Diario íntimo de Emma - Sergio Delgado

 [Extraído (y revisado) de La selva de Marte, Santa Fe: Ediciones de la Cortada, 1994]

 

 

Me siento en la mesa, ahora, tomo tu carta, ahora, y releo tu carta, ahora. Tomo un papel en blanco, ahora, y comienzo a escribirte, ahora, en este mismo momento, ya: un poco antes, unos minutos, unos segundos antes, quién hubiera dicho que ahora mismo estaría, al fin, escribiendo esta carta que hace tanto tiempo he venido borroneando en mi cabeza. Será así nomás, entonces, que hay que escribir las cartas: de golpe, sin pensarlo mucho. Y acá estoy, ahora, sentado en la mesa, frente a la ventana desde donde puedo ver lo que llamo el parque: una extensión de césped ralo, al fondo de la casa, cercada por un alambrado, con varios árboles jóvenes dispersos: dos álamos carolina, dos sauces, un ciprés, un alcanforero, dos robles y varios fresnos. También un árbol de hojas pequeñas y ramas largas y frágiles cuyo nombre en este momento no recuerdo sino en la sensación de que tiene una sonoridad líquida e indígena. De todos, es el único árbol propiamente de la región. Pero más allá del alambrado, en contraste con el parque, con esta suerte de cosmopolitismo arbóreo, más allá del alambrado en cambio hay algunos aromitos creciendo incultos entre pajonales.

Desde acá veo, también, pero mucho más allá, la ruta que va al norte donde pasan algunos pocos autos o algún que otro camión. Y detrás de la ruta, digamos como último telón de fondo, apenas las copas de un monte de eucaliptus que llega casi hasta la laguna. Un manto compacto de hojas que se alza sobre el horizonte: el movimiento multiforme de decenas, cientos, miles de pequeñas superficies verdes alargadas, cada una de ellas con su propio movimiento, pero agrupados en el movimiento de una misma rama, y desagrupados en la variedad de movimiento de las distintas ramas, y agrupados nuevamente en el movimiento de cada árbol, y desagrupados ahora, en los movimientos de todos los árboles del monte. Miro las copas de los árboles, integrándose y desintegrándose sobre el horizonte, como la alternativa numerosa de las olas del mar debatiéndose bajo el viento unánime.

La luz se va apagando lentamente y el viento adquiere por momentos una violencia inesperada. Aunque todavía, al decir del calendario, es primavera, se avecina una típica tormenta de verano que será la que anuncie, mejor que cualquier fecha, la llegada de la nueva estación.

«¿Qué hay de los conocidos?», me pregunta tu carta. ¿Tan lejos estás que te parece que todo esto es una pequeña habitación donde estamos los amigos tropezando todo el tiempo los unos con los otros?... Qué puedo decirte yo. Voy muy poco a la ciudad, muy poco, cada vez menos, pero cada vez que camino por sus calles encuentro más y más rostros nuevos que pareciera que vienen llegando en oleadas desesperadas: habrá un momento, lo presiento, dentro de muy poco, seguro, que terminaré sintiéndome un turista en mi propia ciudad.

Sí, aunque te parezca mentira yo sé tanto como vos, y quizá menos, de los «conocidos», como si yo acá, en Rincón, y vos allá, en San Pablo, viviéramos igualmente lejos de nuestra ciudad.

Dejé un momento de escribirte, me asomé al parque y la llamé a Emma, mi perra, pero no quiso venir. Ahora, de nuevo acá en la mesa, la veo a través de la ventana, gimiendo alrededor del montículo de tierra que está entre un álamo carolina y un sauce. Cada tanto da unas vueltas por el parque, pero siempre vuelve al mismo lugar, junto al montículo de tierra. Y gime. Un gemido lastimero, desgarrador al que quizá tarde o temprano me acostumbre.

 

———

 

Pensar que cuando la compré era nada más que un montón de huesos. Tenía seis meses y una legión de parásitos le estaba royendo las entrañas. Yo recorría criaderos de ovejero alemán con la intención de comprar un buen ejemplar hembra. Y el que hice no fue precisamente un buen negocio. Estaba en uno de los criaderos, sentado en el patio conversando con el dueño y ella, con mucha dificultad, tambaleante, vino hacia mí, apoyó su cabeza sobre mi rodilla (no podía por sí misma mantenerla erguida) y me miró.

Vi en esa mirada, como nunca en mi vida, la soledad y el desamparo, y no pude resistirlo. Allí, en el criadero donde la tenían, la habían desechado a tal punto, que ni siquiera se la ofrecían a los posibles compradores. La dejaban morirse, en el rincón oscuro donde juntó sus últimas poquitas fuerzas, y vino hacia mí temblando. Entonces, el dueño, al verme interesado, comenzó a resaltar su magnífica línea de sangre y a mentirme con descaro sobre su situación clínica, no tan mala como parecía. De todas maneras yo me había decidido a llevarla y pagué el precio que me pidieron sin protes­tar.

Empecé a recorrer veterinarias con mucha dificultad –era un día de lluvia–, y como su enfermedad era realmente seria, nadie quería cargar con semejante trabajo. Al final di con un veterinario joven, no tan hábil como los otros para desarrollar esas frases académicas que nunca mejoran el estado de sus pacientes pero sí, es curioso, el de sus bolsillos, con el que iniciamos un penoso tratamiento. Si no hubiéramos hecho nada, habría muerto en pocos días... ¿Tendrá ella, ahora, un recuerdo de esto?

La recuperación fue lenta y hubo que dedicarle mucho tiempo. Ni señas han quedado de aquel sufrimiento en el ser robusto y fuerte de ahora. Entonces yo vivía con mi mujer, y cómo recuerdo las maneras como me miró. Recuerdo más la evolución de la mirada de mi mujer que la evolución de la enfermedad de la perra. Al principio, cuando llegué a casa con la perra, ella me miró con sorpresa, casi divertida. Pero después, a medida que pasaban los días y la perra seguía con diarrea y vómitos oscuros en los que parecía estar desintegrándose sin mejorar, y yo no hacía otra cosa que dedicarle todo el tiempo, aquella mirada se fue tornando grave. Igual, ahora puedo entenderlo, que la mirada de mi padre.

Cuando, al poco tiempo de morir mamá, compré mi primer perro, papá no dijo nada, absolutamente nada. Era mi madre quien, sin dudas, me impedía traer animales a la casa. Pero aquel perro enfermó gravemente y murió a los pocos meses al cabo de una penosa agonía. Para atenderlo yo descuidaba la facultad, mis amigos, mis salidas, y entonces papá comenzó a mirarme así. Una mirada rara, de conmiseración y al mismo tiempo de reproche, que parecía estar diciendo: pobre hijo mío que no va a hacer nada con su vida, que la desper­di­cia en actividades sin sentido, que consume su futuro mientras la perra se consume en su enfermedad.

Mi mujer, cuando me abría y me cerraba la puerta, en mi ir y venir con Emma de casa al veterinario, empezó a fruncir el ceño apenada, al principio, y poco a poco sus ojos empezaron a parecerse a aquellos de mi padre. La perra, Emma, se recuperó. Pero mi matrimonio no: vino la separación y esa es la histo­ria que ya conocés.

¿Qué se hizo de Emma todo ese tiempo? Quedó en mi antigua casa con ella, la que ahora es mi ex–mujer. Ella insistió mucho y con mucha vehemencia en tenerla. Fue extraño. Pienso que confiaba todavía en poder recuperarme, de la manera que sea, y como nosotros no tuvimos hijos la perra hacía las veces de ese fetiche en que los padres suelen transforman a los niños. Sabés que yo hubiera querido llevarla pero entre todos los problemas no quise uno más. Eso duró un tiempo. Después las cosas cambia­ron, o mejor dicho ella cambió: de buenas a primeras volvió a la casa de su madre y se consiguió un novio (uno de los clásicos, fijate vos, esos de visita con horario, paseos por el Bulevar tomados de la mano, besos y caricias en las confiterías y tocada de teta en algún lugar oscuro de la Costanera). Entonces ya no quiso tener nada que ver conmigo. Supe por amigos que a la casa la vendió para cobrarse así, con retroactividad, la plata que, ella decía, yo no le había pasado –supongo que los gastos que ella se estaba cobrando era la manutención de la perra, lo que quiere decir que Emma se comió mi casa–. Pero no dije nada, y tampoco intenté hacer nada. A esa altura del partido no quería más problemas, aunque tuviera que deambular por ahí, de un lado a otro, sin tener resuelto dónde estar.

Un buen día, me llegó un mensaje de mi mujer: me citaba en la plaza de mayo. Supe de qué se trataba: quería solucionar «el único asunto que teníamos pendiente».

Era de mañana. Una multitud ajetreada circulaba con frenesí hacia los tribunales o a la casa de gobierno. Mientras esperaba, los veía caminar, mirando al piso, apurados. La esperé veinte minutos. Lo normal. Llegó, como siempre, precipitada, y sin sentir la más mínima necesidad de disculparse por la demora. Como si solamente fuera justo su tiempo; no el mío. En una mano traía su montón habitual de expedientes y en la otra la perra que, apenas reconoció mi presencia, comenzó a demostrar su alegría con todas las maneras que el cuerpo se lo permitía.

Mi mujer, mi ex–mujer, mejor dicho, comenzó a explicarme que no podía seguir teniéndola porque... Acepté. Ella, sorprendida, abrió los ojos bien grandes. Habrá pensado que iba a hacerle algún escándalo. Que iba a recriminarle lo de la casa, lo de su novio, las cosas que su madre había andado diciendo de mí, rechazar la perra, y todo lo demás. Pero antes de que ella dijera nada yo ya había decidido quedarme con Emma y, en ese momento, mi cabeza daba vueltas alocadamente tratando de asimilar este nuevo rumbo en mi vida. Mi mujer, mi ex–mujer mejor dicho, intentó iniciar una conversación «civilizada», sin otro objetivo que sacarme información sobre mi vida y mis costumbres, hasta que me dijo, visiblemente molesta por mi renuencia a abrirle mi corazón, en un tono que intentó ser confidencial, del tipo: «te estoy haciendo un favor» (que no le salió muy natural), que me cuidara porque sabía que la policía me tenía fichado. Chocolate por la noticia, le hubiera contestado.

Pero callé y miré el reloj, en un gesto que había preparado varios días antes frente al espejo, manejando, ahora yo, ese tiempo que ella solía siempre monopolizar. Fingiendo que tenía un compromiso súper importantísimo, me despedí de ella con un cordial, y no menos profesional, apretón de manos. Me fui así, con mi perra, caminando lentamente, sin saber, en realidad a dónde ir. No podía caer con Emma a la casa de quien me estaba aguantando aquellos días: era un departa­mento de dos por dos, así que esa noche dormí en el parque, sobre un banco, mientras ella, feliz, corría en la oscuridad cazando gatos.

Al día siguiente fui a ver a otro amigo que tenía una casa abandonada en Rincón, un chalet de fin de semana de su familia, y no tuvo ningún problema en prestármela. Nadie la usaba desde que sus padres habían muerto: sus hermanos estaban dispersos en distintas ciudades, de modo que la casa había permanecido en el abandono más completo y él, mi amigo, no quería saber nada de nada con esa casa. Al llegar, me recibió el vaho quejumbroso de los ambientes cerrados durante varios años, la humedad de las paredes, un polvo mohoso depositado sobre todas las superficies, los muebles apolillados, las arañas y las hormigas más increíbles deambulando lo más orondas por todos los rincones, los cubiertos y las ollas con la triste verdina que deja el tiempo en el cobre, y la parrilla y demás implementos para el asado inutilizados por el óxido.

No me costó mucho mudarme (al contrario de la mayoría de la gente, cada vez tengo menos pertenencias), y casi sin darme cuenta, de pronto, me encontré viviendo acá.

Organicé mi vida de manera muy sencilla tratando de ir, sobre todo a medida que iba descubriendo mis verdaderas necesida­des, lo menos posible al centro. Y me hizo mucho bien estar lejos de la ciudad manteniéndome solo.

Aquello que había temido, el vivir alejado, se volvía a mi favor. Es que, por un lado, nunca antes había vivido realmente solo, y ahora, todas y cada una de las cosas que hacía tenía el sabor de lo nuevo y de lo propio: levantarme temprano, preparar el mate y sentarme a leer, cocinar, salir a caminar por las calles del pueblo, jugar con mi perra, pintar las paredes, cuidar el parque, lavar mi ropa. Y, por otro lado, el estar en un lugar distinto me hacía sentir como de viaje. No iba a andar malgastando tanta novedad con idas y venidas a la ciudad para terminar encontrándome con los idiotas de siempre.

El colectivo diecinueve, que une Rincón con el centro, pasó a ser un elemento de extrema necesidad. Es un colectivo que hace siempre el mismo recorrido, aunque no siempre él es el mismo, y en medio de esos cambios nos hemos, algunas veces, hecho compañía. De día, el diecinueve lleva y trae a los empleados de los comercios y los ministerios que van lánguidos mirando las tibias luces del amanecer sobre la laguna tras la cual poco a poco va apareciendo la ciudad y vuelven cansados, mirándose las manos; y a los niños de rostros somnolientos y tristes que regresan de la escuela convencidos de su libertad recobrada. De noche, el diecinueve cambia por completo y se puebla de una fauna heterogénea, pedazos dispersos de la noche que se reúnen en un mismo regreso: seres solitarios escupidos de los cines o los prostíbulos con esa mueca incierta entre los labios que uno no sabe si es sueño, hastío, o simplemente el regusto confuso del pecado; jugadores que siempre traen, hayan ganado o hayan perdido, la misma mirada vencida; policías exhaustos que terminaron su turno; y algunos pocos, como yo, que no vienen, en particular, de ningún lado, y que debemos traer esa mirada de alivio, de entre sonrisa, de los que han escapado, por un pelo, de algo. Porque hay veces, sí, que me subo a un diecinueve para escapar de algo. Entonces suelo llegar hasta el sur de la ciudad, y me bajo cerca de la plaza de mayo y desde allí, caminando hacia el norte, todo a lo largo de la peatonal, prime­ro, y doblando por el bulevar, después, recorro íntegro el centro hasta la costanera. A veces me quedo horas mirando la laguna, o doy vueltas a la caza de alguien, y luego, avanzada la noche, cuando ya me he apaciguado, por decir así, vuelvo a tomar, de regreso a Rincón, el diecinueve nocturno. Ni el colectivo, ni yo, somos ahora los mismos.

De aquellos regresos guardo en las mejillas, en los cabellos, si acaso mejillas y cabellos pudieran tener memoria, esa extraña y dulce sensación de abandono al recostarme en el asiento, cerrar los ojos y sentir la brisa colándose por la ventanilla cada vez con más fuerza a medida que el coche, aumentando la velocidad, sale del Bulevar, cruza el puente, toma la ruta y, dejando atrás y a un costado la laguna, se interna en lo profundo de la noche, la oscuridad, la nada. Alrededor, al principio, la vegetación sombría; luego, a medida que se va entrando a la zona de quintas, apenas ilumina­das por algún que otro farol tenue, las casas deshabitadas; y, finalmente, las calles arenosas del pueblo cuando al abandonar la ruta, doblando a la derecha, el colectivo comienza a sacudirse y despierto.

El colectivo diecinueve, efectivamente, es casi tan bueno como el método Marlowe, que consiste en una gran botella de whisky que lo conduzca a uno, dulcemente, al sueño. A la larga el principio es el mismo: hay que agotar el día, llegar a la mañana siguiente, porque llegar, despertar, siempre es bueno. Todo se reacomoda con el despertar, todo vuelve a ocupar nuevamente su sitio: la tierra girando alrededor del sol, el sistema solar recorriendo la galaxia, y el universo en su conjunto siguiendo con su invisible e incierta expansión. Al fin y al cabo nuestra vida rebulle sobre la faz del planeta en medio de todas las otras vidas. Una más o una menos le da lo mismo a la humanidad. Y en medio de todas esas cuestiones, si es que se ha optado por el método Marlowe de la botella de whisky, por el colectivo diecinueve, o lo que sea, algo nuevo dentro nuestro nos circula en la sangre, y el dolor de cabeza o el cansancio, esa mañana siguiente, es un problema menor. Llegado un caso extremo se pueden combinar ambos métodos pero conviene siempre empezar con el colectivo diecinueve y recién, en caso que éste no haga efecto, seguir con el otro. Viceversa es un tanto peligroso.

Esos días bochornosos me suelo tomar, entonces, el diecinueve, llego hasta la plaza de Mayo y me siento en un banco. Atardece y hay poca gente en las calles. Miro de a ratos hacia el sur, la casa de gobierno, de a ratos hacia el este, el colegio de los jesuitas, de a ratos hacia el norte, la catedral y así permanezco pasando el tiempo mientras el cielo se pone negro y se hace la noche. El día, la luz, por así decir, se deshace en grumos de oscuridad que al principio se reúnen vibrando entre las ramas de los árboles, debajo de las plantas y los bancos, o en los repliegues del monumento (el centauro de bronce, hierático, en el centro de la plaza, mirando hacia el sur). Y las construcciones que rodean la plaza, a medida que la oscuridad desciende, crecen y crecen, cercándola, mientras la plaza, en la penumbra, late, por un momento, inhóspita, desconocida, baldía. Pero es un momento. Enseguida todo se reacomoda, se empiezan a encender los faroles, las luces de las calles, las vidrieras y los carteles luminosos de los comer­cios. Y ya es hora de pensar en el regreso.

Pero una vez estaba sentado todavía en la oscuridad, cuando pasan a mi lado dos policías de civil y el perro que llevaba uno de los policías enfiló hacia mí, sin ninguna contradicción, tensando la correa, como si una voz invisi­ble lo guiara en mi dirección. Me quedé quieto y el perro comenzó a olfatearme muy excitado, mientras el otro policía me pedía documentos y comenzaba a revisarme exhausti­vamente y sin ninguna delicadeza.

–Es raro –comentó–, no tiene nada.

–¿Seguro? –le dijo el otro.

–Sí: nada.

–El perro no puede equivocarse.

–Entonces lo llevamos a la comisaría. Algo le vamos a encontrar.

Hablaban de mí, de llevar y traer, buscar y encontrar, como si fuera, ¿qué sé yo?, el cuerpo de algún delito o el lugar de algún crimen y yo, que escuchaban cómo decidían por mí mi futuro, no conseguía salir de mi asombro como para poder opinar respecto a un tema tan importante. Todo había pasado tan rápido: cinco minutos antes estaba tranquilo, sumido en la contemplación del anochecer, y ahora, de pronto, me veía envuelto en una película policial. Me mantenía sereno, pero la voz no se decidía a llegar a mi garganta. No tenía mucho que temer, pero, conociéndolos, sabía que por pura diversión eran capaces de hacerme pasar toda una noche en una celda horrible. Me sentí desamparado. La oscuridad seguía a nuestro alrededor, salvo el destello de los ojos del perro que me miraba deseoso como si yo fuera un fémur de gliptodonte. Como pude los encaré:

–¿De qué se trata?

No se vieron en la obligación de contestarme y, en cambio, el que me había revisado le pasó mi documento al otro, el que tenía el perro, que se alejó unos pasos hacia donde había un poco de luz para estudiarlo mejor. El perro, a su izquierda, jadeaba. Se hizo un profundo silencio en el que mi pregunta siguió hundiéndose totalmente estéril.

–Pero mirá vos. Con esta luz no te reconocí –dijo, al final, acercándose el tipo del perro. Era Beto, el adiestrador del club. No sabía que trabajaba para la policía.

–Tanto tiempo –me dijo–. Ni que te hubiera tragado la tierra.

–Me mudé.

–¿Ah sí? ¿Dónde?

–Rincón.

Me devolvió el documento y nos sentamos en el banco como para sostener una conversación «amistosa». El perro se echó a los pies de Beto.

–Así que Rincón. Muy bien. Muy bien... ¿Vos no vivías con Alemán, acá a la vuelta, en esa casa vieja?

–No, ese era Julián.

–Ah, sí, claro, Julián. Pero había otro que vivía también en esa casa, ¿no?, uno, ingeniero creo...

–Se fue del país.

–¿Si, che? ¡Qué bien!... ¿Y Alemán? ¿Qué se hizo de ese atorrante? ¿También se fue?

–No sé.

El otro policía, el uniformado, se había ido alejando unos pasos para observar a una pareja que estaba en un banco abrazada. Beto, me hablaba en un tono confidencial, casi íntimo, mientras acariciaba a su perro.

–Es raro, che. Lo entrené yo, ¿sabés?, es mi primera experiencia. Me mandaron a hacer un curso a Estados Unidos –se acercó para olerme y después, en son de broma, me dijo: –¿Anduviste fumando vos?

En ese momento tuve una fugaz iluminación.

–Mi perra está en celo –dije–, debe ser por eso.

Beto sonrió complacido. Parecía satisfecho con la explicación y volvió a acariciar al perro.

–¿Tu perra? ¿Emma?

–Te acordás de Emma...

–¡Cómo no me voy a acordar! –dijo Beto–. ¡Qué lástima los dientes! Pero no es congénito: puede ser un buen vientre. ¿Le hiciste algún servicio?

–No.

–Deberías hacerlo. Los cachorros se están vendiendo bastante bien. Y nosotros, en la policía, estamos necesitando muchos para este nuevo proyecto. Tenés que ver los perros que me están trayendo: sin estructura, sin carácter. No sirven para nada. Así no se puede trabajar.

–Lo voy a pensar.

–Date una vuelta por el club si querés. Los domingos, desde temprano, estamos trabajando en el parque Garay.

–¿Qué, no se reúnen más en la Rural?

–No, ya no.

 

———

 

Emma, ahora, se levanta y da otra vuelta por el parque: sabe que se avecina una tormenta. Cada tanto se inclina, olfatea, mastica algo, sus propios excrementos quizá, y luego sigue caminando.

El viento agita los árboles. En cada una de esas ramas, en cada uno de esos árboles, miríadas de pequeñas hojas, agitadas todas por el mismo viento, cada una con sus caras, anterior y posterior, entre sí, con distinta brillantez, distinto verdor, distinta opacidad, en contraste, en el movimiento, consigo mismas, y en contraste, a su vez, con las demás, de la misma rama, del mismo árbol y con las demás de otros árboles, refulgen intermitentes, heterogéneas, cada una en sí misma, todas en su conjunto, en el conjunto de todas las ramas, en el conjunto de todos los árboles, en una reverberación que, sobre todo cuando el viento arrecia con mayor violencia, parece a punto de estallar.

Ahora, por un momento, y sólo en una zona, el aire se vuelve más claro. Parece que, por este momento, por estos instantes apenas, las nubes en su deslizamiento han dejado una pequeña brecha más transparente por donde la luz pasa con mayor intensidad. Sigue siendo la misma luminosidad mezquina, cada vez más opaca, que se vuelve, ahora, de pronto, más generosa; así como cuando en una habitación oscura, súbito, irrumpe un débil rayo de sol que, en contraste con el resto del aire adormecido, da la sensación de que lo hiciera con violencia, así mismo, ahora, esta luz parece más intensa de lo que en realidad es y pone de relieve, indiscretamente, ese mundo miste­rioso que, antes invisible, permanecía en suspenso. Ahora en esa zona de luz más clara el aire, digamos, se sustancia y entonces se corporizan las distintas partículas que lo pueblan y recorren: mariposas, aguaciles, pájaros que huye en busca de abrigo, briznas de hierba y hojas que el viento arrastra, que emergen casi de la nada, como si antes no hubieran estado y nacieran gracias a la luz. Y todas esas partículas, desplazándose inquietantemente como en un inmenso movimiento browniano, contra el fondo oscuro de vegetación sombría (los aromitos y los euca­liptus, más allá del haz de luz, que siguen en una oscuridad cada vez más compacta; y también el cielo negro, cada vez más negro, al fondo de todo), todas esas partículas, en ese contraste de luz alegre aquí y fondo lúgubre allá, parecen por momentos brillando como con una luz propia, absurdas, cómicas, irreales.

Pronto, arriba, esa brecha se volverá a cubrir y la luz se apagará, anunciadora, cada vez más y más, y habrá, pronto, muy pronto, la conclusión abrupta, brusca, de esta inminencia, que la irrealidad de esta luz no hace, seguramente, sino ayudar a poner aún más en relieve; y habrá ese otro anuncio, cuando el viento se calme, donde probablemente se escuchará con mayor nitidez el retumbar ahora todavía lejano de los truenos e, indefectiblemen­te, súbita, será la lluvia.

Emma ahora, indiferente a todo, deja de masticar los excrementos, vuelve la cabeza hacia acá, un instante, y luego camina, alejándose, hacia el montículo de tierra revuelta. Ahora llega hasta el montículo, se echa sobre él y se queda apoyando la cabeza en la tierra húmeda. Desde aquí, ella y la tierra, son en realidad una misma mancha marrón. Y más ahora que, a medida que el cielo se vuelve a cubrir y desaparece aquella luminosidad irreal, los matices y los contornos empiezan a desdibujarse y confundirse y el pelaje de Emma y la tierra van confluyendo hacia la misma, turbia, ocre, marrón, marrón-tierra, tonalidad.

¿Te acordás de aquella tarde de verano que fui a verte a la casa de Alemán cuando, de pronto, el cielo se cubrió y comenzaron esas ráfagas de aire cálido que se iba enfriando y humedeciendo cada vez más y más, henchidas con esa fragancia terrosa, ávida, y más, cada vez más terrosa, cada vez más ávida, a medida que el cielo se oscurecía y el viento, batiendo puertas y ventanas, entraba a las habitaciones despedazando, desplazando, el aire pestilente del interior? Nos quedamos, ¿qué íbamos a hacer sino?, en el balcón, tomando mate, mirando la lluvia entrar a la calle como si miráramos una procesión. Son tan curiosas las vidas de las personas, ¿no? Entonces, aquella tarde, fui a convencerte de que estudiáramos juntos para los exámenes, de que no dejaras la carrera. Después fui yo quien abandonó definitiva­mente y vos, en cambio, retomaste y tuviste tu título.

Allá, en la ciudad, la tormenta ha comenzado a descolgarse. Y será una tormenta similar a la que conocimos aquella vez. Pero esta es diferente a cualquier tormenta de verano que pude conocer, porque acá las tormentas son esperadas. Hay, desde un tiempo antes, girando, anunciador, ese olor tan particular, rancio, de la espera. Y no tiene el viento que conquistar nada, renovar nada; no tiene que violar ese aire denso que las ciudades abrigan y adormecen con promiscuidad en sus habitaciones.

Los días que siguieron a mi encuentro con Beto, fueron de una angustia indescifrable. Me molestaba Beto, la maquinaria absurda a la que pertenecía, y la manera brusca como él, ellos, podían meterse en mis olores, mis pensamientos, mis asuntos, haciendo peligrar este nuevo mundo, en definitiva tan delicado. Pero me molestaba aún más que Beto tuviera que venir a desenterrar de mí, mi futuro, por así decir: hacer algo productivo, generar algo que pudiera decirse hecho por mí, sea criar perros ovejero alemán, o lo que fuera.

Todavía falta un poco para que llueva. La perra sigue allá, indiferente, y yo aquí, al abrigo, detrás de la ventana.

 

———

 

Toqué nuevamente el timbre y esperé ante el frente desnudo. A la vista, los ladrillos sin revocar, las vigas de hormigón de un entrepiso y las costuras de las aberturas. En fin: los tristes entretelones de la construcción de una casa hecha dificultosamen­te y con poco dinero. El presidente es un viajante de comercio. Por lo general está fuera durante la semana así que, para asegu­rarme y no hacer el viaje inútilmente, fui a verlo al barrio del oeste de la ciudad donde vive un sábado de mañana. Con él, una persona tranquila y contemporizadora, siempre tuve una relación llamémosle cordial. Atendió la puerta su mujer secándose las manos con un repasador de cocina. Me presenté, pero, cortante, replicó:

–¿Para qué lo busca?

Le expliqué el asunto. Se fue, cerrando la puerta detrás suyo. Volví a quedarme solo en la vereda.

–Mi marido está con los perros –me comunicó al volver–, dice que pase y lo espere unos minutos.

Me condujo al fondo de la casa. El presidente estaba adiestrando a un perro joven. Me saludó desde lejos y siguió con lo suyo. Permanecí observándolo trabajar: estaba con las primeras órdenes. El perro tenía un collar con púas, que se aplicaban sobre su cuello cuando el instructor tiraba de la correa. Cada vez que se le daba una orden al perro, una palabra, y no obedecía, se le hacía esa presión sobre el cuello. El perro, sin saber el origen real del dolor, comenzaba a relacionarlo con la palabra y con la voz, cuya desobedien­cia era castigada. Aquella palabra que la voz nombraba, ese mandato, podía ser sin el dolor siempre y cuando fuera obedecida. El aprendizaje consistía, entonces, en que la palabra reemplazara al collar, que la palabra, en algún momento, llegara a ajustar el cuello del perro, como el collar ahora, con todas sus púas y sus obligaciones.

Cuando el presidente terminó me hizo pasar al comedor. Mien­tras él me hablaba me puse a observar las paredes: había fotos de la pareja en su viaje de bodas, en un veraneo en el mar. Fotos de sus hijos y un poster de un paisaje alpino con una inscripción que hablaba de la amistad.

–Tengo una perrita nueva –me dijo–, Elena, que es, digamos, prima de Emma.

–¿Sí?

–Claro, Emma y Elena son hijas del Nick.

La mujer del presidente se acercó. En un brazo cargaba a un bebé y, con la mano libre, me extendía un mate.

–Emma... –recordó la mujer–. Ahora sí... Disculpe que no lo haya reconocido. Debe estar grande ya, ¿no? ¿Cómo le quedaron los dientes?

La mujer del presidente era mucho más joven que el presidente. Se movía sigilosamente, mirándome con tanta atención que me hacía sentir incómo­do.

–La familia ovejerista –me dijo el presidente–, se encuentra ahora dividida y estamos haciendo grandes esfuerzos procurando, de nuevo, su unión.

–No sé de qué me habla –le dije con franqueza–. Me mudé y vengo poco a la ciudad, y no suelo verme con nadie del club.

–La cosa es así: desde hace tiempo se impone una línea de pensamiento que rige el actuar del club. Viene de aquellos que, entre otras cosas, sostienen que hay que traer perros de Alemania para reanimar la sangre; idea que a mí, personalmente, no me parece, como idea, mala. Pero ¿cuánto cuesta importar un perro? Sólo lo pueden hacer algunos pocos criadores, los que siempre tienen el poder de todo. Se lo digo a los muchachos para que entiendan cuál es el manejo político de todo esto. Y yo me pregunto: por qué en cambio no desarrollamos un tipo propio de perro, sin dependencias tan costosas, mejorando las caracterís­ticas de los perros que ya hay en el país, que de por sí son excelentes, con buenas y cuidadas cruzas.

–¿Sin traer perros de afuera?

–Sin traer perros de afuera, como hacen tantos países. Hemos visto que las modas van y vienen: hoy que el pelo de tal largo y la estructura afinada con tal o cual angulación, mañana que la cabeza así y la pigmentación asá... Es una locura. No se puede estar corriendo detrás de todos esos disparates. Se deben desarrollar uno o varios tipos propios de perro donde se trabaje en función de las necesidades que nosotros tenemos y lograr así perros que nos sean, antes que cualquier otra cosa, útiles. Nadie está en contra de las cuestiones estéticas, pero para eso basta con que no nos alejemos de ciertos ideales de la especie. Y nada más. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es lo que queremos hacer con nuestros perros?...

–¿Entonces?

–Esperá un momentito... Hace unos meses, cuando hubo elección de autoridades en la sede central, en Buenos Aires, primó un pensamiento bastante acorde con el que acabo de expresar. Fue entonces que aquellos criadores poderosos, al verse desplazados decidieron separarse y fundar otro club. Ahí empezó un período de gran confusión: los registros genealógicos se desparramaron, hubo robo en los archivos, chantajes, sobornos, todas esas cosas. Y mucha gente no sabía dónde estaba parada. Aquí, por ejemplo, ya había un sector del club que antes había empezado a entrenar por separado, en clara pero inofensiva actitud rebelde, que cuando se produjo esta fractura optaron por seguir a la línea mal llamada «renovadora». Son los que vos sabés... Y en realidad no son ningunos renovadores. Son unos reaccionarios de la puta madre.

–¿Son muchos?

–Nunca sabremos cuántos, pero los suficientes como para que se produzcan este tipo de ruptura... Así es la cosa.

–¿Se reúnen en el parque Garay?

–Sí, ¿cómo sabés?

–Me encontré con Beto.

–Claro, Beto es uno de ellos.

El presidente continuó, como una hora más, explicándome más detalles de la situación actual, y, mientras hablaba, el bebé rompió en llanto. La mujer del presidente, para calmarlo, desnudó un pecho y comenzó a darle de mamar. Traté de no prestarle atención y, en cambio, concentrarme en lo que me decía el presidente, que seguía hablando sin inmutarse, pero no podía resistir la tentación y, cada tanto, la miraba de reojo. Así que no entendí muy bien la explicación sobre los trámites que tenía que hacer si decidía estar en tal o cual fracción del ahora dividido club del ovejero alemán, y recién desperté, por así decirlo, que era lo que me importaba, cuando comenzó a hablarme de las virtudes de Apolo.

 

———

 

Me atendió un hombrecito calvo, muy simpático, que luego de estrecharme la mano, no tuvo ojos sino para Emma. Por teléfono habíamos concertado la cita y arreglado los términos de nuestro acuerdo. Tuve que conseguir un auto prestado para traer la perra desde Rincón, y no quedaba nada por hablar.

Me costó reconocer en aquel perro viejo y enfermo, que por momentos parecía no poder tenerse en pie, al perro que viera hace algunos años, en aquella exposición.

Yo había presentado a Emma, en la categoría cachorro, pero había sido descalificada por los dientes. Entonces me quedé en la tribuna como espectador. Pasaron así las distintas categorías hasta llegar a la superior: los machos adultos, la lucha por excelencia, la más excitante. Y Apolo era el favorito.

Quien no haya asistido nunca a una exposición de perros, difícilmente pueda entender lo que estoy diciendo. El aire está henchido de adrenalina. Parece que todo lo anterior no ha sido sino el preámbulo para este gran momento. La expectativa aumenta a medida que los perros, alineados, cinchando con violencia de las correas, los músculos tensos, el pecho altivo, comienzan a girar alrededor de la pista. El juez, en el centro, cada tanto los hace detener, analiza uno a uno los perros, ahora en posición (las manos juntas, la pierna derecha en torsión y la izquierda, en cambio, hacia atrás mostrando su particular simetría, la cabeza rígida y atenta, las orejas paradas), da indicaciones para alinearlos en el orden de su calificación, y los perros luego vuelven a correr. Así, los mejores van tomando la delantera. Mientras tanto, alrededor de la pista, y en las tribunas, los dueños de los perros y los simpati­zantes gritan, alentándolos, llamándolos por sus nombres. Y los perros, excitados, casi enloquecidos, vuelven las cabezas ergui­das en todas direccio­nes. Porque el perro, de alguna manera, sobre todo si es un perro que lleva algunos años recorriendo las pistas, sabe que está luchan­do por su amo; sabe que su amo ha depositado todos sus sueños, sus sinsabores y sus esperanzas en él. Y entonces el animal se esfuerza por mostrarse con todas las armas de seducción de que dispone: el pelo, la cabeza, las orejas, los músculos. Las armas que le ha suministrado la naturaleza para seducir en los rituales de la procreación.

Ahora el juez separa a dos: son sus favoritos, y los hace colocarse en el centro de la pista. Cada uno de los perros sabe, ahora, quién es su contrincante, y entonces, sereno, calmo, debe mostrar su belleza para superarlo. Van y vienen juntos. Corren, se detienen. Uno de ellos es Apolo, majestuoso macho que viene ganando desde hace varios años competencias de ese tipo. El otro un perro joven, recién traído de Alemania. Las voces, las indica­ciones del juez, los amos llamando a los perros por su nombre, se confunden en un bramido que aumenta cada vez más y más. Atardece y el fragor ha llegado a su culminación. El juez va a decidir...

–Después de aquella exposición, ya nunca más fue a pista –me contó el dueño mientras bajaba la mirada, entristecido–. Desde entonces ha quedado como reproductor. Fue una buena lucha, es cierto. El otro era un hermoso perro, pero yo sigo pensando que Apolo debería haber ganado... En fin, los jueces deciden después de todo.

El hombrecito calvo observó a Emma detenidamente y se mostró complacido.

–Va a ser una linda camada –concluyó.

Tuvimos que sujetarlos a ambos perros. Yo a Emma, que no quería saber nada de nada con semejante galán, y el hombrecito a Apolo que, achacoso, gastadas sus fuerzas en tantos servicios, no podía siquiera levantarse. Hubo que alzarlo y acomodarle el pene en la vagina de Emma.

–Hay veces –me comentó el hombre­cito, mientras manipulaba con confianza–, que llegan a tres los servicios por día.

Y comenzaron, así, los dos meses de la gestación, durante los cuales la perra, poco a poco, iría cambiando sus formas y su carácter, a tal punto que a veces me quedaba mirándola como a una perra ajena, con la que había que manejarse con cuidado. Sus ojos, más brillantes que lo habitual, se perdían con frecuencia en la lejanía, como esperando algo que debía llegar desde afuera. Y cuando salíamos a caminar por las calles del pueblo, como era nuestra costumbre, ahora ante cualquier presencia, humana o animal, incluso ante presencias conocidas, y en lugares conocidos, se arrimaba a mi lado, temerosa, y torpe, enredándose en mis pasos. Avanzaba el otoño y en cualquier momento llegaría el frío. Pero el invierno se hacía desear, y entramos a Julio con un clima agrada­ble, que invitaba a las caminatas más extensas. Los árboles todavía vibraban cada uno en su propia agonía y en las calles arenosas se eternizaba ese andar entre diferencias tan propio del otoño. Cada especie tiene una manera propia de morir. Se puede tomar dos hojas de un mismo árbol y se verá que, aunque tienden a ser iguales, siempre son diferentes: la tonalidad, la forma, el tamaño, la rugosidad y, sobre todo, el dibujo de las nervaduras, en cada hoja, es único. Cuando a cada una de estas dos hojas les llegue el llamado unánime, cada una tendrá su propia agonía. Si esta diferencia es notable ya en dos hojas de un mismo árbol, ¿qué decir, entonces, de todas las hojas de ese árbol, en el conjunto de todas las hojas de todos los árboles, de la misma o diferente especie, en cada una de las calles, en los distintos parques o jardines que a esas calles confluyen, en el conjunto de todas las calles del pueblo? Caminamos con Emma, ese otoño, entre infinitas variaciones.

Aquí en el parque, nomás, bastaba ver el roble en comparación con el ciprés, los álamos o los fresnos. En cada hoja del roble el amarillo surgía como una enfermedad, por así decir, poco a poco, en medio del verde, y se distribuía en la superficie de distintas maneras: a veces eran manchas diminutas que nacían conjuntamente en diversos sitios, como una erupción, y a veces era una sola mancha que desde un cierto punto comenzaba a expandirse hacia el resto de la hoja. Llegaba un momento en que convivían, mutando, tres tonos en el mismo árbol: hojas todavía enteramente verdes, hojas transformando su verde en amarillo, y hojas ya totalmente amarillas, como encendidas. Y a su vez, por otra parte, el roble se diferenciaba de los fresnos que llamaban a sus hojas al amarillo de manera casi unánime, de los álamos carolina cuyas hojas simplemente se apagaban, obscureciéndose, para luego comenzar a caer, mustias, y del ciprés que, ajeno a todo, seguía igual que siempre.

Y si el otoño es sin duda la estación de los árboles, el invierno, en cambio, es la estación del humo. Comenzaron las hogueras, en las calles y en los parques. Las hojas muertas recolectadas en pequeños montoncitos ardieron con facilidad, y el humo de las hogueras fue a juntarse con el de los hogares que subía por las chimeneas. El humo, arriba, en el aire claro, conversó sin prejuicios: humos de diversa especie y la niebla se confundieron en un abrazo efusivo y, en el aire frío, cayeron como borrachos, pesados, hacia la tierra. Entonces cuando todo se fue adensando, y cuando el espacio se encogió hasta más no poder, disminuyeron las ganas de salir y se empezó a producir el repliegue, la necesidad de estar adentro. Acá, en la casa también todo comenzó a girar alrededor del hogar que se mantenía todo el día encendido, y Emma, sin ninguna necesidad ahora de corretear por el parque junto al alambrado ladrando furiosa a cualquier perro que se acercara, gustaba de quedarse dentro, echada, mirando las llamas.

Así, durante el tiempo que duró la gestación prácticamente dejé de ir la a la ciudad. Dos meses de maravillosa soledad, hasta el jueves en que se produjo el parto.

Era de noche. Me había desvestido para bañarme y estaba a punto de meterme bajo la ducha, cuando sentí los gritos desesperados de la perra. Supe de qué se trataba, ya había venido presintiendo la proximidad de ese momento: últimamente ella buscaba los rincones oscuros, o cavaba pozos en la tierra para hacer su madriguera, e incluso, la víspera, había notado que tenía dificultades para orinar, de manera que le había preparado un lugar en el rincón de la cochera, bajo el asador, con diarios y trapos viejos, pensando que con eso sería suficiente. Pero cuando salí a la cochera todo era más complicado, más dificultoso de lo que yo suponía. Había un líquido espeso derramado por todo el piso y la perra, desespe­rada, no se podía estar quieta. Algo extraño le estaba sucediendo en su interior y ella, claro, no lo podía entender.

Apenas abrí la puerta se precipitó en el comedor oscuro. La sentí dar vueltas, desesperada, gimiendo, por todas partes. Y después ir a la pieza y meterse bajo mi cama. Cuando fui a buscarla, unos gritos agudos me detuvieron. Prendí la luz del comedor y, debajo de la mesa, vi una cosa negra y húmeda; parecía una laucha. A pocos metros, sobre la alfombra, estaba la placen­ta.

Había parido, o abortado, al primero. Imaginate mi situación con eso, que podía ser tanto un cachorro como un feto, entre las manos. No sabía qué hacer. Lo dejé sobre la alfombra, junto a la placenta, y fui a buscar a la perra que, temblando, gimiendo, no se quería mover de la pieza. La tuve que llevar alzada hasta donde había quedado el cachorro y enseguida, ahí, sobre la alfom­bra, parió el segundo. Hubo un momento de indecisión en el que la perra no supo qué hacer. Yo, mucho menos.

Pero tras ese primer momento, Emma enseguida se acercó a los cachorros y comenzó a lamerlos. Luego se recostó a su lado, los acogió junto a sí y los mismos cachorros, a pesar de ser objetos casi inertes, guiados por algún complejo mecanismo de olores y deseos, se fueron arrastraron hacia ella y al rato estaban mamando.

Me cuesta mucho creer en algo. No obstante siempre trato de dejar, al salir de alguna certidumbre, al menos las puertas entreabiertas, por las dudas. Pero te juro que uno sigue y el viento, el muy hijo de puta, anda, digamos, a los portazos a nuestras espaldas y es inevitable la sensación de estar cada vez más encerrado.

Suelo pensar el mundo como una gran casa con miles de habitacio­nes desconocidas, pasillos que dan a otros pasillos u otras habitaciones, balcones y ventanas que desembocan en patios interiores o en jardines interiores, y personas, objetos, anima­les. De tarde en tarde, un rincón, un retazo de escalera, un rostro nos parecen igual a otros, y, siempre, sin saber de dónde, ruidos de puertas o ventanas que se cierran. ¿Qué podemos hacer? De nada sirve desesperarnos, siempre hay, de todas maneras, esa próxima puerta. Y mucho ayuda, también, pensar que quizá una de esas puertas, alguna vez, algún día, dará al exterior: un prado inmenso, sin límites. A veces me parece entreverlo.

Eso que llaman amor: el estúpido y absurdo pendejo alado que tira flechas a mansalva con la misma despreocupación de una paloma que caga... Aun teniendo algo de pudor al nombrar esa palabra, amor. Aun cuando todavía pienso que todas mis conviccio­nes al respecto no son nada más que la consecuencia del hecho, triste, de haber salido a la calle desabrigado: tenues ilaciones del frío. Aun, entonces, algo muy confuso sobre el amor tuvo que venir Emma, mi perra, a mostrarme. Pero no puedo explicarlo.

Es muy difícil explicar las cosas que tienen que ver más que con algo real, con los restos de realidades armadas sobre el derrumbe de nuestra ingenuidad. Y hay un momento muy raro en la vida de aquel que empieza a encontrar en los animales, o incluso en las cosas, lo que ha dejado de esperar de los hombres.

La perra estuvo ahí, ella toda, amando, amamantando a sus cachorros, sin angustia pero tampoco con alegría, minuciosa y eficazmente, sin haberlo dispuesto su voluntad, y con cierta serenidad y sabiduría que de nadie ni nada había aprendido. Todo ella era un gran, cálido, dulce seno cobijando, envolviendo a sus hijos en el amor. Constantemente los lamía, limpiándoles la caca y los orines, y así su leche volvía a ella con los excrementos cumpliendo un extraño ciclo. Y ella con su mirada y sus olores todo lo envolvía, como si todo eso que emanaba de su ser: el sabor de su leche, el olor de su cuerpo, esa vaga y tenue niebla circundante de su mirada, fuera una placenta, un mundo.

Hay ese amor aéreo, alado, flechas que el muy hijo de puta, como todo niño: perverso, juguetón, egocéntrico, y por otro lado transparente, nos arroja desde el cielo, y hay, además, este amor que nos llega por la sangre. Aquel, de tan etéreo, es inasible y leve; éste, en cambio, es borrascoso, imborrable, denso.

Aquella noche tiré un colchón en el comedor y me acosté a dormir al lado de Emma que siguió pariendo hasta un número de siete. Cada tanto me despertaba para escuchar un nuevo gemido sumándose al coro. Y todo, en general, durante el resto de la noche, fue llantos de animal hambriento, casi humano, o quizá más que humano, como lo es el bramido del hambre. Después de todo los cachorros y los bebés duermen de la misma agitada y melancólica manera.

Desde entonces la casa se pobló de una vida casi misteriosa: un montón de objetos oscuros que, con los ojos cerrados, no hacían otra cosa que dormir o arrastrarse como reptiles hasta las tetas. Parecían inertes, pero con sus gemidos estaban siempre indicando esa vida que poco a poco despertaba. Tomando a uno de ellos entre las manos, se podía llegar a sentir su fuerza frágil y cálida.

Emma ahora estaba siempre con los cachorros. Ya nunca más sería la que fue antes: había pasado a ser una madre. Todos sus comportamientos, sus facciones, la intensidad de su mirada, la manera de moverse, habían sufrido una sutil, pero concreta, transformación.

Al día siguiente del parto tuve una necesidad inesperada: necesitaba compartir aquello. Entonces tomé el diecinueve y fui al centro. Lo primero que se me ocurrió fue llamar a mi ex–mujer. Me atendió su madre, que fue a buscarla. Pasaron unos minutos. La voz de mi ex-mujer llegó agitada al teléfono.

–¿Sos vos? –me dijo–. ¿Qué te pasa?

–Nada me pasa –le contesté.

Me quedé callado. Comenzaba a arrepentirme de haberla llamado y ella, al acecho, sin decir nada, colaboraba también con ese sentimiento. Sentí su respiración temerosa del otro lado de la línea, agazapada, tratando de dilucidar con qué artimaña estaba yo, ahora, tratando de hacerle algo, sacarle algo, ¿qué se yo qué?

–Emma tuvo cachorros –alcancé a decir.

Pero de todas maneras era tarde y el silencio, ahora, casi ensordecedor, hacía imposible toda conversación. Aquel silencio que siempre nos había estado acechando con su amenaza. Al princi­pio habíamos tratado de acorralarlo con palabras, pero las consumimos todas y, entonces, definitivamente se había metido entreme­dio, alrededor, y ya no lo pudimos sacar más. Ese mismo silencio estaba ahí, ahora, nuevamente y si ella, en ese momento, en lugar de callar, hubiera dicho como tantas veces alguna estupidez, o, qué sé yo, gritado por lo menos alguna de esas barbaridades que se pasa todo el día pensando de mí; si hubiera al menos simulado verse interesada por lo que yo le estaba por contar, o por el contrario hubiera dicho: me importa una mierda tu perra, no me hubiera sido tan terrible. Yo le hubiera dicho que gracias y chau. Y ella: un beso, chau. Y listo. Pero no: ambos estábamos ahora, como siempre, pertrechados ahí en el silencio del otro, esperando, en cualquier momento el salto, el ataque.

–Sólo quería decirte eso.

–Esperá, no cortés...

No tendría que haberla llamado, pero ya era tarde: lo había hecho. ¿Siempre voy a estar tropezando con la misma piedra?

 

———

 

Tuve que esperar que terminara de atender a una paciente unos minutos y, recién cuando la paciente se fue, su secretaria me hizo pasar a su consultorio. Mi padre, con una amplia sonrisa, me extendió la mano. Estaba sentado en su escritorio llenando una ficha.

–Ya estoy con vos –me dijo en ese tono sereno, tranquilizador, que como un estetoscopio, una herramienta más, ha adquirido para el ejercicio de la profesión.

Me senté enfrente suyo y él, concentrado en su trabajo, siguió escribiendo. Llena desde hace muchos años cientos de fichas, una por cada paciente, donde va registrando sus historias clínicas. Cuando alguno muere la coloca en una caja de cartón. Me pregunto cuántas fichas, de muertos y vivos, habrá acumulado a lo largo de sus años de médico.

Escribe con una lapicera fuente muy antigua, lentamente, con cierto placer, en esa caligrafía desaliñada tan propia. Sobre el escritorio metálico, bajo un grueso vidrio, postales, estampas religiosas, fotos familiares. En algunas me reconocí: haciendo la primera comunión, en el patio de su casa montado en un auto de juguete de esos a pedal, en las sierras de Córdoba subido a un caballo y él al lado mío, mucho más joven sujetándome. Miré la habitación. Los mismos muebles de siempre, grises, de metal. Contra una pared, llena de diplomas, la vitrina para el instrumental quirúrgico y la camilla para revisar a los pacientes, en la otra pared, contra un rincón, el fichero donde irá a parar la ficha que ahora está llenando.

Miré sus manos mientras escribía: blancas, frágiles, cuidadas. La piel tersa, casi sin arrugas, salvo las propias que la flexión ha ido requiriendo en las articulaciones de los dedos; un vello suave creciéndole en el dorso de la mano y en la primera falange de cada dedo; las uñas apenas rosáceas perfectamente cortadas. La mano izquierda sostenía la ficha, mientras la derecha, los dedos extendiéndose delicadamente para tomar, con el índice y el pulgar, la lapicera, iba dibujando cuidadosamente las letras. Ambas manos en un estado de tal distendimiento que daba placer verlo.

Mientras lo observaba pensaba en aquello que es muy comentado: que como médico de la federal asistía a las sesiones de tortura durante la represión. Su función era revisar, auscultar al detenido, para determinar cuál era la forma de hacerlo durar más; no procurar su salud. Nunca lo pude creer o descreer del todo. Y nunca me animé a preguntárselo de frente. Él también debe haber recibido comentarios sobre mí, pero tampoco se atrevió a preguntarme nada, ni siquiera a dejar de entrever la más leve sospecha. Son esas cosas que no pueden ser de otra manera: él, a pesar de todo lo que yo pueda determinar al respecto, seguirá siendo mi padre, y yo, haga lo que haga, seguiré siendo su hijo. A partir de cierto momento parece que las relaciones entre padre e hijo empiezan a ser de sospecha mutua.

Cuando terminó con la ficha fue hasta el fichero y la guardó. Después me dedicó unos minutos en los cuales me preguntó cómo estaba y le dije que bien, y yo le pregunté cómo estaban él y me contestó que estaba bien. Entonces se hizo un silencio. Había pensado contarle del parto de Emma pero estando ahí me pareció ridículo. En ese momento entró su secretaria para anunciarle que estaba esperando otro paciente. Mi padre asintió con la cabeza y ella se retiró. Me puse de pie para marcharme.

–No te molesto más.

–Hace mucho que no venías a visitarme.

–No tanto.

Se puso de pie y me acompañó hasta la puerta. Al despedirnos me extendió la mano.

–Una noche de estas podrías venir a casa a cenar –me dijo.

–Seguro –respondí.

Volví a Rincón y cuando llegué, ya de noche, a la casa oscura, una presencia, entre las sombras, salió a mi encuentro. Emma, sin festejarme como suele hacerlo habitualmente, se limitó a acercarse, rozarme con el hocico como para cerciorarse de mí y después, enseguida, regresar con sus cachorros.

Rodeé la casa tras ella en la oscuridad y me acerqué a la cochera. La luminosidad vaga de la luna iluminaba el recinto. La perra se echó de costado y los cachorros, una masa homogénea y negra, moviéndose ondulante al unísono, se le fueron aproximando. Los ojos de la perra destellaron. No sé por qué noté cierta tristeza. Emma no hacía sino lo que tenía que hacer y haciéndolo, a pesar, seguramente, de desear estar más conmigo que alimentando sus cachorros, era feliz. Efectivamente la tristeza no estaba ni en la mirada de Emma, ni en los cachorros, ni en la luna, sino en mí. Así que, aquella noche, inevitablemente tuve que recurrir al método Marlowe.

 

———

 

Una tarde vino Quique, el tío de Julián, a visitarme. Alguien golpeó las manos y cuando me asomé, ahí estaba Quique. Tuve que insistir como media hora para que pasara un rato a tomar unos mates. Al fin cruzó la verja, dimos un rodeo por la cochera y le señalé los cachorros a los que apenas prestó atención, y después se quedó en la puerta de la casa sin querer entrar.

–No quiero molestar, pasaba nomás.

–Pero dale, vení, entrá. Charlemos un rato.

Mientras yo preparaba el mate, él se quedó de pie, junto a la heladera, hablándome, y yo le respondía o le preguntaba cualquier cosa como para seguirle la corriente, y cuando tuve el mate listo logré, sentándome primero, que se sentara en la mesa del comedor que fue como contener un río. Así, sentado en el comedor, siguió hablando sin parar y sin mirarme siquiera sino mirando por la puerta entreabierta hacia la cochera, donde se movía Emma, o quizá más allá, hacia los fresnos desnudos en las luces de la tarde, y apenas si me daba algún respiro para decir algo cuando se detenía a sorber el mate.

–¿Cómo es eso?

–El aparato reproductor es algo, en verdad, increíble –me devolvió el mate–. Se puede criar un animal salvaje o cultivar con modos artificiales diferentes plantas, y hacer que alcancen el mayor vigor con cierta facilidad, pero la cosa no es tan fácil cuando se trata de hacerlos reproducir. Hay especies de animales que estando en cautiverio, y aunque macho y hembra se apareen, se resisten a procrear. Y con muchas plantas sucede lo mismo.

–¿Y el arca de Noé?

–Como todo gran mito, entre otras cosas, es la expresión de un sueño, un anhelo, de la humanidad. Dos ejemplares, macho y hembra, de cada especie... ¿Es esto suficiente para la reproducción? Por supuesto que no. El sistema reproductor es tan sensi­ble que suele resistirse muchas veces, precisamente a reproducir. Darwin no pudo acertar a dar respuesta a este enigma... Sabemos que sin el hombre no habría especies domesticadas y, a su vez, sin esas especies domesticadas, por ejemplo el caballo y el perro, sería muy difícil pensar a la humanidad. El «arca de Noé» es lo que ella, la humanidad, no ha podido y no podrá nunca alcanzar: que todas las especies, las más variadas, pasen a la vida doméstica...

Sentado en la semipenumbra del comedor, sorbiendo un mate lavado y frío, y sin dejar de mirar hacia la cochera, murmuró como para sí:

–¿Qué es lo que impide unas veces y no otras que allí, en ese microcosmos de tejidos y líquidos, donde concurrirían las dos células sexuales a unirse, no lo hagan, o si lo hacen no den, como es su función, otro ser?

Por un momento no supe si se estaba refiriendo precisamente a los cachorros, a Emma, a mí, a Julián, o a él mismo incluso. Dejó el mate sobre la mesa y se puso de pie con precipitación, como enojado.

–Che, ¿sabés algo de Julián?

Volví a recordar de aquella tarde de tormenta que te fui a visitar, una inscripción en la pared de la cocina, hecha con un lápiz por Julián, que leí en aquel momento distraído, mientras tomaba un mate, pero que después descubrí que, vaya uno a saber con qué razón, se me quedó grabada en la memoria y que suele, de vez en cuando, volver a mis pensamientos:

–Cómo entrar al Tao... ¿Escuchas el rumor del río? Ese es el camino.

Quique ya estaba saliendo, lo acompañé hasta la verja:

–No, Quique, no sé nada.

Se marchó. Atardecía.

 

———

 

Ver los atardeceres... Es algo muy especial ver un atardecer. Dura varias horas. Es el pasaje de la claridad a la oscuridad. Y siempre, cada día, es un espectáculo diferente. Cuando me siento a contemplarlo, a verlo sucederse, el atardecer se despliega para mí en el cielo, en el horizonte, pero también a mi alrededor: en el parque, entre los árboles, en la casa, en las sombras que se van acomodando entre las cosas, en las luces de las habitaciones que resisten hasta quebrarse en los rincones. No hay un solo momento en el que pueda decir: el día pasó y ahora es la noche. Lenta, en su agonía, la luz muere, danzando.

El invierno pasó. Los cachorros fueron abriendo los ojos. Húmedos, tristes ojos al principio. ¿Viste alguna vez los primeros ojos de un cachorro?... Una densa neblina los cubre, y parecen sin vida. Como si la vida les fuera llegando lentamente.

Dicen que los ojos de los perros no están especializados como los del hombre para centrar la mirada. Los perros no diferencian, tan claramente como nosotros, centro y periferia. Por eso entienden la realidad como un entorno, como un todo circundante del cual ellos forman parte y en el que se confunden. Sólo en ocasiones muy especiales, cuando amenazan, o cuando tienen miedo, miran un determinado punto. Pero eso, en el caso de la mirada del perro, es una situación excepcional. Diga­mos: irreal. Tan irreal, quizá, como son para nosotros las experiencias que podemos tener, provocadas natural o artificialmente, de desaparición del yo.

Todo este tiempo los cachorros habían estado abriendo los ojos, como despertando. Antes, todo era dormir y comer. Ahora empiezan a intentar sus primeros pasos temblorosos, que resultan muy cómicos y que poco a poco se van volviendo cada vez más firmes y seguros... ¿Qué es en definitiva el desper­tar?

Avanzaba la primavera y todo alrededor, también, todo este tiempo, había ido despertando. El parque en estado de inminen­cia en cada lugar, en cada planta, cuidadosamente se había venido preparando para este momento. Las gemas en las ramas de los árboles, con su piel tensa y brillante, parecían a punto de estallar en cada brote.

Después que pasó Quique, y después de recibir tu carta, por diferentes razones, o quizá por las mismas razones, traté de dar con Bea. Me dije que ella sabría quizá algo de Lucre, que sabría quizá algo de Hele, que, tengo entendido, vive por acá en Rincón, y que sabría, seguro, algo de Julián. Estuve buscando a Bea, pero para serte sincero sin excesiva convicción. Es que, ¿cómo decirte?, si bien quería encontrarme con Bea, en realidad prefería no encontrarla, y entonces la buscaba, más bien, esquivándola. Lo sabés mejor que yo: a ciertas personas es mejor perderlas que encontrarlas. Sin embargo, muchas veces es el azar el que toma por nosotros esas decisiones que no nos animamos a tomar, y en este caso los hechos se encadenaron de una manera tan absurda que no me vas a creer ahora cuando te lo cuente.

 

———

 

El invierno había pasado y llegaba la primavera, con su aire oloroso, henchido de promesas. Los primeros calores invitaban a salir y era muy difícil permanecer encerrado. Comencé, poco a poco, a ir a la ciudad. Un sábado tomé el diecinueve, me bajé como siempre cerca de la plaza de Mayo, ya de noche, y caminé dando vueltas sin rumbo. Esta vez no me detuve en la Plaza, sino que doblé por Brigadier hasta un patio cervecero, me senté y pedí varios lisos mientras observaba pasar los autos. En los interiores oscuros: parejas confundi­das en abrazos, familias paseando lánguidas, seres solitarios girando ansiosos sus cabezas en todas direcciones.

Luego rehíce el camino: volví a la plaza, tomé por la peatonal y la recorrí, íntegra, de punta a punta, hacia el norte. Me demoré en algunas galerías: en una, en el bar, al fondo, un grupo de transformistas hacía un número musical. En otra, varias personas, absortas, miraban una película en la televisión.

La calle de pronto se llenó de gente. A los que paseaban aprovechando los primeros calores, se le sumaban los que salían de los cines y los que iban a bailar. Llegando al norte, los jóvenes se apelotonaban en grupos frente a las puertas de las confiterías. Pasé a través de ellos con dificultad y, ya en el bulevar, empecé a caminar por la acera central, entre los árboles dormidos.

Caminaba entre la gente, mirando con cuidado sus rostros, como buscando alguno conocido, a nadie en particular, porque no estaba ni desesperado ni cansado ni triste. Podía volverme a mi casa perfectamente, o podía seguir dando vueltas toda la noche, que me daba lo mismo, pero vi un diecinueve que volvía a Rincón, lo corrí y lo tomé.

El colectivo estaba vacío. Me senté en el último asiento y recién en la siguiente parada empezaron a subir algunas personas. Alguien me saludó, un hombre de saco azul, de mediana edad, que se sentó por la mitad, pero que no reconocí. Me recosté en mi asiento, como para recibir el viento que empezaría a entrar por las ventanillas cuando el colectivo acelerara, pero, justo antes de subir al puente, en la última parada de la ciudad, el colectivo se detuvo y ella subió. Fue tan repentino que me costó reconocerla a pesar de que sus señales más evidentes, sus eternos jeans desteñidos, el pelo lacio, castaño, despeinado, y su rostro pálido y melancólico, estaban allí, pagando el boleto.

Era como si ambos hubiéramos sido convocados por el destino, como se dice. Como si nos hubiéramos dado cita. Ahí estaba yo, entendiendo que era a ella a quien había estado buscando, sin querer reconocerlo, toda la noche. Que era su rostro el que había estado tratando de descifrar en la multitud. Había salido de Rincón al atardecer, había caminado a lo largo de toda la ciudad y luego había tomado de vuelta el primer colectivo que se me había cruzado, buscándola. Y ahí estaba ella que, por su lado, había salido de su casa al norte, en Guadalupe, había recorrido toda la costanera, bordeando la laguna, hasta la parada antes del puente y había tomado justo este mismo colectivo, encontrándome. ¿Y ahora, qué teníamos que hacer?...

Bea recibió el vuelto, giró, me vio y, sonriente, caminó por el pasillo hacia mí.

–¿Qué haces en este colectivo a estas horas? –le pregunté.

Ella se sentó a mi lado sin decir nada. Como si no valiera la pena contestar pregunta tan estúpida. El colectivo arrancaba trepando el puente.

–Así que estás en Rincón –me dijo–. Una tarde pasé a verte y no estabas.

Llegábamos a la Guardia. Subió un matrimonio joven. Ella, casi una niña, rostro aceitunado, traía un bebé en brazos. Él, flaco, rostro anguloso, desgarbado, vestía ropas holgadas que lo enflaquecían aún más. En una mano traía a una chiquilla rubia, regordeta, de cachetes colorados y en la otra mano una bolsa convulsa en cuyo interior se agitaba probablemente una gallina. Alguien cedió el primer asiento a la mujer. El hombre, para poder sacar el boleto, puso la bolsa en el suelo y le entregó la niña a la madre. La niña se quedó parada al lado de su madre, aferrada a la baranda que separaba, como protección, el primer asiento de la escalera de ascenso, contemplando fijamente a su padre. El hombre pagó el boleto y se fue a sentar, varias filas de asientos más atrás, la bolsa entre los pies. La niña vio pasar a su padre con angustia.

–¡Qué lástima! –dije–. Me hubieras dejado una nota.

–Terminé la novela que me diste –Bea me miró como dándome a entender, entendí yo, que había ahí, en sus palabras, algo significativo–. Fui a devolvértela.

Traté de recordar el título de esa novela. Varias veces le había dado libros a Bea con una doble intención, como diciéndole, de esa manera, algo que no me atrevía a decirle directamente. Pero nunca me había dado resultado alguno. Y ahora que parecía estar dándomelo, busqué y rebusqué en mi memoria pero no pude recordar ni el título del libro, ni la intención que había tenido. Estaba perdiendo una oportunidad de manera irreversible, como esas cartas que nos devuelven, por la dirección errónea, arrugadas y sucias, y que ya no volveremos a mandar.

La niña rubia, de pronto, comenzó a llorar. Lloraba en silencio, frunciendo los labios, los ojos húmedos. Aferraba la baranda cromada y miraba en derredor con desesperación. La madre le acarició el rostro limpiándole las lágrimas con la palma de su mano a modo de pañuelo pero la chiquilla no se calmó. No parecía haber manera de consolarla. Con mayor firmeza se aferraba al metal cromado, y con mayor desesperación giraba su cabecita rubia hacia atrás buscando al padre.

–Quique estuvo en casa preguntando por Julián.

–Pobre, siempre igual. También estuvo en mi casa, y en lo de Juan, y en lo de Lucre. Y siempre hace lo mismo: se queda un rato, conversando, hasta que en un momento se levanta, pregunta y se va.

–¿Será que no sabe nada, o se hace el loco?

Bea me miró como no entendiendo mi pregunta:

–¿Y vos qué sabés? Decime: ¿lees el diario? Ni siquiera, pero si leyeras el diario sabrías lo que la familia, la policía o el cronista de policiales permitió que se supiera. Es decir, sabrías muy poco, o nada. Podés acaso saber algo por algún conocido, que te puede decir cosas diversas, las que él, a su vez, supo de manera diversa. Y podés creerle como podés creerle al diario. Alguien te puede decir, por ejemplo, que se fue, que vive en el Perú, o que vive en Europa. Y por qué no vas a creerle...

–Pero Quique es de la familia.

–No, Quique no es de la familia. Quique es como nosotros.

–¿Es cierto que Hele anda diciendo que recibió una postal?

–Sabés cómo es Hele...

La chiquilla seguía llorando. La madre, finalmente, se inclinó hacia ella y le dijo algo al oído. Luego miró hacia atrás, hacia donde estaba el padre sentado, ajeno a todo, y volvió a inclinarse hacia la niña que, entonces, de pronto, se calmó. Y cuando la madre le indicó la dirección que debía seguir para encontrar al padre, la niña con mucho recelo, como si se lanzara al vacío, soltó la baranda y comenzó a caminar hacia la parte de atrás del colectivo, recorriendo y reconociendo un mundo inmenso y extraño, al principio aferrada al brazo de la madre y luego al respaldo del asiento. Así pasó por entre las piernas de un hombre gordo y logró alcanzar el respaldo de otro asiento. De pronto un movimiento brusco del colectivo la hizo tambalear y entonces una señora la tomó del bracito y la ayudó a saltear la tercera fila casi hasta donde estaba el padre que, la cabeza inclinada sobre el pecho, dormitaba indiferente. Ahí todo fue más fácil porque la niña lo vio. Le restaba una fila más de asientos. Decidida tomó impulso, recorrió esa distancia temblando y, con sus últimas fuerzas, llegó feliz hasta la rodilla del padre que apenas se inmutó al verla. Los ojos de la niña, en cambio, destellaban de gozo, y se quedó, al lado de su padre, de pie, buscán­dole sobre la rodilla la mano inmensa y aferrándosela con firmeza como el más valioso de los tesoros conquistado por persona alguna. Las manitos blancas de la niña contrastaban notablemente con aquella extremi­dad callosa, descomunal, férrea, que más que una mano parecía una herramienta desgastada por el uso.

–Mi perra, Emma, ¿te acordás?, tuvo cría.

–¿Sí? ¡Qué bien!

El hombre del saco azul bajó en Colastiné. Antes de bajar se volvió para mirarme y sonriéndome con cierto aire de complicidad me guiñó un ojo.

El colectivo dobló y tomó una larga recta entre arboledas ensombrecidas y luces difusas que aparecían, de tanto en tanto, alumbrando una bocacalle o un portal. Dejamos atrás la estación de servicio y, doblando a la derecha, entramos en el pueblo.

Tenía que bajarme. Me levanté. Bea permaneció sentada sonriendo.

–Bueno, chau.

–Chau.

Eso fue todo. Me quedé solo en una esquina. Un farol, en la bocacalle, daba un cono de luz tímida que oscilaba lentamente según el viento y desplazaba en sus bordes de un lado a otro las sombras. Todo el resto era oscuridad sin luna. Emma salió a recibirme. Crucé la verja y llegué hasta la puerta. Estaba buscando en mis bolsillos las llaves cuando, en eso, noto que Emma se pone tensa, gira la cabeza mirando hacia un costado y alguien me toma del brazo.

–Policía –dice.

Escuché el ruido de varios autos que se detenían enfrente. Entramos a la casa muchas personas. Encendí la luz. Todo era confusión a mi alrededor. Alcancé a ver, más o menos, como a veinte personas; algunos llevaban ametralladoras. La mayoría estaba de civil. Conocedores de su oficio, se distribuyeron y empezaron a revisar por todas partes. El que me hablaba era Beto.

–Quedate en el molde –me dijo.

Mientras tanto, mentalmente, yo registraba por mi cuenta la casa tratando de acordarme si acaso había guardado algo. Pero no, creía estar seguro de no tener nada. Me tranquilicé. Se podía decir que volvía a tener suerte.

Vino alguien con una máquina de escribir y comenzó a teclear alocadamente. Beto me llevó de un lado para otro obligándome a hacer de testigo y así recorrimos palmo a palmo la casa. Presen­cié cómo en el baño registraban el botiquín minuciosamente descifrando las etiquetas de todos los remedios (las pastillas de calcio para Emma, el antidesparasitario de los cachorros); cómo en la habitación desarmaban mi cama, le sacaban la funda al colchón y desparra­maban y tiraban al suelo sin ninguna contemplación toda la ropa de los cajones; cómo hojeaban rápidamente uno a uno todos los libros; y cómo, finalmente, en la cocina, desmenuzaban cualquier paquete que encontraban, princi­palmente la yerba que arrojaron sin piedad al fregadero.

Después fuimos todos hacia la cochera. Beto iba adelante y yo lo seguía como sonámbulo. Al pasar alcancé a ver el haz de luz de varias linternas que registraban el parque. Beto se agachó para mirar donde estaban los cachorros. Emma gruñía.

–Llamá a tu perra –me dijo.

Emma vino a mi lado. Apenas podía contenerla mientras Beto inspeccionaba debajo de la manta donde dormían los cachorros. Cada vez que acercaba la mano a alguno de ellos Emma parecía al borde de la desesperación. Si la llegaba a soltar, seguramente lo despedazaría. Adentro, todavía se escuchaba el ruido de la máquina de escribir.

Los cachorros se despertaron y comenzaron a llorar. Beto se apartó.

–Soltala nomás –me dijo.

La perra revisó, primero, uno a uno, a todos los cachorros con el hocico y luego se acomodó para darles de mamar. Pero no dejaba de mirar, en dirección a Beto y los demás policías, con recelo.

–¿No te dije que sería una buena madre?

Llegó un agente malhumorado: no habían encontrado nada. Lo miraba a Beto interrogativamente. La máquina de escribir se detuvo. Era el momento en que decidían si colocan algo ellos para evitar el disgusto de un allanamiento frustrado.

–Está bien –dijo Beto–. Vamos nomás.

El agente se va. Algunos autos arrancan. Quedamos, por un momento, solos con Beto. Los cachorros seguían mamando.

–Así que son hijos de Apolo.

–Sí.

–¿Cuánto tienen?

–Veinte días.

–¿Todavía no le das de comer? Tenés que empezar a hacerlo, ya es tiempo. Preparales polenta y se la das con carne picada, huevo, sémola, manzana rallada. A veces un poco de leche pero no mucha porque los descompone. La miel también es buena; se la podés mezclar con la polenta. Es importante desparasitarlos...

 

———

 

Al día siguiente, como si fuera un día cualquiera, me levanté temprano, acomodé el desorden y me puse a lavar ropa. Como no tengo máquina de lavar, ni pileta, tengo que usar un balde donde coloco, primero, la ropa sucia en remojo en agua y jabón. La dejo así, para que actúe el jabón, durante un par de horas que aprove­cho para hacer otras cosas, y luego refriego a mano y enjuago. Me gusta lavar mi ropa. Con el agua cada vez más turbia llevándose aquella materia, la intermediación entre mi cuerpo y el exterior, sudores, tierra, grasa, a medida que enjuago, que refriego, que imprimo en la operación mi energía, la ropa se va purificando de mí, y también mis pensamientos se van purificando de mí.

Pero llegando al mediodía mi ánimo comenzó a decaer. Y ya no tuve fuerzas para hacer nada. Los cachorros lloraban de hambre. Tenía que prepararles comida. La perra los había dejado y estaba dando vueltas por el parque. Beto tenía razón: había que empezar a alimentarlos.

Los cachorros habían ido diferenciándose lentamente. En un proceso que ya no se detendría. Cada uno de los cachorros debía disponerse para dar con su amo, y desde entonces irían tomando, de sus futuros amos o de sí mismos, ¿qué se yo?, hábitos, maneras, que les darían un acabado definitivo a su carácter, un nuevo carácter, o por mejor decir, ¿por qué no?, persona­lidad. Todavía seguían siendo iguales y las diferencias eran más bien sutiles, algo que apenas se insinuaba. Pero suficientes como para ir presintiendo esa dispersión inevitable.

Emma, como si lo supiera, como si empezara a saber que ya no eran algo que formara parte de ella, dejaba de prestarles tanta atención como antes. Hasta se podría decir que parecía cruel. Se pasaba todo el día alejada y cada tanto volvía a darles de comer pero con cierto desgano.

Y ahora los cachorros lloraban de hambre. Para no escucharlos me fui a caminar por el parque. Emma me seguía a todas partes atenta a cada una de mis señas. Extrañaba aquellos paseos por las calles del pueblo si acaso pudiera pensarse que ella tuviera memoria. El verde de los árboles de pronto había ido estallando. Allí donde estaban las gemas, latente, el verde ahora surgía, casi, en todas y cada una, al unísono.

No sé cómo es eso, ese llamado. No entiendo ese despertar... Los álamos, los fresnos, los robles, los sauces, hasta hace poco, muy poco, dormidos, casi se diría muertos, ahora se cubren nuevamente de verde.

La soledad es algo serio. Si algo aprendí estando solo es «el estar solo», un aprendizaje que nunca se completa y que siempre nos deja, más bien, azorados. Hay un momento, una vez que se ha atravesado cierta línea, que todo se vuelve amenazante. Es curioso pero en medio de una suerte de plenitud, se siente que nada se sostiene, que todo se deshace y necesita ser compartido. Y uno gira la cabeza desesperado buscan­do una mirada amiga que complete eso incompleto, eso para lo que uno solo no se basta, y entonces viene la pregunta: ¿a quién le estoy tratando de demostrar qué cosa? Y eso es todo. Más allá no hay nada.

Nunca se termina de saber lo que la soledad significa, si es un don o acaso un castigo, si uno está solo porque uno lo ha decidido así o porque han sido otros quienes lo decidieron por nosotros. Entonces se roza, apenas se roza, un estado donde toda ley desaparece y la soledad se descubre en su magnífica plenitud, con esa energía inmane­jable, terrible, peligrosa que la caracteriza y que nos acecha en todo momento, en cualquier sitio del universo. Quizá, después de todo, solo se trate de eso: de aprender hasta dónde uno puede, o debe, llegar.

Cuando volví a la casa los cachorros seguían llorando. De pronto tuve un deseo incontenible: los tomé, a los cachorros, uno a uno y los fui hundiendo en el balde que todavía tenía agua jabonosa. Emma me observaba, indiferente como antes me había observado lavar la ropa. En ese momento me sentí muy bien.

Después hice un pozo en la tierra y los enterré. Y Emma, sin darse cuenta de lo que pasaba, me dejó hacer. Recién después de un tiempo, cuando fue a la cochera y no los encontró, comenzó a buscarlos desesperada por todas partes y de alguna manera estableció alguna relación con el montículo de tierra.

Un perro extraño ahora, el pelo revuelto, la mirada desorbitada, daba vueltas por el parque gimiendo. De pronto intentaba cavar la tierra, de pronto se echaba sobre el montículo. Y yo me sentía muy cansado.

Anochecía. Me acosté. En la oscuridad la perra seguía gimiendo. Y yo sólo quería dormir, dormir...

 

———

 

Todo el día se ha venido preparando esta tormenta de verano. La primavera está en todo su esplendor, en su cima, y sin embargo anida, en su seno, el verano. El cielo se oscurece, ahora, más y más, como si estuviera anocheciendo. Apenas puedo ver las letras que escribo. En cualquier momento comenzará a llover.

Ahora ha comenzado a llover. Emma permanece echada sobre el montículo de tierra sin inmutarse. Incapaz de conocer la diferencia entre el afuera y el adentro, para ella, ahora, todo está al descubierto, y lo húmedo y lo seco son la misma cosa.

Anteayer, por la mañana, salí, por primera vez desde el allanamiento, y caminé, solo, por las calles del pueblo. Vi la oficina de correos y pensé en escribirte. El empleado detrás del mostrador, frunció el ceño al verme pasar, como diciéndome: qué esperás para escribir esa carta. Y todos, ahora, me miraban preguntándome lo mismo, «¿qué esperás»: el pelado del almacén que distrajo la vista de sus cuentas para mirarme, el gordo de la carnicería que levantó amenazante la mano que sostenía la gran cuchilla, la joven de la panadería que me sonrió y el empleado de la biciclete­ría que me miró con profundidad, pero sin poder hacer gesto alguno porque tenía una gomita en la boca. Me miraban reconociéndome, y como diciendo: «¿qué esperás, qué esperás?» Para disimular comencé a saludarlos a todos, y todos me devolvieron, puntualmente, el saludo.

Tu carta y esa primera salida mía al pueblo, de alguna manera están ligadas.

Como ves tengo muy poco que decirte de Julián. Pero me gustaría que igual me contestes, que me cuentes cómo estás, cómo van tus clases. Quizá, ¿quién te dice?, vaya a visitarte. Iría con mucho gusto y me quedaría un tiempo con vos, si te parece bien. Sé que esa ciudad está cerca del mar, lo acabo de ver en un mapa, y yo hace tanto tiempo que no veo la numerosa superficie del mar perdiéndose en un horizonte lejano y azul.