N°5 - Cortejando al Monstruo

Puede definirse al monstruo como una especie compuesta por un solo individuo. Semejante definición conlleva la idea de extinción: el escritor es el último de su especie. Si el relato es, como ha sido dicho, una fábula de la supervivencia, el narrador es siempre un monstruo. También se trata, cuando hablamos de César Aira, de la obra monstruosa o del monstruo-obra: las novelas mutantes, identificadas con un tiempo orgánico, constituyen los individuos que, por sí mismos, no cuentan. La obra es la especie y cada novela es un mutante que solamente la perpetúa. El monstruo es también entonces, y de modo paradójico, la puesta a salvo de la extinción, la esperanza de que la especie ha sobrevivido. Dicho de otro modo: en Aira está toda la literatura. Un ejemplar basta para que la especie sobreviva, en un triunfo resplandeciente de la vida.


En este número, la Virgen Von Präuse corteja al Monstruo. Bruno Grossi es, acaso, el primer lector riguroso del extraordinario Diccionario de Autores Latinoamericanos. Como buen airiano, restituye a esta obra erudita, “seria” a priori, su singularidad, el carácter personal e intransferible del Escritor como Lector: la connivencia feliz de una historia de las escrituras y los escritores con las preferencias del Autor del Diccionario, una suerte de Borges latinoamericano, cuyo rigor no está en contradicción con los chistes, las ocurrencias, las anécdotas, las valoraciones y las notas novelescas de los biografemas. Emiliano Rodríguez Montiel pivotea sobre Yo era una chica moderna para pensar la frivolidad airiana: el monstruoso Gauchito, aborto de la superficialidad juvenil, es el punto de partida para el recorrido de otros mutantes que provocan la risa, pero también el amor. La irrisión airiana es siempre un homenaje zumbón y la frivolidad, ese arte de deslizarse por las superficies, esa inconcebible elegancia de una impugnación glam de la profundad metafísica que nos entregaría la verdad de un ser (juego de máscaras en el que Aira se parece a Bowie), se vuelve gesto nietzscheano, afirmación festiva de las ficciones útiles y pensamiento danzarín, liviano, tenue, presintiendo acaso la risa de los dioses. Francisco Vanrell sigue al Aira profeta, aquel que ve en el punto más distante la crisis más cercana, aquel que detiene el tiempo prosaico de nuestro mundo para revelarnos el tiempo maravilloso del entretenimiento inútil, frívolo y destructivo. Rafael Arce lee la ficción airiana como un viaje alucinógeno al País de las Maravillas, convirtiendo el predicamento opiáceo de simbolistas y surrealistas en una vulgar ofrenda beatnik, que acaso el Monstruo reprobaría. Juan José Guerra ensaya una lectura política de una obra de la que se dice que poco tiene que ver con aquella y por la vía de la electricidad, esa corriente que se corta en La luz argentina y se dilapida en La villa, pasando por todas las variaciones del fenómeno y evitando inteligentemente toda metáfora o alegoría.


No podían faltar, en el cortejo, los rescates memorables. El bellísimo ensayo de Alberto Giordano sobre Una novela china interroga la claridad de un tema que no obstante no pierde nunca su misterio: el amor. Escapando de todos los lugares comunes de la crítica, Giordano lee a partir de un hilo que los críticos académicos considerarían trivial y encuentra en los amores de Lu Hsin la fábula que se repite y que no nos cansamos de volver a oír, aquella que sugiere, con los tonos de la voz baja y la delicadeza, que para amar debemos permanecer ignorantes de todo saber respecto del amor. La entrevista a Aira, gloriosa por la torpeza del entrevistador, publicada en francés en el ensayo Nouvelles Impressions du Petit Maroc, que traducimos con indecible caradurez. Y la legendaria conferencia que Aira dio sobre Borges en uno de sus innumerables homenajes.