La interrupción, la vida - Rafael Arce

 

No sé de qué escapábamos, más bien escapábamos de todo, de la ciudad, de la gente, del mundo, y escapando del mundo escapábamos de nosotros mismos en el mundo, en todo caso o por ello mismo, no escapábamos de nada sino, más bien, nos encontramos de pronto inventándonos una fuga que nunca terminaba de cumplirse.

 

Pablo Farrés

Literatura Argentina

 

Cada vez que salgo en mi kayak a la Laguna busco alejarme de las playas con sus paradores atronadores de música para idiotas y me interno en las nuevas islas que deja la bajante del Paraná, tratando de que me envuelva el silencio. Llamo así a la inquietante música de la “naturaleza”, si puede denominarse de ese modo al imaginario abandono de la civilización. Desde el confinamiento del año pasado y la bajante histórica, la Laguna se ha poblado de una vida animal que, apenas el navegante se inmiscuye, deja sentir su amenazadora, o en todo caso poco hospitalaria, presencia. El alivio al comprobar que el reguetón ha desaparecido, y con éste el rumor de lo humano civilizado, cede rápido a una incomodidad o inquietud, la de un espectral silencio tanto más espeso por cuanto amortiguado por esa música de esferas que conecta con mi cuerpo biológico y desconecta de mi conciencia que se quiere, en vano, soltar.

Desde hace más de diez años, desde que lo practico, fantaseo con hacer algo con el kayakismo: escribir una novela, un cuento, una crónica, un ensayo, un diario o lo que sea. La paradoja es que, en la presunta desnudez ontológica del errabundeo por la Setúbal, cuyo nombre aborigen es Quiloazas (dejo la pala suspendida sobre el kayak y que la corriente me lleve), cuando mi mente se vacía un poco del estruendo humano, me llegan impulsos o ideas o frases para escribir, que no tienen nada que ver con la práctica. Los quiloazas, ¿andarían en kayaks? ¿Estaría reiterando un gesto ancestral, mucho más remoto y arcaico que el criollo montar a caballo, al fin y al cabo un animal europeo? Tal vez andaban en canoas. ¿Es el kayak un invento de esquimales? ¿No había kayaks en la batalla final de La misión (la vi hace casi treinta años)? Me he prometido vagamente un estudio sobre el tema, lo que siempre postergo. Procrastinación que forma parte de una más grande, la de hacer ese algo.

El silencio de la Laguna me recuerda un ensayo postergado. Una vez se me ocurrió una idea para El silenciero de Antonio Di Benedetto, pero era tan lacónica que no daba para un artículo (aunque el laconismo sería coherente con su obra). A mediados de año, me escribió Liliana Reales para invitarme a participar de un dossier sobre el autor en la revista Zama. Había que entregar el artículo a fines de noviembre. La convocatoria me halagó (mi trabajo sobre Di Benedetto era, entonces, reconocido) y, además, como a todo investigador de CONICET, la posibilidad de participar de un dossier, es decir, esquivar el coñazo de la evaluación, o pasar por un referato blando, era demasiado tentadora. Sin tiempo, acepté y prometí un artículo sobre el dístico El silenciero-Los suicidas. Me dije que podía abordarlos aceptando la clave del existencialismo. ¿Por qué no? Años peleándome con esa filiación, pero ¿qué sabía yo, al fin y al cabo, del existencialismo? Juveniles lecturas, mal digeridas, de las novelas de Sartre y de Camus, discontinuas visitas a ensayos, vulgata y prejuicios (somos posestructuralistas, ergo, rechazamos a Sartre), enormes baches (nunca leí El ser y la nada). Después de todo, yo había escrito sobre el existencialismo y La vuelta completa de Juan José Saer, novela injustamente subestimada. Podía hacerlo. Es más: tenía que hacerlo, tomarme en serio la relación.

El año pasado, el antiguo capitán de la travesía Cayastá-Santa Fe, Juan Manuel “Juanchi” Moretti, me propuso hacer algo con las aventuras de Norberto “Patón” Luna. El proyecto no pasó de su etapa preliminar. El Patón (le debe su apodo a una pierna ortopédica de titanio) es un personaje conocido, incluso fuera de Santa Fe, por hacer largas travesías que duran semanas, solo, bajando por el Paraná desde Chaco o desde Formosa. Hace unos años, Juanchi empezó a acompañarlo, porque el Patón ya no está para esos trotes solo. En algunas jornadas en las que ni siquiera grabé, porque eran la introducción a los preliminares de la tarea (¿crónica tipo Relato de un náufrago?; ¿ejercicio a lo Puig?; ¿ficcionalización novelesca a partir de las experiencias de otro?), el Patón me contó algunas de sus aventuras y Juanchi introdujo no pocas acotaciones y adendas. Pensé entonces una conjetura, del todo inverificable, acerca de la separación contemporánea entre la experiencia (en el sentido lato de la Erlebnis) y la narración literaria. Los que viven aventuras, no escriben, y los que escriben, viven vidas burguesas poco interesantes (yo mismo, con mis berretines de kayakista amateur, pretendía sustraerme al dilema). ¿No sería un buen ready-made que la escritura se limitara a pasar en limpio la experiencia de otro? Encuentro un pasaje de Tununa Mercado que no vendría exactamente a cuento, pero que sacado de contexto puedo conectar con la idea:

 

Escribir ajeno sería resolver, por escrito, el acarreo incesante de textos que se han ido fijando en capas sucesivas, dejando vastos territorios aluvionales que se agregan y desagregan al escribir y sobre los que no se tiene conciencia. Lo ajeno es como la memoria que configura, el código que reproduce sus marcas a medida que se lo provoca con el correr de la letra. Nada más propio entonces que lo ajeno que se fusiona con el cuerpo de la escritura y cuya forma se asume, como si en su ajenidad hubiera estado esperando el lugar donde implantarse, no para parasitarse sino para producir intercambio e interrelación.

 

Lo de “territorios aluvionales” me parece una imagen muy a propósito para un relato ajeno sobre el río y las islas. Por alguna razón, en la escuela primaria aprendí que Santa Fe estaba situada “en un valle aluvional” y el concepto no se me olvidó nunca.

Dos semanas después de la invitación, llegó un correo colectivo en copia oculta (¿quiénes serían los otros invitados al dossier?)  en el que Reales solicitaba un título y un abstract y anunciaba como deadline el 31 de octubre. Vagamente inquieto y confusamente molesto, le escribí explicándole que no podía entregar tan rápido un resumen, porque sabría de qué iba a ir el trabajo recién cuando comenzara a escribirlo, y que por favor me aclarara el tema de la fecha límite, porque en su invitación me había dado otra, que ya de por sí era apurada (“espero que la premura no lo desaliente” había escrito esa primera vez). Nunca obtuve respuesta. Por supuesto, no volví a escribirle. Me pregunto todavía si se trató de negligencia, grosería o las dos cosas.

La idea para El silenciero era más o menos la siguiente. Según entiendo, el narrador de esa novela no está loco ni mucho menos. Sencillamente, ha desnaturalizado la presencia de los ruidos de la civilización. Tampoco diría que es hiper-sensible. Podemos pensar al revés: el narrador es el único sensible y el resto de la humanidad, a la que no le molestan los ruidos, es la que ha obturado la sensibilidad. Esta experiencia puede tener un sentido alegórico o también metonímico (no lo tengo muy claro). Supongamos que en vez de la escucha del ruido se tratara de la visión de gente pobre (se puede permutar con muchas cosas). Es lo mismo, solo que, en este caso, el protagonista se convirtiría en militante barrial o trataría de mejorar la situación en las grandes ciudades (y en las pequeñas). El problema es que en El silenciero no hay nada que hacer. Pero ¿no siempre es así? Cada vez que se desnaturaliza algo, ¿qué se puede hacer sino sufrirlo? El narrador de El informe de Brodie, después de su estadía con los Yahoo, siente asco cada vez que alguien abre la boca para comer. Después se le pasa. Al silenciero no se le pasa nunca. Es más: busca el ruido o, mejor, sus oídos lo buscan, justo cuando no está. Su mal no es el ruido, es el miedo al ruido (así como el insomnio, escribió César Aira, es el miedo a no poder dormir).

En el silencio, o falso silencio, silencio preñado de música extraña, de la Quiloazas, le daba otra vuelta a la idea. Para el animal humano, el silencio no solo es imposible, sino que además es, probablemente, más inquietante que el ruido. El hombre prehistórico abominaría del silencio como de cualquier falsa calma que preludia la invasión de lo extraño. El narrador de El silenciero huye del ruido porque desea, es decir que teme, el silencio, que en su pureza no puede más que engendrar la sensación de que se va a interrumpir o, también, ese halo que lo rodea como lo inquietante de lo que todavía no se produjo, pero se anuncia.

Di Benedetto sufría del mal. En España, después de su encarcelamiento en Argentina, en el que sufrió, sobre todo, la suciedad y el ruido, exiliado y como extraviado, le pedía a Saer los tapones para oídos que venden en Francia, mucho más eficaces que los que conseguía en España. En El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, de Haruki Murakami, un científico inventa un dispositivo para hace desparecer todos los ruidos y sonidos, y llenar el espacio con un silencio artificial. Creo recordar que, en una cámara de silencio, el viviente humano escucha, después de unos minutos, su propia circulación, respiración y ritmo cardíaco.

Cuando voy al río a buscar la desconexión y me encuentro, en contraste, con las ganas de escribir, es la inversión exacta de estar trabajando en la computadora y distraerme a cada rato, o encontrar excusas para interrumpir. De eso se trata, de la interrupción, la de la tarea, pero también la del ocio. Una se interrumpe con la otra. Abominamos de ella, pero en definitiva no hacemos otra cosa que buscar la solución de continuidad (expresión que siempre encontré enigmática), esperarla, quererla, tentarla. Interrumpir la vida para vivirla o pensar que vivir no es otra cosa que interrumpir la vida (la jornada, la vacación, el día de la semana, el domingo). O la interrupción de la vida es la catástrofe y nada más vivible que el acontecimiento catastrófico, no porque se pueda experimentarlo, sino porque la vida, al interrumpirse, se experimenta como ella misma.