¿por qué? sencillamente porque sí, diría Lamborghini, que es lo mismo que decir sencillamente porque escribe. La frase dice: “Las luces de la autopista en la madrugada / era todo lo que nos movía”. La raya-guion de Tsvetáieva, la de Dickinson, son horizontales. Las de Francisco son en vertical y están ladeadas, como beodas, como dormidas. Así se escribe cuando vuelve uno del desierto, para perderse en las Últimas Poblaciones mejor. Así se escribe, en un estado de suspensión. La raya es vertical porque el libro de Francisco, El Palomar, es un libro sobre dos alturas: la altura solar del tanque de agua, y el piso al ras por el que va el remi, rayando —¿cuándo no?—, porque el remi es un automóvil que conduce no solo pasajeros, sino toda una política estética: quedarse al ras de la cosas. Francisco escribe, como suele darse en la cofradía, al ras del macadam, del asfalto, para el raye mejor. Por eso, también en la novela se asegura que “el cielo es de quien lo vuela pero la calle es nuestra”. Esto, y esto es lo que digo, son las nuevas escrituras. Que es lo mismo que decir las Antiguas Escrituras. Quedarse al ras. ¿Cómo? Inscribiendo, arrasando con el deber ser de la literatura como cuestión de Estado. Las Nuevas Escrituras, como las de Francisco, están traccionadas por las luces artificiales de la autopista incrustadas con la luz eclesial del alba, por algo de la traición a la literatura entendida como institución, y por otro tanto de darse al trayecto, una diagonal tendida hacia lo concreto de las cosas. Arena de verdad, como esa que pisan los camellos.