Diario - Juan Bautista Ritvo

 

[Las siguientes entradas corresponden a fragmentos de los diarios inéditos de Ritvo]


Lunes, 13 de diciembre de 1999

Signo de los tiempos: me he comprado el libro de Landow sobre Hipertexto. Leo allí que el cursor, “ese elemento gráfico parpadeante” simboliza la introducción del lector en el texto.

Con seguridad, esta modificación del espacio de la escritura y la lectura reivindica también viejas prácticas ya olvidadas: escribir cartas, apreciar artesanal y amorosamente los distintos tipos de letras que la imprenta ha elaborado paciente y maravillosamente desde la época de Gutenberg; diagramar una página no con criterio de diseñador sino con el gusto mallarmeano por quebrar la monotonía de la linealidad:  tres tipos de letras en un párrafo son, ya, un esbozo de palimpsesto.

Puedo decir con respecto a esto lo que un crítico musical dijo de la música de Ondina de Henze: que era una obra moderna, “artificializada”, construida no con un lenguaje inédito, sino mediante una reunión de materiales heterogéneos, transportados en bloque, “filtrados” de manera compleja, que recuerdan a la vez a Stravinski y a Tchaikovsky. Es, para mí, la tradición con la que me siento a gusto, en la que inserto a mis decadentes.

 

*  *  *

 

No hablar de mí, salvo indirectamente. Las notaciones atmosféricas pueden ser más interesantes que las consabidas “introspecciones”.

Anoche, por ejemplo, las nubes avanzaban de un modo imponente; estaban bajas, muy bajas y aquí al lado del río el panorama es más cautivante.

Nunca supe muy bien qué quiso decir Eliot con su famoso “correlato objetivo”; me parece, sin embargo, que implica no hablar directamente de alguien (¡menos de uno!) sino practicar el rodeo de la dramatización, al que la música no es ajena.

Por ejemplo (y ahora lo estoy escuchando) el número 23 del ballet Ondina; el buque levanta el ancla y entra en alta mar: la explosión orquestal adquiere un relieve, una amplitud, una generosidad, conmovedoras, únicas.

Ante la inminencia del cambio de siglo busqué las huellas del otro cambio de siglo, el del XIX. Creía que el Diario de Bloy habría de incluir algún testimonio sugestivo. Revisé la edición de la BNF que figura en Internet, y busqué semanas y meses y años hasta llegar al 31 de diciembre de 1899. Decepción. Se limitó con su feroz impiedad a despotricar contra los protestantes que bebían, comían, encendían fuegos de artificio e ignoraban la gloria ultraterrena del Señor.

Más interesante es el correlato que nos ofrece William Beckford, el autor de Vathek, quien a partir de l796 nos cuenta Pascal Pía– empezó   a construir su Escorial personal en Fonthill, una suerte de abadía sobre la que se elevará una torre de unos noventa metros. El 1º de enero de 1800 Beckford verá, finalmente, a su torre que, entre dos flechas de menor tamaño, “saludará al nuevo siglo”.

Entretanto, nosotros saludamos al nuevo siglo que es el comienzo de un nuevo milenio, con gestos apocalípticos y huecos. Hoy, por ejemplo, leo en Página 12 Rosario que Savater, reiterando con su acostumbrada falta de rigor los lugares comunes de los medios –en este caso del New York Times– sostiene que “Hitler es el paradigma de nuestro siglo”. Apocalipsis cum figura.

           

Martes 14, por la tarde

Todo es contaminación. Hay virus de las computadoras, cada vez más terribles. Hay, por cierto, HIV. La más frecuente alegoría de la degradación del padre en Los Simpson, nos presenta a Homero rodeado de latas vacías –muchas, en proliferación– abandonado, sucio. En Seinfield el auto de Jerry es invadido por un olor asqueroso que contamina todo: ropa, pelo, muebles. Procesiones de ecologistas –el nuevo mito actual de la naturaleza incontaminada– limpiando a pingüinos cubiertos de petróleo. Imágenes favoritas de la televisión: una gigantesca mancha de petróleo que se acerca a las costas, mientras espectadores impotentes –que parecen evocar algún coro trágico, sensación reforzada por el gusto en insertar músicas de Wagner o de Shostakovich– contemplan el horror.

Contaminación y busca de pureza: tarot, gimnasia tibetana, sexo esquimal, ropas y verduras ecológicas, lucha a muerte contra las carnes rojas y las bebidas blancas. Una anécdota repugnante: alguien que se confecciona su propia ropa y predica la autonomía radical, al levantarse se bebe su primera orina de la mañana.  Al parecer, posee un fundamento metafísico.

(He empezado diciendo “todo”. Este también es un signo del tiempo: no hay “todo”. O, en todo caso, hay diversos todos.)




Lunes 20, cerca de la medianoche

Dia tranquilo y no obstante desolado: separación de S.

Después de mucho tiempo recuerdo un sueño que tuve la madrugada entre el domingo y el lunes; sueño siempre interrumpido por la desagradable tarea que tenía que hacer a la mañana siguiente (hoy): pagar impuestos atrasados; cola larguísima de gente desconcertada; uno de ellos, dice: “Los pequeños nos amontonamos para pagar y los grandes arreglan todo por teléfono para no pagar nada”.

Yo lo miraba con un libro sobre Lugones, Güiraldes y Borges en la mano, que no tenía ganas de leer: mi vida entró en el desierto y no se trata del de los árabes: en Buenos Aires Diana me habló, y me llamó la atención su referencia a una psicoanalista de origen palestino que tenía “la sensibilidad del desierto”. Quizá monotonía, intensidad, mística de la extensión sin límites, pobreza y dignidad precapitalistas y un algo más en el giro de la expresión que lo capté y luego se me perdió. Cuando yo hablo de desierto se trata del melodrama de los sentimientos, de la retórica del énfasis, de una pose que, no obstante, oculta algo desolado y que rara vez quiero contemplar: el giro del siglo que termina, el giro de mis años en la cercanía de los sesenta.

(El giro de la vida vivida que se acumula en las arterias del alma y en los distintos planos de la cristalografía de lo que los psicoanalistas llamamos pedantemente fantasma.)

El sueño:  llego a una casa que, tengo la certeza, es o ha sido mi consultorio, pero ahora está ocupado; en una sala amplia (que vagamente evoca los techos y las altas paredes de una mansión del Renacimiento) hay un bautismo; yo estoy cerca, pero, atemorizado contemplo las cosas sin mezclarme, aunque comprendo que me involucran. Hay una mujer que creo reconocer que está cerca como si anunciara, desde un escritorio –veo que es rubia, muy rubia– algún espectáculo siniestro, fúnebre. A mi  derecha, al girar la vista veo dos cajones: en uno de ellos hay un muerto pero, inexplicablemente, no es él el que está ahí sino una especie de simulacro cuyo rostro es una cabeza (¿animal?) con un pico que parece más el de un títere que el de un ídolo;  en la cama de al lado hay otro cajón dentro del cual veo una figura humana, quizá de comienzos de siglo, como esas que suelen aparecer en las fotografías de familia, emblemáticas de la época. Esa figura es, más bien, una figura de cera. Todo siniestro y sin embargo todo en efigie y en ausencia, para usar los términos de Freud.  Mi hijo me pide algo y luego se va; lo veo bajar las escalinatas, amplísimas, rumbo a un parque, me quedo solo y le muestro a S. el sentido del sueño, pero solo alcanzo a mostrarle un ridículo pantalón que con unos tiradores están sobre una de las camas que poco antes ocupó el muerto.

 

Viernes, 24 de diciembre, por la tarde, 16.45

Hay algo ridículo y patético en esto de anotar no solo el día, sino la hora; habría que agregar alguna notación climática. Esos diarios de tiempos revolucionarios en los cuales mientras uno sabe se están ejecutando o torturando personas, o hay movilizaciones de las masas o del ejército, en los cuales el que escribe, meticulosamente anota cuánto pagó la carne, qué sucio o limpio está tal o cual rincón de la calle, si hace calor (en este momento hace, desde luego calor, pero que yo sepa no hay ninguna revolución inminente.)

La tranquilidad de un día desactivado; pero a mí las fiestas me sacuden y mucho más de lo que quiero reconocer.

Escribiría una palabra, quizá mágica: inminencia.  Si puedo escribirla aún estoy vivo.

 

*  *  *  

 

La eternidad por y para el detalle. El detalle es como la interrupción de la descripción fenomenológica (ver luego el texto de Derrida sobre Levinas). Pero no porque uno renuncia a ella, sino porque se impone algo indescriptible: Levinas interrumpe su fenomenología antes de llegar a este límite y por ello su obra está marcada por, cómo decirlo, lo edificante.

(Hay quien se queja de la falta de intimidad de la computadora; antes se levantaban idénticas lamentaciones con respecto a la diferencia entre la escritura a mano y la Olivetti, etc. etc. Mas, en realidad, desde el momento en que escribo, así sea con la pluma de ganso, estoy fuera de mí. No hay nada más convencional que el lenguaje de los sentimientos: cuando se codifica, urgido por la necesidad de “ser autentico” se torna absolutamente “folletinesco”: el folletín, ya se sabe, no solo expande la paranoia familiar, también es y hasta el hartazgo un puro encadenamiento de generalidades muertas: “Ante la tremenda noticia, se levantó como un resorte y lo miró con mirada llameante…”.

Yo mismo soy uno de esos desconocidos en que me multiplico; por cierto, hay certezas y radicales; pero esas certezas apenas tienen contenido positivo y su modelo podría ser el del protagonista de “El derrumbe” de S. Fitzgerald: algo se había quebrado, bruscamente, para siempre, y la certeza de ello había ganado totalmente al agonista. Hay certezas de felicidad, inexpresables, salvo indirectamente. Y, no obstante, lo incomunicable se comunica. Es como si a partir de un centro último y en constante desplazamiento, como si fuera un planeta errante, se edificaran incesantemente diversos géneros culturales por los cuales estamos atravesados, concernidos y en los cuales desempeñamos diversos papeles que no se comunican ni integran entre sí.

Así vamos desde un centro descentrado a una serie de descentramientos que se centran en el yo y siempre que nos inclinamos sobre la grieta, la perplejidad nos inunda. Cuando nos alejamos de ella entramos en el mundo del placer, mundano; en el que nos sentimos tan cómodos como el actor que ha representado su papel innumerables veces; hasta puede darse el lujo de olvidarse algunas líneas e improvisar, con la ilusión de mejorar el libreto.

Esta noche vamos todos a desempeñar nuestro libreto con escrupulosa imbecilidad. Saludos, besos, bocinazos, excitación mecánica de los más jóvenes y depresión de la senectud. También habrá, desde luego, sueños de dignidad procesional, de esfuerzo heroico; también la procesión de los miserables, mayor que nunca, incesante, porque muchos de ellos ya ni gueto poseen.

Este paréntesis es demasiado largo y no sé dónde cerrarlo; quizá aquí, como para dejar implícito lo que no puedo articular.)




25, por la tarde

Uno de los peores días. Como un chico que se apodera de las cosas y luego no sabe qué hacer con ellas. Si no pudiera escribir, me sentiría mucho peor, casi destruido. O, quizá, haría algo más vulgar, salutífero. En síntesis, escribir forma parte de la enfermedad y a la vez es una protesta contra ella.

Un fragmento de Calende greche, de Bufalino podría representarme: “Sputa le frodi, le tenerezze, le accidie, le invidie, le collere, i disinganni, le estasi; i mattini come cervi, le sere come colombe; l’ondulazione del mare, la scorza degli arboscelli, i profili delle colline; la pioggia sul tetto, un mezzogiorno d’ agosto...”

(Para él el universo era una “metástasis loca”)

 

Aquí, junto al río, un calor siciliano.

Bufalino: “Mi vida como la de cualquier otro no es más que un batir de pestañas entre dos tinieblas: un espejismo”.

 

Martes 28, por la tarde.

Ahora comprendo a Bloy: en los momentos míticamente eficaces, uno sólo puede referir cosas sin importancia; insignificantes, y hasta estúpidas. El maestro de la plegaria sigue siendo Kafka: como el camino de la verdad –en el sentido teológico del vocablo– está cerrado, es preferible para testimoniarla abordar la vía de la mentira, o lo que es mejor, porque el término “mentira” es aún demasiado melodramático, la mejor vía es la que permanece opaca al sentido y abierta al testimonio de las “escrupulosas insignificancias”. (Obviamente carezco de pureza para sostenerme en tal vía)

Una vez más Bufalino: “...io il più delle volte traduco da una lingua e da un testo che fingo di conoscere e non conosco: me stesso...”

 

El mismo día por la noche

Todos los equívocos de la psico-historia están en esta frase de Gay: “... el funcionamiento de la civilización: el control de los deseos y la demora de las gratificaciones en la mente humana”

Desde luego, ¿pero ¿qué entendemos por control, funcionamiento, civilización?

¿Se trata del pasaje desde el “mundo exterior” a la supuesta “mente”? Hay que evitar las afirmaciones masivas, así como suponer el dualismo del interior y del exterior, la conciencia o el inconsciente, en este caso da lo mismo, y la “realidad”.  Cuando se dice que la “civilización” reprime se dice algo por un lado obvio y por el otro obtuso. Desde luego: el orden simbólico (y no quiero favorecerme de las “evidencias” que quieren resolver todo apelando a esa “palabra-murciélago” que es la contraseña lenguaje: digo simbólico para designar algo que incube a un cuerpo de enunciados efectivamente pronunciados pero que, como lo quiere Foucault,  están en lugar de otra cosa; otra cosa que es la estructura de la enunciación) impone restricciones, que son la condición del placer y del deseo; pero cuando se extrapolan estas nociones y se las confunde con el economicismo del marxismo salvaje, entonces civilización significa algo así como el poder material que se abate sobre las almas, especialmente de los proletarios, los nuevos herederos de Jesús.

Claro que Gay, a pesar de su incesante mezcla de lo empírico y lo estructural, tiene enormes méritos, al menos hasta donde lo he leído. El burgués que se abre paso a codazos, el burgués de una sensualidad extremada que no se conforma con los módicos recursos libidinales de su mujer legítima, son prototipos, tanto como la bête noire de Flaubert. ¡Sin el mito del padre terrible (terrible y estúpido) nada entenderíamos de nuestro siglo!

Ha mostrado, sin embargo, una enorme capacidad para captar la variedad de la experiencia burguesa.

 

Miércoles 29, por la tarde

La conversación de anoche en el restaurante: ese afán de mostrarme único; siempre en guerra; siempre solo; un personaje que me defiende contra la depresión, pero por unos momentos. Luego la soledad. Dialogando con sombras de interlocutores: alguna vez alguien no fue mera sombra. Alabar a Heidegger frente a la superficialidad y frivolidad francesas, despreciarlo, empero, por su desconocimiento de los ingleses y del sentido que ellos tienen de la variedad de la experiencia; enfrentar a ingleses y alemanes con la movilidad de los franceses, etc. ¡Una tarea agotadora! Sin embargo, más allá del personaje aburrido y aburridor, creo hay alguna verdad: no la del eclecticismo, precisamente; sino la del que está constituido como una suerte de patchwork, una colcha de retazos que caracteriza a nuestra cultura aluvional: entre retazo y retazo, entre costura y costura, la interrupción. En esa juntura estamos.

 

El mismo día, más entrada la tarde.

Desde mi ventana se ve la plazoleta, ubicada de tal modo –sin duda resto topográfico de las vueltas y revueltas de lo que alguna vez fue terreno del ferrocarril– que permanecen un poco al margen del ruido tanto la plazoleta como la calle donde vivo, en un departamento del primer piso con vista al frente. Poco más allá la avenida y luego la costa del río. Hasta hace pocas décadas no existía la avenida Illia y la costa estaba separada de la gente por el paredón del ferrocarril: era casi imposible correr por allí: yuyales, refugios de ratas y hasta de víboras, pozos; también cueva de linyeras. En la cuadra en que vivo casi no quedan construcciones bajas, que eran las que había; casas bajas y depósitos, en un triste territorio en plena Pichincha, en continuidad arquitectónica y social con Refinería, asiento en otro tiempo de pequeños talleres con pocas máquinas y muchos obreros y patrones familiares: el mundo peronista.

(Por aquí ni las casas, humildes, hechas por maestros mayores de obra o simplemente por obreros más o menos calificados, han quedado: casas de prostíbulos y de almacenes y de fondas de la época en que la estación de trenes era un foco de atracción, no sólo policial.)

En los textos de Francis Korn es evocado el mundo de la inmigración de italianos y españoles –fundamentalmente de genoveses y catalanes, al menos por estas zonas‒  y  la sólida ambición de construir casas de ladrillos en la ciudad: por años más casas que inmigrantes –y ella no se refería  a las casas señoriales.  En un texto periodístico que vi hoy por casualidad recuerda la sorpresa de los visitantes extranjeros (desde Clemenceau a Pirandello, a ellos los nombro yo, pero no hace diferencia) al ver todo en construcción, al avanzar en medio de una maraña de andamios, cartelones, telas, mezcla, ladrillos, y comprobar con asombro el mundo que parecía desplegarse ante su visión, como emblema en el Sur de un Progreso que daba la impresión de que se ausentaba para siempre de Europa.

¿Dónde dejó huellas ese mundo? Es fácil hablar de la memoria colectiva, la cual o es un altruismo o es una notoria falsedad. Es preferible hablar de doxografia, la que se transmite en forma reticular de generación en generación, con intersecciones oblicuas, de grupo en grupo, de familia en familia, trama que también de generación en generación sufre mutación, reinterpretación, reordenamiento. Doxografía que se eleva a la dignidad del mito cuando es interrogada en su materialidad literal.  Si se examinan los enunciados registrados por el periodismo, por los diarios familiares, por la historiografía, se observa que, a través de los anacolutos, los silencios, las trabas enunciativas interrumpidas por bruscas oleadas de locuacidad, es posible captar cómo se transmiten el Infierno, el Purgatorio, el Paraíso, cómo quedan estas instancias unidas, frecuentemente, a expresiones ya en desuso y que a veces son incomprensibles para la generación actual.

Los relatos de inmigrantes no eran precisamente relatos de cultura. He revisado cuantas veces he podido las viejas bibliotecas de abogados y médicos vendidas por los familiares con prisa y sin criterio a cualquiera. En la mayoría (pienso en la de Lisandro de la Torre) predominan los textos franceses, sea el que fuere el origen racial del coleccionista. Hay más libros escritos en alemán que en italiano y muchos de los libros escritos en la lengua toscana estaban en poder de intelectuales de ascendencia inglesa.

Fueron los descendientes los que leyeron a Carducci, se entusiasmaron con Pirandello, gozaron a Puccini. O ellos mismos cuando aprendieron a gozar, tardíamente, algunos de los bienes de la civilización (cuando en Rosario vivaron a Caruso y ocuparon carruajes y se vistieron de etiqueta y vistieron a sus hijas con vestidos blancos y largos y esbeltos, quizá creyeron que habían llegado, por fin, al Paraíso al que sólo podían aspirar los Señores de la Tierra). Y bien: lo que transmitían, hasta la infección sentimental, esos relatos era la pasión elemental, conmovedora, por la sangre y la tierra, oscuros desencuentros, oscuros encuentros, miserables parcelas de tierra disputadas hasta el asesinato, gente olvidada y nunca más vuelta a ver, tierra miserable embellecida por el recuerdo,  por el cuidado con que de año en año se la pulía de brutalidades, se la despojaba de lo más sórdido como para que quedaran, como ingenuas postales sentimentales, nimbadas de una modesta y no obstante punzante sensación de reino perdido.

(En la literatura de Roberto Raschella esa lengua ha sido sublimada, pero es perfectamente reconocible; junto con Zama de di Benedetto, son un testimonio único de la nostalgia, la sensación de exilio perpetuo y sin remedio de quien  ya no está ni aquí ni allá, como en la anécdota de un romano que después de medio siglo vuelve, por fin, a Roma y  regresa a la semana porque no podía ya reconocer a nadie y sus amigos de juventud habían muerto, algunos en la guerra, otros en la cama de sanatorios.)

 

Por la noche

Mientras tomaba un café por la tarde con L., puse las manos igual que Sciascia en una foto: la mano izquierda que toma a la derecha un poco por debajo de la muñeca, en un gesto a la vez de abstracción y de abandono. ¿Qué me fascina de él luego de tantos años?  La suya es la frase amorosa de un diletante superior: ingenioso, disperso y sin embargo atento, capaz de demorarse largamente en la lectura de textos seleccionados un poco al azar; pero (y este pero es para mí esencial)  que al transformarse en escritura  se adensan y condensan al máximo, abandonando todo el peso de la enunciación a algún detalle incidental para que transmita el cansancio pero también la alegría, la moral erigida en un absoluto y no obstante ese absoluto no puede, en ningún caso, ser dicho; en fin, lo que transmite tiene mucho que ver con la posibilidad de construir un relato lineal, sobrio, ejemplar, de apariencia convencional y hasta apático, el que no cesa, por sus márgenes, de perderse en el laberinto de la confusión contemporánea. Se ha dicho de Sciascia que es un practicante de la razón (Diderot) en un mundo (Sicilia) de la sinrazón. Es una imagen un tanto simplista. Bufalino ha dicho, a propósito de Sciascia que “muestra la ambigüedad de la verdad y la imposibilidad de la justicia en un mundo que tiene necesidad de ambas”. Bien. Ambigüedad e imposibilidad que nadie podría justificar, salvo con razones abstractas, es decir, sin cuerpo, sin acudir a la “sicilianidad” del mundo contemporáneo. Sicilianidad no quiere decir mafia, corrupción, violencia injusta. Sicilianidad quiere decir, antes que nada, y de esto creo Sciascia posee el secreto como bien lo advirtió hace años Calvino, perduración de los lazos de la tierra, la sangre y la tumba, perduración de los lares y penates, perduración de los feroces dioses subterráneos ‒por algo el sur de Italia empieza en Cumas, sitio de la Sibila, sitio desolado y  misterioso– perduración de la vecindad en contra de la ciudadanía, del prejuicio en contra del argumento, de la mirada calcinante y controladora en contra de la perspectiva errante, del desierto, el sol y la densidad del negro total, en contra de la luz suave y transparente, de la miseria no obstante protectora de la aldea, en contra de la infinitud de la ciudad.

Sin embargo, la ciudad carecería de peso específico, sin la densidad del desierto y la aldea y su ferocidad étnica debe ser llevada a la luz si no queremos estancarnos en lo edificante, en la moralina sin moral: el democratismo contemporáneo es tan blando y hasta formalista, cuando no francamente tonto, precisamente porque deja de lado el “sicilianismo”.

 

Lunes 3, por la noche

El 31 a la noche en Buenos Aires; el primer fin de año en este lugar y uno de los pocos fuera de la familia de origen. Sensación extraña: sin pesadez, sin entorno que me recuerde la estratificación de los años, sin gestos superpuestos que evoquen las pequeñas diferencias (en monótona pendiente hacia la caricatura, hacia la grieta). Solo con mis hijos y en la casa de J.M. Hasta las 23 veía desde la terraza el paso incesante de los coches, que se interrumpió poco antes de las 24. Algún coche patéticamente rezagado todavía giró por la esquina, apurado, poco después de que comenzaran los fuegos de artificio. Pobres. Pobrísimos. En todo Buenos Aires fue así. Pero como uno estaba, en el momento de los besos y los abrazos y los deseos y los etc. etc. en un rincón de Almagro, la reconstrucción del “efecto 2000” dependía, para nosotros como para todo el mundo, de la televisión y la radio. Al no haber un acto central (¡qué pobreza simbólica la de este gobierno sólo preocupado de  que no hubiera ni desorden ni aglomeración ni trastorno, castamente retirado al sur del país para brindar y llevando a la televisión mundial [sin ella el “efecto 2000” habría sido una mera yuxtaposición de festejos coordinados bajo el poco imaginativo recurso de multiplicar el  brillo de una lucecita por millones y millones] el espectáculo kitsch de un bailarín famosísimo y convencional y un músico sensiblero. ¡Respetable Argentina!

Yo veía esas tontas cañitas y los petardos idénticos a sí mismos desde hace años, décadas, quizá centurias. Todos repitiendo los mismos gestos ‒y aquí me encuentro, pero de manera más liviana y soportable, con la superposición de los recuerdos, las imágenes, las sensaciones. Un fondo punzante de tristeza.

Lo único nuevo era el temor; apenas el reloj marcó las 12 me fijé en la computadora del hijo de J. Impecablemente decía: “1 de enero de 2000”.

Los primeros que se asomaron a la calle lo hicieron con cierto temor; no habían sido necesarias las velas, los teléfonos funcionaban, Nostradamus podía volver a su tumba por lo menos por un año: como para los iluministas del calendario el siglo aún no culminó, habrá que esperar a que termine el 2000...

Como buen católico, apostólico, barroco, romano, histérico y herético, me hubiera gustado estar en Roma y más precisamente en la plaza de San Pietro: según cuentan todo era allí un brutal desorden, hecho de confusión, gritos, borracheras, supersticiones, semáforos paralizados, calle atestadas del modo más increíble.