Lo que habría venido: notas sobre Lo que vendrá - Martín Kohan

  

            Josefina Ludmer, Lo que vendrá. Una antología (1963-2013), Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2021

 

            Claro que puede haber lecturas, incluso muy buenas, incluso brillantes, sin una máquina de lectura de por medio. Pero para Josefina Ludmer algo así no era posible. Para Josefina Ludmer toda lectura suponía una máquina de leer. Y no porque se tratara de aplicar o poner a funcionar esa máquina, para así efectuar una lectura (nada más lejos de la crítica literaria de Ludmer que la aplicación mecánica de modelos), sino porque al leer no hacía sino crear la propia máquina de lectura, pensarla y montarla, idearla y componerla. Ludmer fue entonces siempre más que la operadora de la máquina, antes bien fue la inventora. Y no la inventaba para poder después leer; la inventaba en la propia lectura, la inventaba con la propia lectura.

            Ahora bien, a Ludmer no hay que pensarla solamente como inventora o constructora de esas máquinas de leer, sino también como su luddita. Con igual constancia y con igual eficacia, se dedicaba a destruir o descomponer las máquinas inventadas y empleadas previamente, o bien, en todo caso, se disponía a dejarlas de lado, abandonarlas a su destino de caducidad, arrumbarlas en el rincón de los trastos en vías de envejecimiento, librarse de ellas para pasar al siguiente invento cada vez que lo que había sido invento corría el riesgo de convertirse en su exacto opuesto, en fórmula o en receta. Lo que Ludmer había hecho en Cien años de soledad. Una interpretación, leer un texto, dejaba de hacerlo en Onetti. Los procesos de construcción del relato; lo que había hecho en Onetti. Los procesos de construcción del relato, leer una obra de autor, dejaba de hacerlo en El género gauchesco. Un tratado sobre la patria; lo que había hecho en El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, leer un género, dejaba de hacerlo en El cuerpo del delito. Un manual; lo que había hecho en El cuerpo del delito. Un manual, leer un corpus, dejaba de hacerlo en Aquí América Latina. Una especulación.

            Lo que vendrá es una antología de artículos críticos de Josefina Ludmer, preparada y prologada por Ezequiel De Rosso; abarca exactamente cincuenta años, comienza con un artículo sobre Ernesto Sábato publicado en 1963 y se cierra con el artículo sobre “Literaturas postautónomas” que apareció en 2013. Se trata entonces, por efecto de la compilación, de un trazado cronológico por todo su recorrido crítico. La Ludmer que en 1963 lee Sobre héroes y tumbas se remite todavía a “la ideología de Sábato, que no le permite dar cuenta de una realidad total” (habla de realidad y de totalidad y remite a la ideología al autor); en 1969, leyendo a Miguel Barnett, se plantea “la superación de la subjetividad creadora”; ya en los ’70, leyendo a Puig, a Cabrera Infante o a Mario Benedetti, pensará los textos en términos de producción y entonces inscribirá la ideología en el sistema de producción de la significación, dado “el carácter siempre ideológico de las formas literarias”. Es un desplazamiento crucial, que subrayará en el prólogo a la segunda edición de su libro sobre Cien años de soledad, en 1985: en oposición a la crítica sociológica, cuyo objeto son los escritores y no la propia literatura, se trata de inscribir la ideología en los propios programas narrativos y textuales.

            En ese mismo año, 1985, Ludmer publica “Tretas del débil”: una lectura decisiva de la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, que empieza con esta declaración tajante: “No hablaremos de la escritura femenina con rótulos ni generalizaciones universalizantes. Con esto queremos decir que rechazamos lecturas tautológicas”. Ludmer va a leer a Sor Juana, en cambio, a partir de las posiciones de enunciación (que son textuales), de la escritura como “máquina transformadora”, de cadenas de negaciones o de contradicciones, para establecer, en fin, cuáles son las “tácticas de resistencia” de Sor Juana. En esta misma línea, la de inversión y resistencia, leerá a Alfonsina Storni en 1990 (“¿Saben los del género-sexo-opuesto que cuando las mujeres hacen lo que no quieren, cuando las mujeres hacen lo opuesto de lo que quieren, también hacen lo que quieren?”); y en esta misma línea leerá “el juego de la dominación y la resistencia” de los héroes de Roa Bastos en 1991.

            Las lecturas críticas de Ludmer, aun en sus variaciones, tienden siempre a sistematizar un método, de ahí la pertinencia singular que la figura de la máquina llega a tener en su caso. Al dotar a cada lectura de la potencia de un modo de leer (y de ahí, inseparablemente, de una determinada concepción de la literatura, en lucha contra otras), Ludmer postula una y otra vez un modelo (no un lector-modelo, a lo Umberto Eco, sino un modelo de lectura: una manera de leer que se establece y que se imparte). Podría decirse, por eso mismo, que sus trabajos críticos parecen ubicarse entre una voluntad de esquema y una prevención ante los esquematismos, entre la disposición a sistematizar y el cuidado de no mecanizarse: “Es lícito afirmar, con el riesgo del esquema…”, dice en el trabajo sobre Sábato, y apenas unas páginas después, “El esquema es el siguiente”; “La bipolaridad no es mundo imaginario frente a realidad (…), como podría pensarse esquemáticamente”, dice en el trabajo sobre Vicente Leñero, y apenas unas páginas después, “este esquema es exactamente homogéneo en Isidro y Jacinto”.

            Esquemas, no esquematismos. Sin reducir ni hipostasiar, tramar lecturas a partir de una marcada sensibilidad para las constantes y las regularidades. La huella estructural: sistemas totales; niveles, jerarquías, leyes; formas y funciones; bipolaridades y subordinaciones internas. Esa impronta va a ir virando luego hacia las series, las cadenas, los puntos de fuga; esto es, de las totalidades que se cierran hacia una proliferación que se abre (y produce significación en el corte, no en la clausura). Una reformulación determinante para el recorrido crítico de Ludmer, la reformulación del imaginario de lectura del “adentro” y de su “afuera”. Porque el análisis textualista, tal como lo señala De Rosso, apunta claramente a la interioridad de los textos (Ludmer: “Tres tristes tigres es un texto estructuralmente cerrado”); las categorías de la exterioridad quedan expresamente descartadas: ni representación (“Nadie representa nada en una novela”), ni referencialidad (“los límites del lenguaje y el carácter inenarrable de ese referente sobre el que se fija el deseo de narrar”, en Onetti; y a propósito de Macedonio Fernández, en pose de combate crítico: “Algunos creen, todavía que eso es lo que importa: la lámina, el cuento, el referente; ese cuerpo que trasciende las meras palabras sobre el papel y se esboza allí, en un afuera –un ‘mundo’- alucinado”); ninguna causalidad exterior determinando la significación de los textos (“No hay ideas, intenciones, efectos o causas –anteriores-exteriores- que incidirían o trascenderían la significación determinándola”). Los juegos de interioridad y exterioridad (por ejemplo, en Vicente Leñero) van a darse “dentro de la ficción misma”, esto es, dentro de los textos, así como va a producirse “en el interior del texto” el “efecto de producción de realidad” (ya en el análisis de la gauchesca).

            La literatura va a leerse en su adentro (ya que el afuera va a inscribirse adentro también, al menos para poder ser leído), lo que en este caso equivale a decir que va a leerse en clave de autonomía. La propia Ludmer lo puntualiza en su autorretrato crítico de 2009 (”La crítica como autobiografía”), al marcar que, aun en el pasaje de las oposiciones binarias del estructuralismo al juego del significante de la literatura como producción, perduraba la premisa de que “ahí mismo, en el texto, estaba todo”. El quiebre de esa autosuficiencia textual decidirá a su vez el quiebre de la autonomía como perspectiva de lectura. En el prólogo de 1985 a su trabajo sobre García Márquez (lectura de un texto que se bastaba a sí mismo), Ludmer detectará o insertará una tensión: una “tensión entre autonomía (disponibilidad de significar) y usos políticos de la literatura” que “define el carácter específico del enfrentamiento de las lecturas críticas”. Ya en 2000, en “¿Cómo salir de Borges?”, desplegará esta problematización, ya que sostiene que “con Borges (…) culmina la historia de la autonomía literaria en la Argentina” y que “la historia de la autonomía es la historia de la alta cultura en la Argentina y la historia de la canonización de Borges”, por lo que notoriamente la formulación cómo salir de Borges puede transponerse en cómo salir de la autonomía. Lo dice Ludmer: “Se trataría de romper sistemas cerrados, de disolver las unidades de la autonomía textual, y también de disolver la estructura del canon”.

            El ciclo de la autonomía, vale decir: el ciclo de las lecturas autonomizadoras, fortificaba un espacio propio para la literatura, refractando exteriores contextuales (o admitiéndolos pero por incorporación, haciéndolos partes del texto). Esa celosa defensa de una especificidad inmanente, que no podía sino concretarse como defensa de una interioridad literaria, parece haber empezado a producir un efecto de claustrofobia. Ese mismo factor de preservación de lo propiamente literario respecto del acecho de disciplinas foráneas (en particular, el sociologismo) empieza a suscitar una cierta sensación de apretura, de estrechez, de angostamiento. El concepto de postautonomía, propuesto en 2013 con gran repercusión, viene a encarar este conflicto. De Rosso lo define en el prólogo como “una feliz claudicación” (pero, ¿a quién corresponde exactamente esa atribución de felicidad: a Ludmer, a sí mismo, o a los dos?). Con la noción de postautonomía, Ludmer apunta a poner en cuestión tanto la separación entre los textos y su afuera, o entre la misma ficción y su afuera (“las escrituras” que “diferenciaban una realidad real –para decirlo de algún modo- de la ficción”), no menos que la delimitación de un espacio propio para la literatura (“Hoy asistimos al fin de las luchas por el poder en el interior de la literatura. El fin del ‘campo’ de Bourdieu”).

            Ahora bien, el asunto pasa a ser cómo poner en crisis ese paradigma de la inmanencia sin ceder terreno, sin darse por vencida, ante los viejos antagonistas: sin ir a parar a las deploradas historizaciones empíricas, los biografismos, las contextualizaciones sociológicas; esto es: cómo claudicar, si es que se trata de claudicar, pero no ante los antagonistas de siempre en el frente de las batallas críticas. En aquel prólogo del ’85, Ludmer convocaba a “construir otro concepto de contexto”. En 2006, volviendo al género gauchesco, hablaba del “juego de las coyunturas” (no dice contexto, pero sí dice coyuntura). En su lectura de Santa, de 2001, como antes en El cuerpo del delito, consignaba un “salto modernizador liberal”, criterio de periodización epocal. Y en “Literaturas postautónomas”, de 2013, se ocupa de los modos de publicar literatura, las condiciones comerciales de las editoriales y su propio carácter como empresas (“La diferencia del Borges de Emecé argentina y el de Random House Mondadori es lo que imagino como diferencia entre la era de la autonomía y la era de la postautonomía”).

            En el título “Salir de Borges”, que es a la vez una consigna, la palabra a subrayar es evidentemente salir. Salir de Borges, salir de la autonomía, salir de la inmanencia textual, salir de ese adentro de las lecturas; pero no hacia un afuera pleno (porque un resto de agorafobia perdura en esta claustrofobia). Ludmer va a plantear en cambio un imaginario de borde (como esa “posición de frontera” que propone para Santa de Gamboa, o esa literatura que “entra y sale de la literatura a la vez: oscila en la frontera” que propondrá para la postautonomía); un impulso al afuera pero desde adentro (salir de Borges con Borges: “Un lugar de lectura interno de Borges desde donde poder salir de él”); o bien la invención de categorías de “desdiferenciación”: “un espacio exterior-interior”, “sujetos interiores-exteriores”, la posibilidad de narrar “desde un afuera-adentro” (variantes todas del análisis de “Ficciones cubanas de los últimos años”, de 2004); o bien “una fusión: la realidad-ficción” (enarbolada en “Lecturas postautónomas”, de 2013).

            Ya no se trata de separar y especificar diferencias, sino justamente de lo contrario: de homologar, integrar y borrar diferencias: “desdiferenciar la realidad de la ficción”, principalmente. Borramientos: “se borran los géneros literarios”; “los sujetos diaspóricos” borran la escisión adentro /afuera; “en muchas escrituras se borra la separación entre realidad y ficción”. Ludmer se afana por discernir un presente, “las escrituras del presente”, “los rasgos comunes de la literatura del presente”. “Literaturas postautónomas” empieza así: “Hoy concibo la crítica como una forma de activismo cultural y necesito definir el presente para poder actuar”. El presente. ¿Qué presente? Un presente que concibe en estado de transformación: “para mí la postautonomía es un modo de pensar el cambio”: cambios en la manera de escribir, de leer, de publicar, de existir el lenguaje (“la escritura trata de producir imagen visual porque la imagen es la ley”), de conectar realidad-ficción (“El resultado es una mezcla indiscernible, una fusión: la realidad-ficción (…): el nuevo régimen cambia el estatuto de la ficción y la noción misma de realidad en literatura”).

            Ahora bien, ¿qué sería exactamente lo nuevo, de todo esto que se declara “nuevo”? ¿A qué se debe, en qué radica? Porque ni los borramientos de fronteras entre géneros literarios, ni los sujetos diaspóricos y su desestabilización de espacios, ni la escritura proyectada a la dimensión de la visualidad, ni la opción de mezclar realidad y ficción hasta el punto de volverlas indiscernibles son, en sentido estricto, elementos propios de ese “presente”, ni son de por sí una novedad. No alcanzan, por eso mismo, para establecer un nuevo estado de cosas para la literatura. ¿Cabría plantearse, entonces, que esa asertiva postulación de lo nuevo, tan marcada en esta etapa final de Ludmer, responde menos a una verificación empírica del estado de cosas que a una necesidad del propio dispositivo crítico? No tanto una consideración o una constatación exógenas, como una necesidad inmanente. Se postula una novedad menos para comprobarla en el afuera de las condiciones de existencia de la literatura, que para sacudir el adentro del propio sistema crítico, que precisa cada vez más salirse de sí (última instancia, última verdad, de todos los salirse de).

            En “La crítica como autobiografía”, de 2009, Ludmer escribía: “Ahora no se sabe muy bien adónde voy”. Esa formulación, en la que resaltan tanto la primera persona (adónde voy) como el recurso al impersonal (no se sabe), se proyecta con nitidez sobre ese título tan exacto que da nombre a esta antología: Lo que vendrá. Una definición más que adecuada para una crítica literaria como la de Josefina Ludmer, en la que el movimiento hacia el futuro fue siempre lo determinante. “Lo que vendrá”, cabe agregar, es también un formidable tango instrumental de Astor Piazzolla, con lo que la experimentación y lo nuevo resuenan aun por ese lado. Aunque habría que considerar, en cualquier caso, que ese tango fue grabado por la orquesta de Aníbal Troilo (que Piazzolla en un tiempo integró) antes que por la orquesta del propio Astor Piazzolla, en una ejecución necesariamente más tradicional. Podría considerarse un indicio de que lo nuevo, aun siendo nuevo, o incluso para poder serlo, no es lineal ni es predictivo, de que se carga de tensiones, de conflictos, de vaivenes.


MARTIN KOHAN