Estudio - Carlos Surghi
En una de las entradas de su diario sobre
la natación a cielo abierto en los estanques de Hampstead Heath, Al Alvarez
describe una instalación del artista italiano Giancarlo Neri que de un día para
otro irrumpe en el paisaje. Esta consta de una silla y una mesa, las cuales
tienen dimensiones gigantescas que se magnifican por la austeridad del diseño.
La instalación se llama El escritor,
y, por supuesto, lo que da título a este artefacto es la figura que falta.
Alvarez, que nada todas las mañanas en invierno y verano, esquivando multitudes
y reparando en la naturaleza de ese enclave pantanoso en las inmediaciones de
Londres, describe esta instalación como “amenazante y solitaria” al verla desde
el estanque de Highgate contra la claridad del cielo, los contornos de los árboles
y su colina por detrás, como si él mismo se hubiera convertido, por un instante
entre brazada y brazada, en uno de los cisnes o garzas que compiten con los
nadadores en esos negros espejos de agua.
Hay
un registro fotográfico del evento en internet que ahora no puedo dejar de
mirar. Sus nueve metros de altura de una estructura de acero enchapada en
madera oscura llaman mi atención. En esa fotografía la gente diminuta recorre las
ocho patas que se elevan hacia el cielo; caminar entre ellas, fingiendo ser un entendido
del arte contemporáneo ‒paso a paso, las manos por detrás, impostando la
atención‒ es la acción más próxima para participar de la obra y, a la vez, es
lo que aleja a esos pequeños personajes que, por demás, aparecen empequeñecidos
como si un conjuro los hubiera alcanzado al hechizarlos. ¿Serán habitantes de
Londres u hormigas? me pregunto un tanto ingenuamente confundido por los trucos
de la escala en la construcción del objeto. Algunos tuercen el cuello y lo direccionan
hasta donde pueden en actitud de contemplar y tomar dimensión de la magnitud de
esos muebles en los que nadie se sienta y que nadie utiliza; otros se tumban a
su sombra, indiferentes, impasibles a cualquier tipo de atención, creyendo que
el arte contemporáneo es una broma, una exageración infantil o una diletancia
que acontece en las grandes ciudades. Sin embargo, puedo imaginar que cuando la
mesa y la silla de Neri se quedan a solas ‒tal vez
al caer la tarde o muy temprano en la mañana, cuando los habitués del parque
desaparecen, y ambos muebles se proyectan sin escala a su alrededor sobre el
fondo verde de la copa de los árboles‒ estas de seguro adquieren un aspecto
fantasmático. Su sola presencia es intimidante. ¿Qué gigante en qué país se ha
levantado y se ha marchado? ¿En qué sueño podría transcurrir esta escena
tramada por Jonathan Swift o Lewis Carroll? Aunque también, esa misma soledad,
el abandono con el que nos desentendemos de todo, reduce la obra a un simple
signo, un señalamiento; tal vez el recuerdo de aquello que transcurre puertas
adentro, en el realismo de interiores al que estamos expuestos como piezas de
una instalación cotidiana en las manías de nuestras vidas para nada
espectaculares. Es más, la sola contemplación de este objeto, a Alvarez le
parece un lapso entre la felicidad y el deber, entre la distracción y el
trabajo, ya que, en su prosa de diarista inglés atento al protagonismo de
cuanto lo rodea para evitar así cualquier confesión innecesaria, nos dice “es
lo que hago todas las mañanas: nado hasta ahí, contemplo la mesa vacía,
inmensa, la silla de respaldo recto, de esas que te rompen la espalda, siempre
metido en estas aguas dulces e indoloras. Después vuelvo muy despacio hasta el
muelle, manejo hasta casa y subo a mi estudio”.
Yo también subo a mi estudio todas las mañanas.
En realidad, me deslizo de una habitación a otra ‒una puerta lo separa, como si
se tratara de una frontera al país de la vigilia; cambio entonces el
dificultoso sueño de quien atiende el dormir de un niño, por la atención que
puede fijarse en el escritorio donde mi cuerpo se deposita. Aunque también, me gusta
pensar que en ese deslizamiento me zambullo a las posibilidades de la prosa; a sus
obligaciones, a la distracción rutinaria, a lo que depara un tono o un ritmo nuevo
o ya sostenido durante días previos que puede sin más ser la aventura, el
deporte, la atención de unas horas en el momento eufórico del día; y encuentro así
lo que Alvarez encuentra en su estanque. Escribir es algo que solo puede
hacerse a la mañana, cuando la rutina se la imponemos a otros para contar con
la concentración ociosa de quien tal vez solo alcance la felicidad de unas
cuantas líneas, apenas divise la idea de un verso, o, más entusiasta aun, encuentre
la correspondencia entre un recuerdo borroso, una sensación súbita, y el nudo
de todo ritmo que lo contenga. Hacer una comparación entre la natación y la
escritura sería de seguro un recurso odioso; pero que las similitudes son
evidentes ‒la respiración que
acompaña a cada línea, el impulso sostenido que llega a un punto y luego
regresa al de partida‒ es algo que queda a disposición del lector. Mi pereza,
disimulada en la elegancia silenciosa de quedarme solo en casa, aferrado a mi
rutina estática y solitaria, me lleva a preferir rehuir la práctica de la
natación en las mañanas; aunque intuyo que quien vuelve de ese mundo acuático
trae consigo urgentes frases que trasplantar a la tierra de la prosa. De no ser
así, el diario de Alvarez, que es extraordinario, no existiría. Sin embargo, para
escribir se requiere no solo de la administración o la pérdida del tiempo, sino
también de la preferencia por el espacio. Y eso en el diario de Alvarez se
nota, por momentos la escritura es pura nostalgia del mundo acuático, añoranza
de un regreso al ritmo en que se flota, pura fantasía de una escritura que se
condiga con la exigencia física de un cuerpo sometido más allá de su
resistencia. A veces el espacio, que acaso solo sea el lugar adonde situar la
rutina en su orientación más provechosa, promete lo necesario para que todo
encuentre la trama de lo evidente que se pierde en el arabesco de las distracciones
que nos rodean. Y aunque no parezca, el espacio nos saca del tiempo
contradiciendo la más elemental de las leyes de la física; nos deposita en el
reverso de ese tiempo donde el transcurso de lo cotidiano, al menos por unos
instantes, se pierde de vista. De ahí que la obra de Giancarlo Neri circule por
otras ciudades, ocupe el espacio de otros parques para así sorprender a otros ciudadanos
que perderían el tiempo mirándola y buscando en ella alguna utilidad. Un
escritorio de trabajo, un estudio para la invención de esos pliegues disuasivos
que hacen a la intimidad en el realismo de interiores que ejecutamos a diario,
es el reverso del tiempo para una ocupación totalmente inútil: leer y escribir.
Hay
por ejemplo escritorios de trabajo que simulan la obstinación metódica de
montar la escena de escritura: cubiertos de libros, acompañados por notas
sueltas, cuadernos, hojitas pegadas aquí y allá, libretas, lápices y lapiceras,
la infaltable lámpara; sin embargo, no son otra cosa más que la evidencia de
que allí el método transcurre en los caminos del desorden. Todo parecería dar
cuenta de que a esa superficie se imantan los objetos de otras manías. Nada más
contrario a la escritura que esa acumulación ‒¿por dónde comenzar?, ¿adónde el claro
del espacio en blanco para tomar impulso y hundir la cabeza en el lenguaje? Pero
también, nada más entusiasta en ese desorden que ¡comenzar por cualquier lado,
en la frase de otro que esté más a mano, o en el extremo opuesto a donde ayer
terminó todo! Una fotografía delata a Sartre en pose de escritura, tanto que
esta lo aleja del hecho mismo de escribir, lo hunde en una vacilación
indisimulable. En su escritorio el desorden no es más que una atracción, un
efecto de sorpresa; siempre ante todo la astucia de la seducción, aunque
parezca un simio en su jaula confortable. Otra fotografía, en este caso de
Bataille, podría pensarse en el extremo opuesto a la anterior. Solo el orden y
el rigor conducen hacia el desorden irreverente como método. ¿Para qué
simularlo? ¿Para qué atentar con imágenes ante su secreta pasividad? Cuesta
entonces creer que quien vemos en perfecta compostura sea el autor de una maravillosa
teoría que se funda en el desarreglo de todos los sentidos.
Es
cierto entonces que no hay orden para el deseo en la mañana; por lo general es
moroso, se distrae, huye atrás de ensueños varios, dilapida los minutos antes
de que la tinta corra o el sonido del teclado compita contra el silencio del
invierno o los rumores del afuera que en primavera protagonizan las melodías
del día al desplegarse como el telón de fondo de una mascarada. Cuantas vece me
habré levantado creyendo que seguiría el fin de aquella idea interrumpida el
día anterior, y luego, al final, la mañana tomaba otro rumbo; me distraía un
libro que no necesitaba, me perdía en el enfurecimiento de las obligaciones, o
simplemente no hacía nada porque la pereza de la cigarra siempre es mejor plan
que la laboriosidad de la hormiga.
En
uno de sus tantos dibujos, Kafka ‒quien decía de estos “no son imágenes, sino
una escritura privada”‒ con unos cuantos trazos da cuenta de lo que pasa en su
estudio antes o después de escribir, tal vez cuando no puede hacerlo o cuando
ya ha terminado. Al contrario de la obra de Giancarlo Neri, el escritorio de
Kafka tiene una figura que, sentada en su silla, se ha desplomado sobre la mesa
en la que no hay nada, está vacía, es un rectángulo blanco. Kafka llamaba a estas
figuras, cuya característica es que la cabeza siempre aparece inclinada hacia
abajo o un costado, “marionetas negras de hilos invisibles”. Acaso ese
rudimentario pero expresivo garabato, movido vaya uno a saber por qué mano
caprichosa, diera cuenta de lo que ocurría entre su cama y la ventana que daba
a la calle en un diminuto cuarto de Praga ‒Kafka, eterno hijo sin futuro, se
las arreglaba muy bien en una habitación-estudio, sabía aprovechar la pobreza
franciscana que se imponía. Pero ¿por qué en ese dibujo su escritorio aparece
vacío? Es casi seguro que lo que más escribió en él fue parte de su mejor
literatura: su Diario, sus Cartas, ejemplos notorios de lo que
podríamos llamar el borramiento cotidiano, la pulsión de olvido que nos lleva a
sentarnos con la vista perdida y distante de lo que realmente pasa en el día. En
ese mismo Diario, 1912 es un año
particular. Acosado por la figura de Goethe, a quien admira y detesta por la
simple fluidez con la que llega a la alegría de escribir, pero también por “la
concentración de fuerzas únicamente al servicio de la literatura” que ya ha
comenzado a devorarlo todo, una noche de septiembre es sorprendido al escribir La condena “de un solo tirón”, casi sin
moverse, con las piernas acalambradas debajo del escritorio, mientras todo
oscila entre la tensión y la alegría de un relato que “se desarrollaba ante mí,
como quien avanza sobre la faz del agua”. Entre las diez de la noche y las seis
de la mañana Kafka anotó en su diario, no sólo sorprendido sino también
consciente de querer guardar esa experiencia, cómo todo podía decirse, cómo
todo encontraba la expresión exacta, esa misma que condujo a Goethe a través de
su vida creativa; apenas si había percibido, luego de unas molestias en la
espalda, que el cielo comenzaba a ponerse azul en la ventana, y, que a la luz
de la lámpara, le seguía la del día; que un carro había pasado por la calle,
que unos hombres habían cruzado el puente, y que, al llegar la empleada, él
“escribía la última frase”. El cansancio retrocedía y cedía lugar a “un leve
dolor en el corazón”, mientras la cama permanecía intacta y, como un fantasma, abandonaba
su escritorio e irrumpía en el cuarto de sus hermanas para leerles lo que según
él había escrito “con esa coherencia, con esa apertura de cuerpo y alma” que ya
no se repetiría. Sin embargo, a los dos días anotaba “me obligué
voluntariamente a no escribir. Me revolví en la cama. Esta noche me obligué a
no escribir”. Sin lugar a duda lo que atemorizaba a Kafka es que la experiencia
de La condena no volviera a
repetirse. No hay mejor descripción de una vocación realizada y frustrada en un
abrir y cerrar de ojos que la acontecida en esa noche. La pregunta entones
sería ¿cómo volver a sentarse y escribir?, ¿cómo recuperar el hipnotismo de escritorio?
Es evidente que el escritorio vacío en el dibujo muestra lo que ya no tiene
lugar en ningún lado; del mismo modo que, con el tiempo, lo que ocurría más
allá de él ‒tras la distracción de la ventana, en otras habitaciones con sus
ruidos, en el trajín mismo de la vida‒ es la prueba de un mundo que se recorta
y desaparece. Por ese mismo año, en la correspondencia de Flaubert, Kafka había
leído que toda obra es una roca a la cual aferrarse. Y no es de extrañar la
repercusión que el autor de Madame Bovary
tuviera en él; entrada la noche, dos pequeñas luces a lo lejos, vistas a través
de la ventana de su estudio, lo distraían de su aturdimiento, lo devolvían al
mundo; eran pescadores que salían a buscar cangrejos, ostras en las orillas del
Sena a su paso por Croisset; señal de que todo había transcurrido entre esas
cuatro paredes, entre su tintero de cristal con forma de rana y las plumas de
ganso que rasgaran el papel apenas una o dos veces buscando la palabra justa
que cimentara más y más esa misma roca en la oscuridad que, paradójicamente,
salvaría y hundiría a Flaubert.
En el mismo diario de la natación de
mañana, Alvarez registra las quejas propias de la vejez, el repliegue o abandono
de la vitalidad en alguien que ha querido hacerlo todo ‒escalar, tentar la
suerte del juego, nadar, correr, amar a las mujeres. A mal traer por un tobillo
que lo traiciona, sobrellevando un ACV sorpresivo, perdido en la memoria que se
vuelve niebla, y viendo cómo todo se complica al tener que depender de otros,
cada entrada es también una verdad que llega cual la resignación propia del
mejor de los estoicos. Con frialdad Alvarez nos dice que “morirse no es una
aventura, es un cierre; no es un asunto importante sino más bien el fin de
todos los asuntos”; pero aun así, el ritmo de vivir sigue entusiasmándolo, y
más cuando se vuelve cercano, tanto que le permite registrar cómo aun lo rodea
al sentir que “las hojas en los árboles frente a mi ventana están todas
doradas, y sopla un viento al que antes llamábamos céfiro: lo suficientemente
intenso como para sacudirlas pero demasiado suave como para hacerlas caer
mientras mi estudio está todo el día inundado de una luz aurea”. La tensión
entre el irrefrenable deseo de posesión y el repliegue de toda fuerza vital es
maravillosa. En ella perdemos el mundo cuando más lo queremos y lo creemos
nuestro; es esa misma tensión la que nos lleva a querer salir a él cuando todo
se vuelve más complejo. Ciertamente vivir es una cuestión de ritmos, como el
movimiento de esas hojas, o como el movimiento que poco a poco abandona a
nuestro ensayista inglés. La tensión entre la melancolía del estudio inundado
de luz y el afuera suspendido en el movimiento indeciso de los árboles es la
cifra de un final. Alvarez desearía que su estudio quedara en el cerco de esa
luz, en las ondas que su cuerpo mueve al hundirse en las aguas del Heath; pero
el mundo, que parece en retirada, en verdad no hace más que dejarnos ir cuando
ya no podemos seguir su ritmo, todo entonces por más que lo deseemos se aleja. Creo
que del mismo modo que la vejez es el ritmo más dilatado entre el abatimiento y
las ultimas energías, entre el ultimo asombro y la triste resignación, la
paternidad también lo es, pero en cuanto al reordenamiento que nos impone cuando
trastoca el realismo de interiores al que nos aferramos. Extrañamente el ritmo
de la paternidad ordena las prioridades del entusiasmo con el cual vemos que
todo empieza otra vez; extrañamente también ese comienzo es muy anterior a todo
y, efectivamente, ya ha comenzado y lo ha dispuesto todo.
Cuando
Mariana quedó embarazada de Alessio nuestra cama se transformó en mi estudio, en
el escritorio nocturno. Después de perder dos embarazos, y jugando en el límite
de la edad reproductiva, los últimos cuatro meses a su nacimiento fueron más
que intensos en sus cuidados. La lentitud y templanza que ese embarazo trajo a
nuestra vida, junto al miedo y la expectación del dolor otra vez próximo y
cierto, llevó a que todo se morigerara. Largas siestas, prolongados
despertares, y noches entradas en el ejercicio de la vacilación frente al enigma
de otra vida en su último reino, como Quignard gusta llamar a esos nueve meses,
nos volvieron los padres más atentos que pudiéramos haber imaginado. Con
cuarenta y tres años, y un cuerpo trabajado desde la infancia por los rigores
de la danza, Mariana adquirió una belleza que no me sorprendía, sino que
acentuaba en ella algo ya sospechado por mí: al fin encontraba su ritmo, al fin
bailaba sola en el escenario donde nadie podía alcanzarla. La coreografía de
esos días estaba hecha de movimientos invisibles. Por ejemplo, la recuerdo
bañada por la luz del otoño, sentada en el sillón del estudio bajo la ventana
de vidrios esmerilados en tonos verdes, amarillos y azules; yo leo, contesto un
mail, trabajo lo menos posible para poder atender a lo que requiere toda
atención; pero en medio de ello la observo sin que se dé cuenta. La recuerdo
también en las últimas vacaciones, feliz, riendo, con un fondo de árboles
estivales y la luz ciertamente única de La Población, en Traslasierras.
No
tengo una fotografía de esa tarde de otoño; sí la recuerdo una y mil veces por
estos días. Se ha vuelto un ejercicio, un aliciente; a veces, cuando no duermo,
cuando mi excitación hace que me quede hasta tarde y luego doy vueltas en la
cama, la repaso en mi mente junto a otra serie de imágenes y recuerdos que me
ayudan a salir de esos estados de aturdimiento que, por lo general, tienen que
ver con mi ansiedad ante cualquier cosa. Pero esa tarde de otoño, espiándola,
recuerdo que mi atención quería grabar las imágenes de un fantasma tan amigable
que en el futuro fuera a convocar para los momentos de tristeza; la inclinación
de su cuello era la precisa, ni rígido ni tensionado, sino más bien atento a lo
que desea mirar; la respiración que la acompaña, sus brazos estilizados que
terminan en la nudosidad de sus manos que con firmeza y gracia acarician, retienen,
protegen su panza; nada podía tramarse mejor en la dicha de esos días de marzo.
Lo extraño es que por momentos aun la veo así en el día a día que pasamos
juntos; el amor tiene el extraño don de superponerlo todo y, de ese modo,
mantenernos en la música que bordea sus imágenes bailando solos y sin movernos,
cantando y sin palabra alguna. Había también instantes, como por ejemplo al
almorzar o cenar, en los cuales la descubría en plena fuga, huyendo, corriendo
lejos de mí y de todos sin mover un musculo; en silencio me abandonaba, dejaba su
alimento controlado en azúcares que no debían elevarse para dar amor a nuestro
amor, para hablar al inquieto varón que la consumía y la revivía, para acariciar
su panza como si se tratara de un acuario en una burbuja, para emitir señales
de afecto desde esta orilla a la llegada de nuestro hijo, tan vivo y hermoso ya
en la otra orilla.
Como
siempre me he guiado por intuiciones, pero también por los movimientos que me
rodean y que me llevan a leerlos como señales del orden rítmico que la vida
misma va adquiriendo, preví que la llegada de Alessio trastocaría el tiempo y
el espacio. Imaginé, y al mismo tiempo cree, la fantasía de la lectura
concentrada, de la escritura resuelta en la mínima disposición de tiempo; y al
mudar mi estudio, mi escritorio, y con ello mis manías a la cama donde
pasábamos gran parte del día, quise despedirme de lo que yo entendía eran las
lecturas de largo aliento, las que ya no se repetirían, las que habían sido
algo propio de quien más allá de uno, no tenía obligación alguna hasta el
momento. Llevé a mi mesa de luz En busca
del tiempo perdido. Lo leería por tercera vez; o acaso sería la primera y
última, porque quién sabe si yo no comenzaría a partir de ese momento a ser otro.
Las dos primeras veces lo había leído al sacarlo de la biblioteca de la
Facultad, en traducción de un poeta de la generación del 27 que solo llegó
hasta los dos primeros tomos, yo era estudiante de letras. Otra vez ‒ya no
recuerdo por quién había sido traducido, pero entre uno y otro tomo al menos
tres nombres se intercambiaban‒ era la fatalidad del estilo la que me conducía
hacia la repetición. En los últimos años, junté los tomos de la versión de Estela
Canto, que llegara a editarse a cuenta gotas, la que terminara con el auxilio
de su hermano Patricio, y que siempre quise leer ‒más que nada porque se trataba
de la amada de Borges, sabiendo lo que éste opinaba de Proust. A diferencia de
las veces anteriores, en esta relectura estaba dispuesto a llevar anotaciones,
señalar el comienzo, duración y fin de un modo de leer que no volvería nunca
más, que cedería su lugar a las interrupciones que todo el tiempo asedian a un
padre. Hoy he podido recuperar algunas de esas anotaciones; aunque la mayoría
de las veces la letra es irreconocible, y solo señalo obviedades, o lugares
comunes sobre los que ya antes había escrito, creo que tienen el valor
inconsciente de un diario de la distracción.
No
sé muy bien por qué, pero los episodios de Balbec son mis favoritos. Tal vez en
ellos vemos salir al joven Marcel ‒convaleciente, hipersensible‒ hacia una
comarca que se aleja de Combray, siendo en definitiva ese pequeño acuario tras
el gran cristal de su hotel la preparación de Venecia. Viajando en tren y en
carroza con su abuela, o caminando solo junto al mar, dejándose llevar por la ambigua
elegancia del barón Charlus, el protagonista de la Recherche lentamente deja de lado la exploración de las causas de aquello
que llega a su imaginación para abrazar un orden de las sensaciones que va
sedimentando estratos del pasado, que los descubre y los trae al presente de un
jovencito enfermo y atemorizado. Solo un convaleciente puede
detenerse en las cortinas azules de un tren de provincia al viajar y, encontrar
así, un país-lienzo para desplegar sus recuerdos, mientras, mira pasar esos
pueblos, no Balbec ‒que son un ramillete de nombres, y se distrae con, la
salida del sol en una y otra ventanilla, o, la incomodidad de una habitación,
desconocida en un hotel, donde nada es familiar Entre esa misma fantasía y esa
incomodidad de toda aventura, el joven Marcel encuentra a cinco o seis muchachas-pájaro
que, en el muelle y por la tarde, exaltadas y frívolas para no pasar por
sensibles y antipáticas, atropellan a quien se pone por delante; son “la belleza
fluida, colectiva y móvil” que luego deberá distinguir en una sola: Albertine,
quien no pertenece ni a Guermantes ni al camino de Méséglise, sino a la pequeña
burguesía de la industria y los negocios, pero sí al lado de Gomorra. La
escena, por demás famosa y comentada, me impresionó por lo que entiendo como la
exterioridad objetiva contra la que Proust lucha decididamente, y que solo su
estilo, endemoniado por cuanto convoca, puede tartar y resolver en el realismo
de interiores de su escritura. Escena
de Albertine-pájaro y sus amigas: una lleva una bicicleta, otras palos de golf,
y otras son cuerpos trabajados por el deporte sin objeto alguno, al principio él
no distingue a ninguna, todas son el elemento compositivo = la exterioridad
objetiva que la vida impone; y se agrupan, como los colores de una paleta / su
potencia es un trazo contenido en el pigmento informe ‒por eso Proust recurre a
un perfil renacentista; pero también, son lo propio de la adolescencia / un
cuerpo sin límites, lo que Proust llama: el punto de evolución de una clase; y
ahí, la música permite entenderlo: las gamas de colores son el momento en el
cual no se reconoce el pasaje de una frase musical a otra, del mismo modo que,
la frase de Proust, siempre en la línea de orilla, arrastra lo que ya se conoce
y, trae lo que se ignora / lo que irrumpe como nuevo / lo que hace leerlo una y
otra vez / como si jamás lo hubiéramos hecho El
narrador de Proust obtiene así su revelación mientras intenta mejorarse de “sus
nervios afectados”, esa forma vaga de nombrar todas las simpatías decadentes de
fines del siglo XIX; obtiene también su motivo a desplegar mientras pierde el
tiempo en los paseos de un balneario donde la burguesía se exhibe como la mercancía
de un almacén de antigüedades. Podríamos decir que la distracción, el ocio, la
indiferencia, finalmente le entregan la concentración de su futuro trabajo, la
paradoja de tener que retirarse del mundo para salvar al menos una parte de éste
en el río de palabras que lo arrastrará más allá de cualquier línea visible en
lo profundo y entrado de un mar de recuerdos. Balbec es entonces el encuentro
con la crueldad de la belleza, con el desprecio sincero de los seres hermosos; pero
a la vez también, Balbec es la acción de cortar una flor silvestre para formar
un ramillete, es la acción de enjaular un ave en medio del revuelo atendiendo a
lo que la hace única en su especie para llevarla consigo ‒pero sin saber que
jamás podrá ser domesticada. Sin embargo, uno siente cierta tristeza al
recordar que todo fue escrito en la distancia morosa de los últimos años de una
vida, como si se tratara de una carrera en donde alguien persigue la luz de la
playa, pero guiándose por el tenue resplandor de una lámpara aun ardiendo a
altas horas de la noche en el estudio del Bulevar Haussmann.
Hay
un momento entonces en el que la belleza enferma como su autor. Balbec es
también Elstir, el pintor que Swann refiere a Marcel y que éste cruza en el
comedor de su hotel, al que luego visita en su estudio, suerte de “laboratorio
de una nueva creación del mundo donde, del caos en que están las cosas que
vemos, él había extraído aquí una ola de mar que estallaba con cólera sobre la
arena”. Los estudios de pintores por lo general son amplios, abiertos, y hay
algo de acumulación, desorden e indiferencia que parecen dar cuenta del tiempo
transcurrido en ellos; además su disposición responde a un uso pleno del
espacio; ahí el método de trabajo debe prever proximidad y distancia para con la
materia o motivo en el que se trabaja. En el caso de Elstir es todo lo
contrario; su estudio es por demás pequeño, oscuro y sin encanto. En penumbras,
solo bañado por la tenue luz del claroscuro, la habitación donde Elstir trabaja
‒donde una y otra vez éste pinta las locaciones que el narrador usa para aligerar
su convalecencia con horizontes brillantes, olas elevadas, apacibles poblados
costeros‒ es la contracara de la playa y, a la vez, el futuro que Proust trama para sí a medida que cada
frase alimenta los tomos de su novela. El
detalle del jardín de Elstir: la casa es alquilada, y el jardín pequeño ‒como
el de un burgués de París ‒señala e ingresa, aunque, algo idealizado pervive.
El estudio en penumbras, completamente oscuro. Entre las sombras los dos
extremos de su obra / el periodo mitológico y el periodo japonés. Pero lo que
importa es la serie de las metamorfosis = cuando el mar y el cielo se
confunden; cuando uno intersecciona al otro = Lo que hace que los nombres
abandonen a las cosas / lo que hace también a que el propio Proust / se retire
del mundo Elstir pinta el mundo exterior recluido en su
estudio; retiene en su memoria las tonalidades espesas y leves de la luz en la
playa y las lleva consigo hacia la tela que espera en la oscuridad. ¿No llevaba
Proust en su atento oído las inflexiones del chisme que había escuchado en un
salón de juventud y que, en los últimos años, junto al asma y el encierro,
encontrarían utilidad en boca del lado de Swann o en boca del lado de Guermantes?
La pintura es entonces un oficio, ni siquiera una genialidad; es más, hay en
ella algo del orden del engaño; la ambigüedad de lo estético que bien puede
sostenerse con maestría. Sin embargo, hay un cuadro entre todos que llama la
atención del narrador. Es el retrato de una mujer joven, para nada bonita, poco
agraciada, pero sí de un tipo curioso que al detenerse frente a ella “produjo
esa clase particular de encantamiento”. Rodeada de flores, en una pose por
demás reconocible, y vestida justamente con el desacuerdo de la moda ‒lo que
prefigura el disfraz que la recubre, la joven actriz de Elstir atrae por esa
vacilación que se experimenta ante “el sexo del modelo”, enigmático, confuso,
en nada reconocible, ni siquiera en la técnica empleada, la que sigue la fiel
reproducción de lo que se ve y no se deja ver. Pero también, llama la atención
por cómo Elstir, según Marcel, “se había aferrado a aquellos rasgos de
ambigüedad como a un elemento estético que valía la pena ser puesto de
relieve”. Aun apelando a un joven muchachito como modelo, artificio propio de
la pintura, lo que fascina es esa ambigüedad que el arte, en lugar de ocultar ‒como
la convención pictórica lo quisiera‒ termina resaltando. La atención
microscópica parece funcionar entonces como la lente que todo lo devela, ya que
“por la longitud de las líneas del rostro, el sexo parecía a punto de confesar
que era el de una muchacha un poco marimacho”; pero sin embargo, esa misma
proximidad, superpone el misterio de los sexos, ya que, la línea en ese rostro,
“se desvanecía y más lejos se volvía a encontrar, surgiendo la idea de un joven
afeminado, vicioso y soñador, que después huía de nuevo y seguía siendo
inasible”. ¿De dónde habrá sacado Proust a ese muchachito que posa y es por
momentos un ave y por momentos una chica? ¿Del mundo que frecuentara con Robert
de Montesquiou y Gabriel de Yturri, ese otro muchachito tucumano, secretario,
amigo y amante del Barón Charlus en la vida real, que los acompañara en sus
excursiones por Sodoma y Gomorra? El
mundo que Proust va descubriendo / es por demás complejo = lo visto está
siempre vuelto sobre sí, está oculto y desnudo; el motivo que capta su atención
es un jovencito que posa para retratar a una mujer, pero también / es una mujer
en el fondo de un jovencito, latente, recostada / como una planta nocturna / solo
vive en la oscuridad de su estudio
A
medida que avanzaba en mi último encuentro con Proust, y a medida que Alessio
encontraba en la noche su momento de más actividad ‒Mariana me distraía de la
lectura para indicarme un puño pequeñito que podía identificarse debajo de los
músculos de su panza, a veces era un diminuto pie, un desperezarse, una
voltereta acuática que nos señalaba que nosotros también, pronto, pasaríamos al
otro lado de la vida‒ a medida entonces que yo mismo me desentendía del que era
arrastrado por los cambios que me esperaban, todo en la lectura de la Recherche se complejizaba, tal vez
porque mi ritmo de atención miraba en otra dirección, o tal vez porque había
demasiada ansiedad en el futuro padre que simulaba despedirse de su
propedéutica de juventud. Mis notas de ese tiempo son apenas frases sueltas,
deshilvanadas, como si la resistencia de aquello que se lee se transformara en
una daga que no rasga el papel donde se lo quiere retener, sino el lenguaje
mismo que quiere transformarlo en otra cosa. Charlus
= extraño animal, se expone en / la jaula invisible de su amaneramiento Aunque
también, en esas notas hay ya un agotamiento, la lejanía para con lo que creí
que podía ser la aventura de anotar una lectura esperando encontrar un tipo de
iluminación sostenida. Sodoma
/ la insinuación de unas niñas-niños y / Gomorra = el arte del disfraz En
definitiva, una vez más comprobaba que toda lectura era la potencia de un
futuro a develar que nadie puede llamar. Ya
en fuga lo que se desea, solo se ama la forma: Venezia / la metáfora menos
aplicada a Proust. Un estuario-barroso de la memoria Sin
embargo, no podía dejar de superponer la triste imagen de Proust al final de su
vida y obra con las felices distracciones
en las que yo me perdía sin obra y con demasiada vida por delante. Todos sus
años de reclusión eran nada al lado de mis pocos meses de pereza, expectativa y
ensueño. Mientras él, en ese lecho cubierto de polvo, entre esos papeles
manchados por la tinta y la tisana, componía el final de un mundo, yo, de
noche, solo y acompañado, atento y distraído en anotaciones que luego ni
siquiera utilizaría, despidiendo una estúpida presunción de los modos de leer, olvidando
obligaciones y descreyendo cada vez más de los reconocimientos del trabajo
académico, teniendo a raya la idealización que todo padre primerizo desea
proyectar sobre su hijo, me retorcía risueño en las sábanas presa del asombro
respecto a cómo había llegado hasta ahí: mi vida a punto de cambiar y una
tercera lectura de la Recherche; y,
por supuesto, me preguntaba también por cómo seguiría todo a partir de mañana.
La
paternidad no crea nada en uno, en todo caso afirma un deseo propio de la
especie por continuar con el ritmo que nos ha traído hasta aquí. ¿En qué
consiste ese ritmo? Tal vez en confiar en que todo cuanto puede ser se afirma
por azar y deseo, por voluntad y por intangibilidad, por descuidada
participación en el mundo y por extrema torpeza en cuanto al resguardo para con
lo que amamos. ¿Por qué entonces escribirlo todo si escribir no salva nada,
mirá si no ‒me decía‒ al triste Proust en su lecho-escritorio, esas largas
frases lánguidas como la mirada de una condesa en un salón, laberínticas como
un jardín de noche veinte años después de haberlo visto por primera vez, repletas
de objetos y vacías a la vez, siguiendo el irrefrenable curso de nunca acabar
al ir detrás de una metáfora, qué pudieron, qué lograron esas largas frases?
Tal vez escribir sea la única forma de tranquilizarnos o distraernos. Al apelar
a la reflexividad con la que construimos las palabras quién sabe si no hay una
comarca, un nombre, un lugar que alguien visitará tiempo después. ¿Leerá mi
hijo esto? ¿Habrá experimentado alguien la misma estupidez de la lectura que yo
experimenté? Esa misma reflexividad es algo que creemos presumiblemente cierto
en cuanto a todo lo que hemos experimentado antes de que justamente la vida se
oriente hacia esos pequeños, medianos y largos periodos de ensueño y
respiración, de fantasía y agonía, como lo hiciera Proust hasta último momento
con sus correcciones nocturnas, buscando oscurecer la luz de su habitación
vacía; por lo tanto, no hay realismo más fiel y descarnado que el realismo de
interior, el cual muestra cómo y dónde se luchó contra el alcance de las
palabras. Es el precio que se paga como libertad del recluso. Pero de seguro,
el ritmo que nos impulsa no es este.
Aun
así, hay una última anotación que al revisar el viejo cuaderno de la Recherche no deja de sorprenderme. Los
tres tomos finales que Proust no llegó a revisar extrañamente se leen con
independencia del resto, y también, con la ligereza propia de una música a la
que no cabe más forma ni nombre que divertimento,
aquello que se aligera, que se confunde en variaciones retomando lo pasado, pero
ya sin gravedad alguna. En definitiva, son el final, pero prescindiendo del
principio, ya que el impulso proviene ahora de una potencia inaudita. A la
muchacha-pájaro montada en su bicicleta ‒en el ir y volver de una, dos o más
temporadas en Balbec‒ le sigue la amante-enjaulada, la presa de los celos en
París, la cautiva, la mujer transfigurada más allá del fondo marino que ahora
duerme a sus pies, y que “parecía un largo tallo florecido que alguien hubiese
puesto allí” al transformarse en planta, al despojarse de toda resistencia, al
entregarse finalmente a la vida inconsciente de los vegetales que tanto tranquiliza
al enfermizo Marcel. La posesión plena vuelve otra vez en este famoso pasaje de
La prisionera, pero a diferencia de
tantos otros que ya hemos leído, en los que hubo que perseguir, convencer, sitiar
al ser amado como si fuera una fortaleza inexpugnable, aquí la posesión no es
más que la contemplación de un cuadro de interiores en una pequeña habitación que
se confunde con un paisaje de antaño ‒“esas noches de luna llena en la bahía de
Balbec”‒ el cual inflama sus colores y formas al ritmo de la respiración
condensada, siguiendo el caer inmóvil de ese cuerpo, detectando la proximidad
mortuoria, anticipando el ensayo de ausencia que se despliega antes de la
desaparición al ponerse en fuga todo lo que amamos. Del mismo modo que al comienzo
el mundo de Proust es una expansión infinita, al final, éste solo puede contraerse,
encerrarse en el recuerdo que se duplica en el espejismo de la
habitación-estudio, del escritorio-cama. Enfermo de la belleza y no del
inseparable asma, Proust se aferra a su escritorio-libro, a los largos paperoles-corrección
para producir así incesantes olas de metáforas, tormentas de párrafos, extensos
cielos de una descripción microscópica, profundos bosques y jardines de
senderos que llevan a mil detalles y a ningún lado. Sin embargo, no hace más
que despedirse de todo lo que ya no puede ver. Extrañamente la corrección de lo
que no terminará le resta días de vida, lo aleja de todo al agregar fragmentos
de escritura en los que cree vivir al menos un tiempo más. Lo que hay de
extraño en los últimos libros de Proust es que solo se parecen a sus últimos
días, cuando ya ha logrado expulsarse de sí mismo y ser solo una obsesión
abstracta. Ayuna, se recluye, trabaja hasta extenuarse, dispone sádicamente de
la vida de los demás ‒amigos,
empleados, editores‒ tratando de encarcelar lo que queda de él en palabras que
adquieren las combinaciones más imposibles; pero a la vez, sitúa todo lo
perdido en el friso de una sola imagen: la de quien para retenerlo todo
arrastra todo hasta el fondo de la oscuridad de la jaula-estudio que se ha
construido. Ya no hay distinción entre uno y otro lado, los dos caminos del
comienzo se hacen uno, ya no hay por donde hacer que la memoria regrese o avance;
todo es una ascesis negativa a la cual interrogar: “¿Había renunciado a algo
real? ¿Podía la vida consolarme del arte? ¿Había en el arte una realidad más
profunda en que nuestra verdadera personalidad halla una expresión que no le
dan las acciones de la existencia?” Confundidos los dos Marcel nace finalmente Proust.
Recostado al lado de su Albetine-flor el narrador anticipa su partida, su fuga,
la desaparición que se vuelve obra; lo que irremediablemente no puede retenerse,
pero solo en esa delectación puede disfrutarse. Recostado a la sombra de sí
mismo, para Proust todo pertenece ya a la prolongada noche Albertine
dormida = arrastrada / primero por el viento entre las hojas / el quebrarse de su
tallo-raíz que la une a la anterioridad de la novela / luego, el mar / que es
otra forma de bosque, pero sin orientación / la fuerza invisible de una
corriente que aleja las cosas = Mariana a mi lado / montada a ese mismo ritmo
misterioso de una flor abierta en la oscuridad / también, secreta y dormida /
pero manejando para sí la corriente de su sueño ¿Cómo no buscar entonces la pulsión de vida a
mi lado, cómo no hacer de lo leído una trama invisible ‒la contracara de esa
ascesis negativa‒ que me permita desplegar la red de amor en la cual capturar
todo lo que el tiempo acumuló para mí y escapar así a la concentración inmóvil
que la misma escritura detenta con un poder de borramiento fulminante? Mariana dormida,
hundiéndose en sí misma para dejar de ser ella y ser pronto otra, Mariana a mi
lado como comienzo de lo que ya no volveríamos a ser era el fin de la lectura
de Proust, el reverso de quien desaparece, la aparición que nos empuja hacia la
brisa exterior de cualquier mañana; era quien con su dificultosa respiración
desvanecía la razón de autor de una literatura del pasado, quien dichosa e
incómoda echaba por tierra la estupidez misma de la lectura reiterada, quien me
alejaba del último estudio, del escritorio-ataúd en la Rue Hamelin, aquel que Painter
o Maurois llamaran la última residencia, un pequeño departamento amueblado,
donde una cama y una mesa era todo lo que acompañaba a Proust en su cuarto que
ya se había transformado en un mundo de fantasmas. Cincuenta años después de su
muerte, Celéste Albaret ‒secretaria, ama de llave, enfermera y guardia ante la
puerta de su habitación‒ accede a posar en la reconstrucción que Jacques Guérin,
proustsólogo al que mucho se le debe, hiciera de esa misma habitación. La
excesiva luz, el desorden simulado, la ficción de los cuadernos negros donde la
extensa novela viera su originaria forma que descansan sobre la mesa de bambú
al costado de la cama, todo, absolutamente todo en su disposición parece espantar
al recuerdo de Proust. ¿Dónde está? ¿En qué rincón se esconde? ¿Qué demanda lo
delata? ¿Por qué no vuelve al vacío de su estudio?
Aun
cuando sin querer se hable de uno ‒tal vez porque un impulso trajo este tema, o
porque con el correr del ritmo él se fue apoderando de un modo intermitente de
lo escrito‒ no se puede prescindir de lo leído en tanto que afección particular.
Es ese el único motivo que justifica la pulsión narcisista. ¿A qué lugar de
nosotros mismos regresamos en el instante posterior de cualquier página? ¿Quiénes
somos después de esas horas? Tal afección, reconocida o no, es lo que en
definitiva da interés a lo escrito. Proust solo es Proust en lo que ya no es. Y
para serlo, ha tenido que desaparecer de lo que era. Desaparecer es la única
forma de adueñarse de todo. Pero desaparecer es también perder para buscar o
encontrar lo buscado. Y yo, ya no soy quien entonces era; desparecer fue la
forma de poder escribir esto que leen. ¿Qué he encontrado? ¿Qué he querido
buscar? Tal vez el divertimento que aligera la seriedad de uno mismo, y que
solo se obtiene con la vieja astucia del mismísimo Montaigne: yo soy mi tema. De
seguro quienes practican el egotismo tienen vidas mucho más interesantes, o son
lo suficientemente sagaces como para engañarnos al impostar lo intrascendente. Pero
¿qué veo entonces ahora en mi pequeño estudio si quito la vista de las palabras
que hago surgir en sus puntos brillantes desde un mar de caracteres que el
fondo de mi inquietud agita con bravía? ¿Los libros del pasado con sus frases
del futuro? ¿Las fotografías de ahora y otro tiempo que no hacen más que
distinguirse de los objetos sin tiempo que a su lado en silencio indolentes se
acumulan? ¿No son esos destellos yo mismo en su irrupción y desaparición, en su
ritmo y su olvido, en la estela de un sentido orientado a perderse sin razón más
que ser y dejar de ser para que las palabras sean ante que yo sea el que deje de ser? El verdadero estudio de interiores es
aquel que está situado en la intimidad, la cual no está en ningún lado, salvo
en el lugar adonde lo escrito se vuelve legible. Si me quedara quieto y me
concentrara ¿qué vería en esa intimidad? ¿Podría ubicarla en el punto más alto
de la memoria, en el dorso del miedo a la media altura de ignorarla, a los pies
de la desatención con la que siempre esperamos tropezarnos? Ciertamente hacer
legible lo íntimo es describir la habitación de nuestro propio fantasma. Si me
levantara y dejara que esto ya no prosiga, si fuese a distraerme a la ventana,
¿sería la intimidad lo que vería a través de ella? ¿Serían los árboles del fin
de la vereda agitándose lo que me llama a pensar cuánto he cambiado, poco,
mucho, lo suficiente como para no darme cuenta cuándo en definitiva decidí
abandonar la presunción del talento por la simple persecución de una idea? ¿Serían
las largas sombras del mediodía proyectándose sobre los techos de los vecinos en
su museo de acumulación y desidia a la vida de los objetos en desuso, lo que me
diera la pauta de las horas sin tiempo que transcurrieron solas en esta
habitación del pasado? ¿O serían las sierras flotando al oeste en la lejanía cual
lo próximo, lo que trae lo íntimo-distante
adonde el espejo de la mañana de ciega luz ya se triza? Lo íntimo, lo real, no
es más que la versión prosificada de nuestro entusiasmo por perdurar. De ahí la
atención al detalle, a la conformación secreta de todo, al elogio por desaparecer,
fin último de todo realismo sosteniéndose en el ritmo acelerado de que lo
escrito le gane al desenfado de la vida. Desaparecer, de una vez por todas
desaparecer; una vez más desaparecer. Pero no como la utopía del viejo
Blanchot, con su silencioso desprecio a ser visto; sino desaparecer como aquel
que se oculta para dar rienda suelta a la risa, para despreocuparse, para finalmente
ahí ser visto; desaparecer para comprender que todo en uno es la misma ilusión:
saber hacer con la suerte paso de tragedia, paso de comedia.
Vuelvo
otra vez, esta vez por última vez, a la escultura de Giancarlo Neri, y entonces
pienso ya no en su condición fantasmal ‒¿dónde está el escritor que debería
sentarse en ese escritorio?‒ si no en que no puedo apartar los ojos de las
colinas onduladas que Alvarez viera durante años al ir a nadar. Es increíble
que, a unas cuadras, o desde su punto más elevado, se vea la vida bulliciosa de
Londres, la misma que Virginia Woolf o William Blake buscaran conquistar hasta
la locura; la vida que simplemente es prosa sin forma, agua de deseos ajenos
que ningún estanque contiene. Ahora entiendo por qué en un último guiño de
melancolía Alvarez escribiera “para que la imaginación se ponga en movimiento y
las palabras cobren vida necesito sentirme físicamente vivo; esto es necesito
estar al aire libre y usar el cuerpo”. ¿No sería maravilloso escribir allí, en
el afuera de todas las imágenes que pueblan el realismo de interiores que nos
cerca? ¿No sería maravilloso depositar la atención de un gigante en esa mesa y
esa silla y seguir el ritmo que dicta el vuelo de las libélulas sobre la
quietud cristalina del estanque en verano? ¿No sería realmente maravilloso
seguir la oscilación de un trozo de hielo ‒blanco, gris, transparente‒ flotando
a la deriva en el oscuro invierno que lo mantiene vivo y lo hace desaparecer?
Mientras escribo esto la mañana se ha apoderado de todo; sus ruidos repiquetean
como gotas de una sonoridad que pintan el telón de su mascarada; también escucho
los pasitos de mi hijo viniendo hacia el estudio, su mano pequeñita agarra mi
dedo con ternura y elegancia obligándome a levantarme, a jugar con él, a
atender sus minutos previos al viaje hacia la guardería. Es su ritmo en el que
ahora me hundo, es el tiempo que pierdo y recupero con él el que ahora me lleva
a no sé dónde, es su presencia la que hace que todo adquiera la consistencia
del realismo más urgente e imposible, es él quien me lleva hacia otra atención
para volver dispuesto a disfrutar de todo. Sí, soy yo ese gigante que abandona
su lugar de trabajo.