El barroco frío de Pablo Farrés o la ética demostrada esquizoanalíticamente - Rafael Arce

 

En el prólogo a la reedición de 1954 de su Historia Universal de la Infamia, Jorge Luis Borges anotaba: “Yo diría que barroco es el estilo que deliberadamente agota (o pretende agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”. Con la segunda parte de esta definición, solo tres años después, José Lezama Lima creyó razonable disentir. En 2020, Las pasiones alegres, de Pablo Farrés, también. Esto no es más que un juego de palabras: ni Borges ni Lezama ni Farrés piensan que lo “razonable” constituya un valor. Aunque ladina, la falsa modestia borgiana capta con precisión el valor del barroco: la novelística de Farrés dilapida, pletórica, una imaginación proliferante y una exuberancia verbal. César Aira afirma (tramposamente) que su imaginación barroca lo obliga a una prosa informativa, sin estilo. Lo sorprendente de la narrativa de Farrés es que no renuncia a ese isomorfismo y, no obstante, las historias que exorcizan ese mentado horror vacui se dejan leer con cristalina transparencia. Dice también Aira:

 

Odio tener que leer esas interminables extensiones de prosa de alta calidad hasta alcanzar la novela… Pasar por lo bueno para llegar a la literatura. ¡Y pensar que a ese preliminar intolerable nos obliga la buena literatura! Me gustaría poder escribir alguna vez alguna novela que se diera inmediatamente, sin anteponer su calidad.

 

Este “darse inmediatamente” es el don de la narrativa de Farrés: potlatch puramente novelesco: voluntad que hace regalos de entrada, sin circunloquios, sin esas “chotadas de prólogo”, como decía Osvaldo Lamborghini, ese otro maestro de la inmediación. Las pasiones alegres empieza y la novela ya está sucediendo, ya ha sucedido, ya estamos en el corazón de la fábula (o más bien en el de las tinieblas). Farrés no se guarda nada, no administra, no calcula, no raciona: se la patina toda, sin pasarse sin embargo nunca de rosca. De ahí el misterio de su diáfana legibilidad: en vez del trance lamborghiniano, el continuo de Farrés tiene algo de la gelidez del cirujano, una especie de sangre fría, un “estilo clásico” en el que lo abominable, lo monstruoso, lo inimaginable, lo abyecto, se “notifican” en una prosa nada inglesa, nada discreta, nada lacónica, verborrágica pero no estridente, velocísima pero detenida, como el viaje invisible de un glaciar o el desplazarse sublime de un asteroide.

 

Los narradores y personajes de Las pasiones alegres asisten a lo espeluznante con el presentimiento de que la anestesia universal de nuestro tiempo es mucho más abominable que cualquier espanto. Lo que horroriza no es el horror sino la frialdad del monstruo. El barroco frío de Farrés, si el oxímoron es tolerable, vuelve carne (cuerpo muerto, congelado por la nieve de una Siberia Mundial, como esos cadáveres helados del final alucinante de la novela) la anestesia del viviente humano de nuestro tiempo, que ya es distópico, que ha sido siempre, desde su origen, distopía (la distopía no pertenecería entonces a la ciencia ficción sino a la arqueología).

 

Pero digamos esto de un modo más americano, más tropical, menos chauvinista. Farrés participa de esa tradición antropófaga que deglute lo occidental con dosis semejantes de voracidad y de parsimonia. El mundo desmesurado de Las pasiones alegres asimila, en el sentido proteínico del término, las más variadas vitaminas de Franz Kafka, Samuel Beckett, Thomas Bernhard, Phillip Dick, Thomas Pynchon, Roberto Bolaño, Juan José Saer, Felipe Polleri, pero también Hernández, Hesíodo, Hegel, Kojève, Nietzsche y el Berkeley de Borges. La selva artificial farresiana sintetiza lo que devora exhalando un universo esquizofrénico y psicodélico, un mundo de caníbales y de orgías, de violadores y de masoquistas, de coprófagos y de hombres-perro, de alegorías y de cosmogonías, donde la Compañía de “La Lotería de Babel” se ha vuelto teo-biotecnología de la singularidad y donde “Las ruinas circulares” se transmutan: el Mago soñador soñado del Zoroastro se convierte en Inteligencia Artificial diseñada por otra Inteligencia Artificial desconocida que no tenemos más remedio que llamar “Dios”.

 

Como en la utopía de los singularitanos, la apoteosis de la inmortalidad del cuerpo humano restaura, en vez de terminar de destruir, la teología, de la que la hiperciencia es su culto. Esa utopía se transmuta en distopía neo-teológica, en la que el animal humano vuelve a inventar, por medio de la tecnología, un Dios más parecido a esos no antropomorfos de Hesíodo: Gea y Urano, y un Cronos que se devora literalmente a sus hijos en un ciclo perpetuo, transmutando de paso el eterno retorno en un Infierno inmanente, “temporal”. La distopía no pertenecería entonces a la ciencia ficción sino a la antropología o, mejor aún, a la cosmogonía (a lo que Farrés llama “la memoria del desierto”), a la imaginación de una historia de los astros en la que la mera vida es un episodio efímero y horripilante. 

 

En el mundo de Las pasiones alegres la memoria involuntaria proustiano-saeriana es un dispositivo electrónico en el cerebro humano que muy pronto se vuelve naturaleza y entonces no es el cuerpo el que recuerda, ni la lengua, ni el sabor ni el tacto, sino la Compañía, la Máquina, el Amo, el Capital. La antropología especulativa de Saer, sugiere Farrés, es limitada en la medida en que sigue teniendo a lo humano por parámetro. También 2001 de Stanley Kubrick había hecho de la distopía una cosmogonía. Pero acá no se trata del primate que se para en dos patas, sino del perro que camina en cuatro. Los canes pululan en la narrativa de Farrés. Son el parámetro de lo viviente: el perro copula sin importar género ni especie, es coprófago y caníbal, puede ser compañero fiel o vigilante fascista. El perro es un viviente humano no hominizado. En el darwinismo farresiano no está el primate, sino el perro. El hombre-perro de Antonio Di Benedetto, pero lúbrico como los cuadrúpedos de El Fiord. La antropología saeriana se vuelve perrología o, para decirlo con elegancia, kinología, como en el cine de Yorgos Lanthimos.

 

Del perro podemos percibir una dignidad que no es humana, como les pasa a algunas personas ante la contemplación de ciertos ejemplares; como lo imagina el personaje del Padre, que sueña con una raza de pastores alemanes que, cruzados con hembras humanas argentinas, engendren una especie superior. Pero puede ser también el animal más sucio y abyecto del hogar, lo que presta cada vez testimonio de la abyección de su amo. El perro posee un alma, sin duda, tiene “personalidad” como lo dice ese memorable personaje de Tarantino: es sucio pero tiene personalidad. Farrés dice: es sucio pero tiene dignidad. El viviente humano debería aprender de los canes, tener olfato para comerse sus heces y también agallas para el heroísmo, como la perra Laika o la perra Lassie.

 

La narrativa de Farrés ha sabido transmutar la intriga, pero su lector es de preferencia un culposo o un perverso, ya que la novela invita a la devoración, por lo menos en tres de sus cinco capítulos, los impares, lo que indicaría una alternancia entre velocidad y detenimiento, entre fuga hacia adelante y circularidad y detención kafkianas: los capítulos pares son además los de la Madre y el Padre, un laberinto sin paredes ni corredores, invisible, y un cuarto cerrado, que es también un país, un mundo (espacio que evoca además el de El Fiord). El menú, no obstante, es como la carne de un animal desconocido, que nos sacia antes de excedernos, que nos pone eufóricos y también nos repugna. Las pasiones alegres se puede leer como una novela sin hacer ninguna conjetura, sin detectar ninguna de sus muchas sutilezas o intertextos (Farrés es una rareza en nuestra contemporaneidad posmoderna, un tipo que reescribe la tradición occidental y argentina, y hace algo nuevo, inventa un estilo que no suena a nada conocido: uno se pregunta, leyéndolo, si la prescindencia de nuestros jóvenes escritores posmodernos no es una coartada para justificar la pereza y la desidia). Las pasiones alegres se puede leer de corrido, como una historia intrigante y repleta de aventuras, posibilidad que el mismo índice sugiere en clave: años 2036, 1996, 2016, 1986, 2066. Salvo que su lector es menos de placer que de goce. Si se deja llevar por el continuo, puede tragar algún bocado con mueca de disgusto, pues el realismo de Farrés impide ese trillado “efecto de literatura”, esa artificialidad que nos pone a salvo de asistir a asquerosidades porque “total es ficción”.

 

Es la paradoja de la historia de la novela y tal vez la de nuestro tiempo: lo artificial, lo ficcional, se ha vuelto segunda naturaleza y ya no nos sirve de coartada. Por eso la frialdad del narrador cirujano, la frialdad de los personajes que trepanan los cerebros para implantar las memorias artificiales. Es la textura misma de lo real la que no permite distinguir entre realidad y ficción. Solamente lo artificial puede ser realista. Lo artificial es lo que antaño llamábamos lo onírico. El sueño despierto de los cuerpos farresianos es una alucinación que no sabe que lo es. O, mejor, sí lo sabe, pero no sirve para nada. La imaginación de filósofos y de tecnólogos ha vuelto imposible el surrealismo. O lo ha invertido. Por eso Farrés es un excesivo que no se saca: la factura de la novela muestra un control que es lo contrario de la escritura automática (para Aira, sería el Pizarnik de la novela).  Ese pulso es también el manejo seguro de los procedimientos del relato moderno (¿diremos: del relato clásico?): la exuberancia de la historia no se confunde nunca con un exceso del narrador, más bien al contrario. Y esa sangre fría es simultánea de la que exhiben los personajes: es la artificial gelidez de la máquina y del homo sapiens como invención contra-natura.

 

El título de la novela quizás parezca una broma macabra. No lo es. El mundo distópico de Farrés niega el dualismo, porque la hiperciencia ya lo hizo o lo está haciendo: el Espíritu es un algoritmo de programación y los cuerpos saciados y mortificados por la Compañía son lo único que hay, lo que queda después del Fin de la Historia, que en verdad no comenzó nunca. Para Spinoza, las pasiones alegres son las que nos potencian, las que favorecen nuestro organismo y por eso son buenas. No hay Bien ni Mal: hay lo que nos afecta y nos potencia, y lo que nos desafecta y nos hiere. La imaginación atrae al cuerpo a todas sus pasiones, sin que ningún parámetro moral pueda administrarlas. Con la sustancia única de Spinoza, el Mundo es Dios y Dios es el Mundo.

 

La ética demostrada esquizoanalíticamente por Las pasiones alegres piensa los modos de vivir y los modos de morir o, mejor, de no poder morir: ahí están los personajes de Beckett en el desenlace. Tal vez el título sea un canto de cisne: pues si asistimos ahora al fin de la política, muy pronto asistiremos al fin de la ética. Lo que el Dios Biotecnológico nos extirpará será la posibilidad de inventar formas de vivir. Solo el arte y la literatura (y las vidas no estereotipadas) seguirán inventado esas formas: en un mundo moral e inmoral (para el caso es lo mismo), solo la literatura puede seguir soportando la afirmación ética. Solo la imaginación inventa formas de vida nueva para una especie muerta.