La poesía del aguante - Pablo Farrés
Francisco Magallanes, El palomar, Club Hem, La Plata, 2021
Cuando las palabras dejan de significar
ganan la dimensión pictórica del grafo, su condición de existir ante los ojos y
para los ojos. En ese punto también se revela su condición musical, una
combinación de sonidos, dirigidos al oído, existiendo para los oídos. Estas dos
dimensiones del lenguaje tienden a borrarse en la comunicación, cuando la
fantasía de un significado abstraído e idealizado o el aplazamiento indefinido
del sentido a lo largo de una cadena significante opacan, velan, reprimen, el
hecho de que las palabras canten y se muevan. El facilismo psicologista del
subjetivismo moderno y una antropológica que define al hombre como centro y
dador de sentido, suelen impedir la consideración de las palabras como seres
vivos con diferentes grados y posibilidades de conexión, reproducción y
descomposición. “Conexión” porque las palabras entran en relaciones de amistad
y enemistad. “Reproducción” porque las palabras se rozan, se penetran, se hacen
el amor y engendran sus propios linajes. “Descomposición” porque si son capaces
de crecer y reproducirse, también se degradan y mueren.
Seres vivos, entonces, con una historia
y una geografía propia, determinados por las variaciones continuas de una
coreografía musical, se presentan como anteriores al momento en que algún
sujeto “tome la palabra”. Por un lado, es el hombre el que llega tarde a la
palabra, por otra parte, la frase “tomar la palabra” denota la posibilidad de
su fuga como si fueran animales nómades que sin embargo son cazados –“tomados”-
para poder hablar. La figura de la cacería no es ociosa, a todos se nos escapan
las palabras y quedamos en el borde de un instante afásico. Pero la cacería no
es sólo individual, se lleva a cabo en función de una domesticación con la que
el hombre somete a las palabras. Si tal domesticación ya había sido llevada a
cabo con animales y plantas, con el aire y la tierra, con el agua y el fuego,
el hombre también se impuso una domesticación específica a través de la
mnemotécnica capaz de darle al animal antropomorfo una memoria. Pero la
domesticación de las palabras es relativa a un dispositivo singular, diferente
a cualquier otro. No se domestica un animal ni a ningún otro ser vivo imponiéndole
una función comunicativa. Pero a las palabras sí. Ninguna música, ninguna danza
ni coreografía: comunicar, sólo comunicar. Sin embargo, la domesticación
también ofrece una posibilidad más: la imitación, la mímica. Es decir, facilita
la glosa y también la copia fácil de la vida lingüística del otro. En el
extremo se da la ventriloquía profana de hablar en nombre de otro, incluso por
el otro (claro que también hay otra ventriloquía más alta, aquella en la que no
es uno el que habla por el otro sino que es uno mismo el que es hablado por
voces no identificables).
Lo que posibilita esta domesticación de
las palabras es la farsa de una ética. Así, la jerga barrial y de la miseria o
la jerga barrial de la miseria, se presentan como un modo de compromiso con las
desigualdades sociales, invitan a una identificación rápida con “los excluidos”.
Sin embargo, el costo es alto. El efecto de la ventriloquía profana es el de,
justamente, borrar las voces de esos otros a los que se le ha quitado la
palabra. En general, estos últimos, no leen el libro que imita sus voces, pero
sí son hablados en reseñas y charlas por aquellos que en nombre de lo “bien
pensante” demuestran “compromiso social” con los que quedaron mudos, en el
margen de la visibilidad. Pero también la ventriloquía profana es usada en
términos inversos, ya no como alianza simbólica entre buenas conciencias, sino
como transgresión de esa alianza. Entonces ya no se hace hablar al desclasado
sino al degenerado y al perverso, el fin ya no es el símbolo de un compromiso
común sino el de una transgresión que gira en el vacío del puro gesto, pero la
lógica de la ventriloquía profana es la misma.
Parece baladí, pero no siempre queda
claro que hablar del otro, por el otro o con la voz del otro, conlleva un
problema ético que se traza sobre un plano político: ¿desde dónde y bajo qué condiciones
se monta el escenario de la voz de una otredad que queda afásica y fuera del
teatro de la cultura letrada auto-legitimada?
Me pregunto todo esto después de leer El Palomar de Francisco Magallanes (Ed.
Club Hem, 2021) y encontrar allí el trabajo de una voz literaria que a fuerza
de alienarse de sí, se acerca, bordea, gira en derredor de ese silencio. El
narrador -los narradores- del libro de Magallanes no hablan por el otro, no
hacen ventriloquía profana ni imitación vulgar, sino que la voz que se
despliega en la narración es desde el comienzo otra con respecto a sí misma.
Se trata de un dispositivo gramatical
sofisticado que corre el riesgo de la experimentación, o el de hacer la
experiencia de un sujeto de enunciación que desde el comienzo ya es otro. Se
trata de una primera estrategia: el uso por parte del narrador de la segunda
persona para dirigirse incluso a sí mismo. Esto implica la desapropiación
inaugural por la que no hay voz que no sea siempre la de otro. La duplicación fantasmática
de la identidad recorre el texto y una pregunta se hace constante: ¿quién
habla?, ¿quién está hablando ahora? Otra estrategia de descentralización es el
corte de la prosa con la versificación, de ahí el desajuste constante de la
narración y la lectura y el no encontrarse nunca con lo que se espera. Así se
abre el espacio para que surja la multiplicidad de voces y los cruces
temporales.
Con ello, la narración parece buscar
las condiciones de posibilidad de ese mismo descentramiento. No comunica una
historia, la busca; en todo caso, desespera la historia de ese mismo desfasaje
de voces y palabras -un orden que organice el caos musical de las voces
descentradas. Desde ese lugar del “no tengo palabra” se invoca la pasión de los
cuerpos. Es el ritmo afectivo de esa música el que le da encarnadura a los
espectros de la ficción y traza la heroicidad lumpen de los nombres –El Arveja,
El Muñeco, La Ranita, etc- y sus mundos –la remisería, la cancha, el asado, la
cárcel-.
En el interior de esa búsqueda de la
narración, surge el tiempo de una espera. La lógica del “batacazo” del que
habla Becerra en la contratapa no vale tanto por su realización sino por el
espacio abierto antes de que ocurra. “Hoy puede ser el día”, dice el narrador
al comienzo de la novela, porque no todos los días son el día. Y mientras el
día en cuanto tal no advenga, el problema es qué hacer con todos esos días que
no son el día, cómo celebrar la espera durante ese tiempo que de algún modo
todavía no es el verdadero tiempo. Las horas que ve correr el remisero de la
narración entre viaje y viaje, es un tiempo mesiánico, donde incluso el
territorio queda definido por un destino que no es propio sino el de aquel a
quien se lleva en el auto. En esas horas se da la conjura, el modo de escalar en
la interna de una hinchada de fútbol, el viaje con la barrabrava, la ilusión
del amor, la desesperación por la guita, pero sobre todo se traza el tiempo del
aguante. El aguante entonces no remite a una cultura particular, a modos más o
menos marginales de interacción, no es parte de una vulgata sociológica, sino
que cobra en El Palomar un estatuto
metafísico.
Aguantar: no importa qué cosas se
aguantan, sino aguantar para que el día prometido, el tiempo verdadero,
advenga. El aguante, entonces, toma la forma de la tragedia: los hombres se
despedazan, se abandonan, se encierran, se penetran, se roban, se matan, y
también son ellos mismos los que cantan y bailan y viajan y aman, en
definitiva, celebran. Por eso El Palomar
adquiere la forma de una tragedia, porque en el fondo es una celebración de la
espera del momento en que el día, el verdadero día, se haga.
Es un modo bien distinto al de la
compasión nacida de la mímica, diferente al compromiso simbólico o la fantasía
ideológica de pertenecer a un mundo que a través de la representación ficcional
se mantiene lo más alejado posible del cuerpo de letrado. No se trata de la
representación de un mundo descompuesto sino de la descomposición de una lengua
que busca determinar las variables del desastre y espera con ello que la
narración -el Día, el Batacazo- sean posibles.
La conexión con el Martín Fierro no es desacertada. En el fondo se juegan los mismos
problemas narrativos. Hernández (que pertenece a la elite que elimina al
gaucho) no copia la voz del gaucho, la desplaza hacia otro lugar que es la
lengua de la gauchesca, es decir, inventa una lengua que también es un mundo
con una épica propia, una lógica de la violencia y el desastre. Eso mismo es El Palomar. No hay copia sino
desplazamiento festivo, celebratorio. Y claro está, desde ese lugar corrido,
que nunca está donde está, es donde la literatura se toca con el margen, la
marginalidad, y la locura del mundo. Muestra su funcionamiento esquizoide en
una nueva lengua, no en la imitación canallesca del literato bienpensante que
desde su lugar cómodo se da el derecho de hablar por otro. Es la diferencia
entre creación y representación. La primera implica libertad, la segunda impone
la jerarquía del que puede hablar en nombre del otro que se queda mudo.
Invocar el nombre de Zelarrayán no es ocioso. Cuando en alguna entrevista le preguntaron si él escribía en la estela de la neo-gauchesca, Zelarrayán se enojó porque no quería saber nada con eso. Claro, ni El Palomar ni Zelarrayán se pueden leer desde la gauchesca (eso es para las clasificaciones fáciles de los géneros y el mercado), pero reformulan el gesto de Hernández. Seguramente para volver a la gauchesca hay que pasar por el filtro de Lugones y la maquinaria clasificatoria, alucinada, de canonización de El payador: la estatización de la gauchesca, su oficialización institucional. Disputar en ese terreno no sería más que sumar al juego de los equívocos interpretativos que desde entonces se dieron. Lo que importa es que después de Lugones, la gauchesca es el espacio del delirio y el delirio tiene una sintaxis, una coreografía musical. Contra la domesticación de las palabras reducidas a la función de la mera comunicación de un mensaje (de identidad nacional, de clase, de género), El Palomar nos empuja hacia la intemperie de una lengua que se vuelve musical o que le devuelve a las palabras su condición de seres vivos.