Antropología póstuma y filosofía ficcional - Germán O. Prosperi
Germán Osvaldo Prósperi es
filósofo y profesor en la Universidad Nacional de La Plata. Sus libros son
indagaciones originales e intempestivas sobre problemas que, en su
configuración, recuperan la impronta creativa de la filosofía. Es autor de los
libros Vientres que hablan. Ventriloquia y subjetividad en la historia
occidental (FaHCE-UNLP, 2015) y La respiración del Ser. Apnea y
ensueño en la filosofía hegeliana (Miño y Dávila, 2018). En esta
oportunidad conversamos sobre su última publicación, La máquina óptica.
Antropología del fantasma y (extra)ontología de la imaginación (Miño y
Dávila, 2019), y sobre su modo de entender el quehacer filosófico.
Natalí Incaminato: ¿Cómo surgió la idea del libro?
Germán O. Prósperi: Surgió de algo muy sencillo: interpretar
una metáfora en términos literales. Furio Jesi, un autor italiano muy
interesante, llama “máquina antropológica” a un dispositivo histórico que
genera imágenes de lo humano. La idea es que no existe una esencia humana sino
meramente imágenes generadas por este dispositivo. El término “imagen”, en Jesi,
tiene sobre todo una función metafórica. Sirve para explicar que cada cultura o
sociedad concibe de cierta forma la humanitas
del homo sapiens, lo que significa
ser humano. Esta idea ha sido retomada por Giorgio Agamben en un libro que se
llama Lo abierto. Pues bien, en mi caso no se trata de una metáfora, sino de una
constatación ontológica. El ser humano es
una imagen. No hay nada metafórico allí. A decir verdad, nunca me terminó
de convencer la noción de metáfora. Los efectos más interesantes, me parece,
surgen cuando interpretamos las metáforas en términos literales. Es un modo de
ficcionalizar el mundo; en mi libro, un modo de ficcionalizar lo humano.
N.I.: En tu libro anterior, La
respiración del Ser. Apnea y ensueño en la filosofía hegeliana, hablás de
“filosofía ficcional”. ¿Qué sería la filosofía ficcional?
G.P.: He tomado prestada esa expresión de Timothy Leary y Philip
K. Dick, pero es una idea muy foucaultiana y, más allá, nietzscheana. Creo que
en Lacan hay algo similar. Consiste en no pensar a la ficción como lo opuesto a
la verdad, sino como un dominio que puede generar efectos en la realidad,
posibilidades inéditas de pensamiento. La realidad, como constructo puro, no
existe. En este punto sigo manteniendo mis distancias respecto al llamado
“realismo especulativo”. Borges ha insistido mucho en la contaminación de lo
real y lo ficcional, por ejemplo en Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius: “la realidad cedió en más de un punto”, dice Borges.
En ese cuento, de hecho, lo ficticio termina reemplazando a lo real. Esta
impregnación de lo ficticio y lo real es muy concreta, muy práctica. La
imaginación es la facultad que permite el pasaje de un dominio al otro. Recuerdo
una frase de Godard, al menos aparece en una película suya, creo que en Adiós al lenguaje, que dice así: “quienes
carecen de imaginación se refugian en la realidad”.
N.I.: Tus libros, entonces, se ubicarían entre la filosofía y la
literatura.
G.P.: Yo creo que mis libros, en cierto sentido, son novelas conceptuales. Tengo entendido
que existe la categoría “novela filosófica”, pero se la usa para referirse a
novelas tradicionales que abordan contenidos filosóficos, por ejemplo La náusea, Crimen y castigo, La montaña
mágica o textos así. Lo que yo llamo novela conceptual, en cambio, es un
tratado de filosofía tradicional, por ejemplo la Monadología de Leibniz, la Ética
de Spinoza, las Enéadas de Plotino…
no sé, el tratado que sea. Para mí son novelas, sólo que escritas en un
lenguaje más o menos técnico, con un estilo filosófico y cuyos personajes son
conceptos. Tal como sucede con los personajes de los relatos literarios, los
conceptos atraviesan diversas situaciones, se relacionan entre sí, construyen
alianzas, se pelean, se traicionan, etc.
N.I.: Bueno, volvamos a La máquina óptica. El libro está
dividido en cuatro secciones. ¿Podrías resumirlas rápidamente?
G.P.: Hago el intento. En la primera sección trato de explicar
con el mayor detalle la estructura y los componentes de la máquina óptica, la
categoría que funciona como eje de todo el texto. Se trata de un dispositivo
óptico porque funciona articulando dos ojos, el ojo del alma y el ojo del
cuerpo, y generando, a partir de esa articulación, una imagen tridimensional:
lo humano. Funciona al igual que nuestra visión binocular, al modo de un
estereoscopio. El punto importante es que la tridimensionalidad es sólo un
efecto óptico producido por un dispositivo histórico-político. El centro de
este dispositivo, es decir el lugar en el que se realiza la integración de las
dos imágenes, es el quiasma óptico que identifico con la imaginación.
En
la segunda sección aplico ese modelo formal a casos concretos. Básicamente lo
reduje a cuatro autores: Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona y Descartes. En
todos ellos se puede observar la asimetría entre estas dos miradas y estos dos
ojos y al mismo tiempo el lugar fundamental pero absolutamente disruptivo que
ocupa la imaginación y la imagen.
La
tercera sección aborda una problemática teológica, y en particular bíblica: el
hombre como imagen de Dios, como imago
Dei. En los teólogos y Padres de la Iglesia se puede ver con gran claridad
cómo lo que para nosotros es metafórico para ellos era literal. El hombre es la
imagen de Dios: esta afirmación pertenece al orden de lo ontológico. Me
interesó aquí distinguir dos tipos de imágenes: el ícono y el fantasma. En la
tradición bíblica el hombre es pensado siempre como una imagen que se funda en
su arquetipo paterno. En términos platónicos, diríamos que es un ícono, puesto
que guarda una relación de simetría y de proporción con el modelo. Sin embargo,
con la muerte de Dios, es decir con Nietzsche, el ícono se vuelve fantasma. El
fantasma no remite a ningún arquetipo y por lo tanto no es tampoco una copia,
como el ícono. Yo retomo esta tesis de la lectura que hace Deleuze del Sofista, aunque es discutible. Platón es
el padre del hombre occidental; Nietzsche, el parricida. Acá hay una influencia
de Heidegger, claro.
La
cuarta sección, por último, intenta esbozar una ontología de la imaginación. Si
lo humano es el efecto generado por un dispositivo óptico cuyo centro coincide
con la imaginación, entonces esta última no puede ser abordada en términos
subjetivos y/o humanos. De allí la necesidad de desplazar el eje a un registro
ontológico.
N.I.: ¿Cuál es la tesis central del libro?
G.P.: La tesis central, como te decía, es que el ser humano es
una imagen, un fantasma y, en cuanto tal, no existe. Se trata de un diagnóstico
similar al de Las palabras y las cosas
pero más extremo aún. No sólo el hombre deja de existir luego de la episteme
moderna, no sólo regresa a una “serena inexistencia”, como dice Foucault, sino
que nunca ha existido porque siempre ha sido un fantasma generado por la
máquina óptica. En mi caso, la muerte del hombre es coextensiva a la metafísica
en cuanto tal. Su “existencia”, entonces, es siempre póstuma. Platón, quien
pone en marcha la máquina óptica, da a luz un hijo muerto.
N.I.: ¿Creés que tu libro se inscribiría en una perspectiva
post-humanista? Te pregunto esto porque en la actualidad está muy cuestionado
el lugar específico del hombre en relación al resto de los vivientes.
G.P.: En efecto, podría objetarse que, si bien el hombre es el
efecto óptico de un dispositivo y por lo tanto no posee una esencia, es el único ente que, de manera excepcional,
resulta generado como efecto o imagen. Respondería dos cosas: podría extenderse
este dispositivo, aunque tal vez habría que modificar su estructura bipolar, al
resto de los vivientes (máquina zoológica en general, pero también –por qué no–
máquina angelológica o demonológica, o máquina fitológica, etc.). Sin embargo,
el gesto de pensar lo humano en mi libro, y no lo animal no-humano o lo vegetal
o lo mineral, ya supone una preferencia de mi parte. No lo discuto. La cuestión
de lo humano siempre me ha interesado. Sólo agregaría, y este es el segundo
punto, que para mí no es un problema en sí mismo. Yo escribo a partir de cuestiones
que asumen de repente una condición de urgencia (para mí, por supuesto) y que
no necesariamente se inscriben, al menos no de forma directa, en las
discusiones actuales. Estos problemas no obedecen al tiempo cronológico.
N.I.: ¿Pero no decía Foucault que era necesario realizar una
ontología del presente, de la actualidad?
G.P.: Sí, de acuerdo, pero hay muchos modos de realizar esa
ontología. Yo no tengo una obsesión por saber lo último que se está discutiendo
en filosofía, algo así como el último grito de la moda. Con esto quiero decir
que no toda deconstrucción de una idea o teoría, por el mero hecho de ser una
deconstrucción, resulta en sí misma interesante. Si algo ha sido criticado por
la filosofía actual, pero para mí puede ser recuperado desde otro lado, no
tengo problema en hacerlo. Hay veces que los textos que escribo me parecen más
cercanos a problemas de la Antigüedad o de la Edad Media que a cuestiones
actuales. Pero el punto interesante es cuando se produce, como decía Benjamin, una
colisión de lo que ha sido con el ahora. A mí no me interesa tanto formular una
teoría que permita describir lúcidamente la “realidad objetiva”. No tengo
pretensiones de objetividad. Lo mío es mucho más modesto: lo que trato de hacer
es construir dispositivos conceptuales que permitan interpretar de cierta forma
el mundo, la historia, la vida, la muerte, etc. No me importa demasiado si ese
dispositivo suena descabellado o delirante, si se ajusta más o menos a lo que
entendemos por realidad o por actualidad; por eso la filosofía, tal como la
entiendo, es esencialmente ficcional y su impronta muy próxima a la literatura.
Nunca me identifiqué con la idea de intelectual lúcido, esa figura del tipo (porque
en general suele ser masculina) que viene y tira la posta. Yo siempre me sentí
más bien un idiota, un idiótes. Pero
volviendo a tu pregunta anterior, La
máquina óptica, para mí, es un texto decididamente post-humanista, no sólo
porque se afirma la contingencia de lo humano, sino porque lo humano no goza de
ningún privilegio.
N.I.: Pero sí decís que hay una especificidad de lo humano.
G.P.: Especificidad no es privilegio. Todas las especies –y, al
límite, todos los entes– poseen rasgos específicos. Explico este asunto en la
“aclaración preliminar” del libro. El fenómeno de la cristalización, por
ejemplo, es algo extraordinario y excepcional. Ser soñado por un dispositivo
óptico no es un privilegio. Yo no tengo el olfato de Pelín, la gata que me
acompaña desde hace muchos años, y eso para mí es algo excepcional, tampoco
tengo su gracia y su mirada, ni su oído magnífico ni sus movimientos. Además,
quizás ella también sea soñada por un dispositivo, no sé... Apenas logro hablar
de mí. También he tenido perros con rasgos absolutamente únicos y
excepcionales.
N.I.: Podría decirse entonces que se trata de un humanismo
post-humanista.
G.P.: Una amiga muy perspicaz me dijo una vez que el libro
parecía escrito por dos personas diferentes, como si por un lado defendiera
ciertas tesis y por otro lado proporcionase argumentos para criticarlas. Tiene
razón, desde luego. Esta amiga lee mucho mejor mis textos que yo mismo. A
propósito, en breve le voy a pedir que me aclare algunas ideas de La máquina óptica porque no termino de
entenderlas. No estoy diciendo esto con ironía, sino con total franqueza. No
dejamos de ser extraños para nosotros mismos, sobre todo cuando escribimos y
pensamos. Y cuando amamos, quizás.
N.I.: Pero ¿vos creés que hay dos posiciones irreconciliables en
tu libro?
G.P.: Creo que La máquina
óptica puede ser leído de dos maneras completamente diversas, incluso
opuestas. Ambas formas de lectura podrían condensarse en dos fórmulas en
apariencia similares: “el fantasma es humano”, “lo humano es un fantasma”. Como
resulta evidente, en este caso el orden de los factores sí altera el producto.
La primera fórmula es antropomórfica, implica una humanización del fantasma
(que, en sí mismo, no pertenece a ningún reino o género ontológico); la
segunda, en cambio, es fantomórfica (si pudiera decirse), e implica una
fantasmatización de lo humano. Mi libro se inscribe en esta segunda línea. El
fantasma es paradójicamente la imposibilidad de lo humano. Pero de nuevo ahí
surge la objeción: el hombre es el único
ente capaz de acceder a su imposibilidad. Como dije, no es un problema para mí,
no veo un problema allí. Ahora, si a partir de ese rasgo se construye, como se
ha hecho y se hace con frecuencia, una posición privilegiada de lo humano, eso
ya es otra cosa. Pasa un poco como con la metafísica. Todos conocemos sus
efectos nefastos, sus complicidades con los poderes establecidos, sus pactos
espurios, su habilidad para justificar lo peor. Pero ¿eso significa que tenemos
que abandonar sin más la metafísica? Yo no lo creo. Me parece más interesante
retomarla desde otro lado. Es uno de los puntos que más rescato del realismo
especulativo.
N.I.: En algún lugar de La
máquina óptica decís que “el hombre es un aborto” y recién dijiste que “Platón
da a luz un hijo muerto”. Me pareció que de alguna forma tenía que ver con las
discusiones actuales, aunque vos digas que no escribís a partir de lo que
sucede en la actualidad.
G.P.: Lo que digo es que no escribo sobre algo por el hecho de
ser actual o formar parte de algún tipo de agenda. Lo cual no significa que los
temas de actualidad no se filtren inevitablemente. Me interesa mucho esa
impregnación indirecta. La afirmación “el hombre es un aborto” significa que el
inicio de lo humano coincide con el momento en que comienza a funcionar la
máquina óptica. Esto sucede, como dije, con Platón, por eso es el padre del
hombre occidental. Él instaura la máquina cuando divide lo Real, como dice en
el Timeo, en las cosas que son y no
devienen, y las cosas que devienen y no son, es decir en lo inteligible y lo
sensible. Ahí se abren los dos ojos y las dos miradas de cuya integración
surgirá lo humano. Lo interesante es que surge precisamente como una imagen,
como un fantasma, es decir como una entidad de la cual no puede predicarse la
existencia, por razones que explico en el libro. En suma, el hombre nace como
una imagen, como algo que no existe, nace muerto: es un aborto.
N.I.: ¿Sos de escribir todos los días, de forma metódica, o lo
hacés un poco al azar?
G.P.: En las Cartas a un
joven poeta, Rilke recomendaba escribir cuando experimentamos una necesidad
insoslayable de hacerlo. Yo en general trato de seguir ese consejo. Por eso a
veces termino escribiendo cosas muy sencillas, alejadas del ámbito propio de la
especialización filosófica y de lo que suele ser la filosofía académica.
N.I.: Sin embargo, tenés varios artículos publicados en revistas
académicas, y muchos de ellos incluso con un estilo muy erudito.
G.P.: Para mí la erudición es –o debería ser– un medio, nunca un
fin. El fin es la filosofía, el pensamiento. Si la erudición subyuga a la
filosofía, todo se vuelve un embole y ya no me atrae. Es algo curioso… Yo me he
habituado, luego de sufrir un tiempo, a la lógica de los papers. La tengo tan incorporada que escribo mencionando
bibliografía secundaria y cosas así. Es un espanto en un punto, pero se ha
formado como una suerte de hábito en mí. Igual depende del texto, yo no decido
el estilo, lo decide el propio texto. Es una cuestión de ritmo, como en la
música. Lo bueno es que no necesito escribir artículos por cuestiones laborales,
no estoy obligado a hacerlo. Lo mío es puramente gratuito y lúdico.
N.I.: ¿Actualmente estás escribiendo algo? ¿Tenés pensado algo a
futuro?
G.P.: Por el momento, continúo con mis clases de Introducción a la Filosofía en la UNLP,
ahora un poco alejado de la escritura. De todas formas, te cuento a modo de
primicia que para mediados de este año está prevista la aparición de un libro
que escribí sobre cristología, en la misma colección de Miño y Dávila, la Biblioteca de la Filosofía Venidera que
dirige Fabián Ludueña Romandini, en la que vengo publicando junto a gente muy
querida y admirada. El libro es el primer volumen de una investigación más
amplia titulada Psychomachia. Creo
que serán dos volúmenes en total, aunque todavía no estoy muy seguro.
N.I.: ¿Querés decir algo para terminar la entrevista?
G.P.: Bueno, te dejo una frase de un autor al que siempre
vuelvo, el fascinante y lúcido John William Cooke, “el Gordo” o “el Bebe”, uno
de mis referentes: la despolitización es
la continuación de la política antiperonista por otros medios.