Una pelota y dos paletas para ensayistas y novelistas - Francisco Bitar

 

a Flavio Lo Presti y Paula Puebla

 

 

Creo que si hubiera a disposición dos paletas y una pelota, el novelista crearía el tenis mientras que el ensayista inventaría el ping pong. No es que uno y otro estén interesados en dedicarse a un deporte, menos a estos en particular, pero sí podría interesarles, creo yo, lo que se pone en juego allí: el sentido de desafío en el tenis, la operación sintética de un arte mayor, el diagrama del ping pong. Porque el ping pong se parece a un croquis del tenis: es el tenis en chiquito. Y sin embargo, el ping pong no devuelve solamente una miniatura sino que es la miniaturización más las leyes de un diseño: ya no será la suya la historia de un desafío, ni siquiera de uno pequeño, sino la historia de una formalización, de un pensamiento que se debate consigo mismo. 

 

La elección de los verbos no es casual, si es que creación e invención pueden diferenciarse por el tiempo acumulado en cada una. El novelista crea, porque desde la concepción del relato hasta su concreción está el largo trecho de su construcción, lo que supone un trabajo en general arduo. Al inventar, en cambio, el ensayista llega de inmediato a la realización de su ensayo, quitando el trabajo del medio (a esta operación automática se le llama idea). Una vez allí, en el final que es su punto de partida, deriva las incidencias de la idea en una serie de notas que podrán desdecirse entre sí pero que dejarán intacto el corazón bombeante del planteo.

 

Otro modo de diferenciar creación e invención es por lo que voy a llamar una visión de conjunto, dada por el modo en el que aparece el dato que los desencadena: con imprecisión en la novela, de manera evidente en el ensayo. Como la información embrionaria de una novela siempre es difusa, el novelista debe aclarase a sí mismo su importancia: el relato es la historia de esa aclaración en la que el narrador se cuenta a sí mismo la validez del impulso inicial. Para el ensayista, el comienzo no necesita ningún esclarecimiento: está todo dado desde la concurrencia de la idea, que funciona por iluminación.

 

Pero lo que nos importa es metaforizar ambas posiciones mediante una pelota y dos paletas. Y bien, tengo la impresión de que el partido de tenis, al igual que la novela, queda todo por delante, mientras que el partido de ping pong parece haber pasado hace un momento: los jugadores (si es que se puede llamar así a esos oficinistas de camiseta y pantalones cortos) se encuentran para decidir al ganador mediante el trámite gozoso del juego; pero lo importante parece ya haber sucedido. En el tenis, los jugadores salen a la cancha para empezar con el partido; en el ping pong —donde ni siquiera hay cancha a la que salir, sino una mesa o escritorio— los jugadores colaboran para terminar de cerrarlo. 

 

Que uno haya desembocado en el tenis y el otro en el ping pong, es, claro está, una cuestión de perspectiva. El narrador, por la necesidad de ir hacia un global, mira de lejos y obtiene una visión espaciosa, panorámica: el panorama tiende a la continuidad de sus líneas, que es con lo que trabaja el novelista para darle la vuelta completa a su proyecto. El ensayista, en cambio, si es que logra alguna distancia respecto del ensayo, lo hace solo al comienzo, a la altura de la idea, con su objetivación. De allí en adelante, alternando entre explicación y argumentación, mirará de cerca y, si se aleja, lo hará por un momento y unos pocos centímetros, para comprobar el rendimiento de la microscopía que acaba de agregar. Así, el narrador asesta el golpe mirando hacia adelante, hacia un horizonte que incluye la red, el adversario y lo que hay detrás y a los costados; el ensayista no aparta la mirada de la pelotita, atento a la más ligera alteración de su vuelo.

 

Toda esta consideración sobre la perspectiva puede apreciarse en los tiempos clásicos empleados en uno y otro: el pasado en la novela y el presente en el ensayo. El pasado se abre frente a la novela (o detrás de ella) a la manera de una distancia, con todo el territorio a la vista y por ocupar; el presente del ensayista trae consigo la cualidad pringosa de todo presente, en cuya espesura cuesta separar los elementos que a él concurren: el ensayo, igual que su forma temporal, devuelve la impresión de hacerse mientras se hace: es el testimonio de su inestabilidad constante.

 

La del tiempo verbal es, en última instancia, una consideración del espacio: en la novela, puede verse de antemano, por el bloque de tiempo que el novelista cortará del pasado para construirla; el ensayista, ocupado como está en medir lo significativo del presente, no es capaz de saber del espacio que ocupa sino es por adivinación. Su método será el del tanteo: si la novela transcurre en la habitación espaciosa e iluminada del pasado, y el novelista se prepara para amueblarla, el ensayo ocurre en la habitación oscura del presente, y su arte consiste en distinguir, al tantearlas, las siluetas de los elementos que ya están allí, y que es preciso sacar a la luz desde la idea.

 

(Es por esto, entre otras cosas, que el ensayo ingresa en territorio de la escritura, porque su forma ofrece sólo un control parcial, invadido a cada rato por la contingencia propia del acto de escribir. La novela, acaso por lo precario de su información inicial, intenta hacer pie en la forma concreta de un verbo pasado, que la ofrece a la manera de una entidad: no como lo dado de la historia sino como lo inalterable del discurso. El ensayo, por su parte, templa lo sólido de su desencadenamiento con una forma vacilante —sujeta a accidentes más o menos controlados, a revisiones en vivo— propia del tiempo presente).

 

Pero no sólo el tiempo verbal le ofrece al novelista un sustento: también lo hacen los personajes, unidos siempre por un conflicto. Entre tenistas, este conflicto se extrema hasta la aniquilación: son enemigos, y al cabo del partido uno de ellos quedará eliminado, un eufemismo que sin embargo nos recuerda que alguno debe morir. Es por esto que toda contienda deportiva se convierte automáticamente en narración, no por el enfrentamiento, o no simplemente por eso, sino por lo que el enfrentamiento inaugura: el tiempo del partido. O sea: el tiempo de la narración, que inicia con el choque entre los personajes y que se cierra cuando esa alteración declina o vuelve a equilibrarse con la eliminación de uno de ellos (y que en su conjunto dará como resultado la novela).

 

El ensayo, por su parte, está impedido de apoyarse en los personajes: su estado es justamente el de una suspensión. Así  puede verse también en el ping pong, donde los jugadores, como ya dijimos, no juegan a hacer perder al otro sino a mantener la pelotita en el aire; si el juego se detiene para reanudarse en un nuevo saque no es porque el adversario lo hubiera forzado, más bien parece deberse a un desperfecto, porque uno de ellos cometió un error o porque el otro decidió que este tramo había llegado a su fin.

 

Todavía más: se diría que al ping pong, con jugadores de un aspecto similar pero no idénticos, se juega de a uno, frente a un espejo. Uno, el de abajo, pega desde un lado, y el otro, desde arriba, pega de la misma manera y desde el mismo extremo, aunque invertido. Esto es así hasta que el reflejo falla. A partir de entonces, el juego no avanza hacia un nuevo punto sino que se reanuda, retomándolo, se diría, desde el principio.

 

 Lo mismo pasa con el ensayo: la idea inicial tiene el aspecto de un conflicto (al menos de uno interior) que haría avanzar mi reflexión en un sentido preciso, inaugurando un tiempo. Pero de inmediato compruebo que esta reflexión se ve asediada por otra que, si no la contradice, al menos la matiza, pero le impide consolidarse: la llegada de una nueva impresión, de la mano de la idea, demora la meditación anterior hasta detenerla o alterarla, y lo mismo con la que viene: cada párrafo equivale al simulacro de un tiempo que muere antes de lograr desplegarse. El ensayo es entonces el equivalente de la imagen que voy a buscar en un espejo que falla, por demora o deformación.

 

Así, el tiempo en la novela se consume en los modos en que cada personaje tramita el conflicto. Esto, para el novelista, supone una oportunidad de estilo, amplificada por los recursos a la interioridad, los diálogos, las descripciones, etcétera, y equilibrados todos ellos en un registro. El espectro estilístico, en el caso del ensayista, se reduce a un ejercicio ascético: como el jugador de ping pong (y al contrario del tenista), debe concentrarse y reducir al mínimo el margen de movimiento, obligado como está a la exactitud. El recurso a alguna floritura podría distraerlo de la evasión que verdaderamente importa: la del presente, es decir, la de una miniatura que está siempre a punto de perderse de vista.

 

Desde luego, a este tratamiento del tiempo en cada uno (el tiempo férreo de la novela, el tiempo fallado del ensayo) le corresponden también modos diferentes de aproximarse al final. En la novela, el final, por mucho que se difiera, está garantizado por la extinción del conflicto en un nuevo equilibrio, y cada línea abierta en el transcurso, al menos cada línea estructural, encuentra allí una confluencia (y que podría resumirse así: uno de los tenistas gana, el otro muere); en el ensayo, cansado de no poder avanzar sino hasta su propia demora, el ensayista se detiene en cualquiera de sus alternativas, con la impresión de haber sido testigo de una claridad pero sin sacar nada en limpio de ella. Bueno, lo mismo pasa cuando, cansados de pronto de ver un partido de ping pong, y extinguido el sortilegio que nos hipnotizó durante un rato en este juego de reglas extrañas pero resuelto con pericia, cambiamos de canal.