Violar está mal. Tanteos parciales y apresurados sobre algunas películas de Koji Wakamatsu - Bruno Grossi
Humillación,
rapto, violación, tortura y asesinato de mujeres. El pinku japonés (y todas sus
variantes) es un viaje de ida hacia uno de los momentos más oscuros y perversos
de la subjetividad humana. Viaje del que no querríamos vernos
dispensados por nada del mundo. Las películas de Wakamatsu pueden ubicarse dentro de aquel género
y sin embargo van más allá, porque el tono arty de su ejecución y el propósito
vagamente epistémico que las precede parece redimirlas de toda lectura masturbatoria.
La espontanea e involuntaria “saga de la violación” (que aquel filmó en el lapo de
un par de años) parece realizarse en este sentido con el objetivo noble de analizar el
fenómeno de la violación -mal endémico en Japón desde comienzo de los
sesenta- desde distintos puntos de vista: biológico, psicológico, social, histórico
y filosófico. No obstante, en todas terminamos por arribar a una conclusión,
inquietante y malévola, nunca del todo explicitada: la desresponsabilización sospechosa
del violador. Es lo que deja verse en El embrión caza en secreto (1966):
un tipo seduce a una de sus empleadas, la lleva a un bulo y procede durante una
hora a someterla a toda una serie de vejámenes, no permitiéndole salir de la
habitación durante lo que intuimos parecen ser varios meses. En cierto momento
unos extraños flashbacks que van desde su estado embrionario en el útero hasta
discursos sobre lo absurdo de la condición humana, en el que la figura de la
madre se vuelve central, termina por volver evidente de un Edipo hiperbólico que
lo condiciona enfermizamente. En La historia oscura de un violador japonés (1967) la
violación acontece como producto de la locura, como el resulto de una serie de
impulsos esquizos que el sujeto no domina o comprende, enfatizado burdamente
por una voz que explícitamente dicta a espaldas de la conciencia lo que este debe
o no debe hacer. Sangre anormal (1967) versa sobre la pesquisa que
lleva a cabo un policía en torno de un caso de violación y que lo conduce, luego de una serie de revelaciones genealógicas, a enterarse su parentesco con el criminal: ambos llevan el instinto violador en la sangre, ya que son producto del
linaje abominable que esta engendra y que se transmite de generación en
generación. Cada hombre, sostiene el narrador del film, sigue un mandato inconsciente, un impulso que lo lleva
a violar, reproduciendo el mal en un siguiente bastardo infeliz. Finalmente, en
Ángeles violados (1967) un tipo random sin atributos o historia entra a
un dojo, viola, mata a todas las monjas y luego se suicida. El elemento extraño de la película es que no hay ninguna razón que pueda explicar por qué
pasó esto, cómo llegamos acá y cómo se sigue. El film presenta el hecho por lo
tanto como algo enigmático, inexplicable, irracional. Uno podría decir a partir
de esto que Wakamatsu como cineasta es un mal fisiólogo-sociólogo-psicólogo-filósofo,
en tanto reduce las causas a una metafísica problemática o porque contrariamente
sobredetermina los motivos reduciendo el hecho a una solo, linealmente dirigido.
Pero quizás lo interesante es la simulación del marco “racional” que parece
proveer el indicio provisorio de explicación. La perversión acontece en
definitiva no sólo en el contenido sino en la forma: realiza una explicación
psicosocial como mera coartada para meterse en aquello que lo fascina, lo
excita, lo avergüenza y que de otro modo no podría imaginar: el sadismo inmoral.
La dialéctica perversa del erotismo se insinúa en todo su esplendor: contrabandear
el sentido bajo la fachada de la objetividad, decir lo inadmisible por medios
que tienden a amortiguar su efecto, introduciendo la fascinación asocial
oblicuamente en la percepción. Es lo que, por otra parte, Dejean denomina
«fortificación literaria»: estrategias formales autodefensivas que los textos
realizan con el objetivo de resguardar un contenido que podría ser rápidamente
impugnado en la lectura si se presentara explícitamente (“they render the text
invulnerable behind a wall of irreconcilable readings”). La indecibilidad y la
equivocidad hermenéutica deviene por lo tanto sistemática: procedimiento que se
levanta para proteger un secreto, pero que sirve a su vez para hacerlo circular
ladina y manipuladoramente en la consciencia del lector/espectador amortiguando
sus efectos. De este modo, Wakamatsu presenta la violación, no a través de un
montaje lejano y pudoroso (Irreversible), humanista y crítico (L’amour
violé) o humoristico y antirealista (Trans-Europ-Express), sino a través
de la “distancia justa” para que pueda percibirse el elemento animal de los
gestos, esto es, los impulsos y resistencias que contradicen los intentos de
espiritualización que los precedieron. Es la razón para que de pronto una intensa “sensación de vida”, un calor y una energía inédita,
entre turbadora y excitante, se apoderen de cada punto de la pantalla.