La cifra - César Aira
(Conferencia leída en
el Homenaje a Jorge Luis Borges en la
Alianza Francesa de Buenos Aires, octubre de 1999).
Los que teníamos veinte
años en la década del sesenta y habíamos encontrado el camino de la literatura
en Borges, encontrábamos el primer reproche que hacerle en su asombrosa falta
de curiosidad intelectual. Ya pudiera adjudicarse a la soberbia, la
provocación, o una genuina limitación, tanto más sorprendente en un genio, lo
cierto es que lo había descartado todo de antemano, antes de saber de qué se
trataba. El círculo de su interés se había cerrado en su infancia, o en su
primera juventud, y no volvió a abrirse a despecho de las más exigentes pruebas
que tuvo que pasar. Esta carencia, exhibida de modo casi militante, se hacía
más chocante por contradecir el magisterio peculiar que había ejercido Borges
sobre nosotros, y nos resultaba especialmente notoria ya que los años sesenta
fueron en gran medida una especie de inventario y relanzamiento de la modernidad,
de un siglo que había pasado sin hacerse casi notar por un hombre inteligente y
culto al que, para completar nuestra perplejidad, nosotros habíamos tomado como
modelo de inteligencia y cultura. Sea como fuera, Borges no supo ni quiso saber
nada de su tiempo: ni las ciencias, ni las artes, ni las humanidades, ni la
sociedad, ni siquiera la historia. Ni Marx ni Freud tenían nada que decirle,
pero tampoco Schömberg o Piccaso o Einsenstein (bajo su óptica, el cine parece
un arte del siglo XIX) o Brecht, para no hablar de Wittgenstein o Levi-Strauss
o Jakobson o Duchamp.
La primera
justificación que a uno se le ocurre para este curioso estado de cosas, es la
del pago. Todo se paga, hasta el genio, y si Borges debió pagar el genio
literario con la curiosidad intelectual, hay que reconocer que lo sacó barato.
De hecho, no tiene por qué sorprender: muchos grandes escritores han sido
hombres increíblemente limitados en sus intereses culturales, y la curiosidad
intelectual es una más entre otras, quizás sobrevalorada (o al menos lo era en
aquellos años, y ése es un parámetro con el que podemos medir cuánto han
cambiado las cosas).
En tren de buscarle
justificaciones, se podría hablar de concentración, de intensidad. Quizás el
interés de Borges dibujaba el círculo de sus necesidades para escribir su obra,
y no se diluía un centímetro más allá. Ejemplo de lo cual es su relación con la
filosofía, de la que sacó tantos temas y que tan congenial era a su
inspiración: en un viejo manual encontró todo lo que necesitaba en ese rubro, y
no tuvo que molestarse jamás, con las dudosas excepciones de Schopenhauer y
algún diálogo de Platón, en abrir libro alguno de ningún filósofo.
Y por otro lado, no era
tan grave como parecía, en nuestro extremismo de jóvenes y nuestra infatuación
con la actualidad. Era su estilo, un estilo de saber, asistemático, caprichoso;
hoy, hasta podría decirse que se adelantó a su época exhibiendo el tipo de
saber que décadas más tarde podrían de moda la televisión e Internet. De ahí
quizás la fascinación irresistible, y un poco inexplicable, que produce Borges
en la era de la informática.
Si uno hace la lista de
sus exclusiones, queda como dato intrigante su aversión al conocimiento
sistemático, y su aversión a la actualidad del saber. Hoy creo poder
explicármelas en conjunto, como una sola cosa, remontando la aversión a su raíz
común, que no es otra que el saber colectivo, interpersonal. Tanto el
conocimiento sistemático, como el del presente, suceden como una empresa
colectiva. Solo el capricho, y el pasado, aseguran un saber individual,
enteramente propio. O con el pasado basta, sin el capricho: la elección de
información y lecturas en el pasado da amplio campo para evitar todo compromiso
intelectual que amenace la más perfecta autonomía personal. En el famoso
párrafo de “Valery como símbolo”, que tantos hemos encontrado imperdonable,
¿qué tienen en común nazismo, marxismo, psicoanálisis y surrealismo, para poder
descartarlos a todos juntos como melancólicas aberraciones? Que suceden en el
siglo XX, dice Borges. Pero eso no bastaría, porque al fin de cuentas Valery
también sucede en el siglo XX. Lo que los pone del lado malo es que son
iniciativas colectivas, que no se hacen de a uno.
En Borges hay un
rechazo visceral a ser uno más en la creación de cultura, a las continuidades
académicas, a la acumulación de saber, al menos a la acumulación sistemática de
saber. La única cultura que admite es la que puede pensar, ab initio, un solo hombre. Un ejemplo casi abusivo es su libro
sobre el Budismo, donde contrasta el mínimo aparato filosófico de base, que es
razonable y al que trata con respeto, con los ridículos bestiarios de la
tradición colectiva. (Se trata literalmente del contraste entre el Hinayana y
el Mahayana: Borges fue un hombre del pequeño vehículo). Aquí cae en su lugar
la anglofilia, la celebrada insularidad del estilo inglés, la predilección casi
excluyente de los ingleses por la “literatura para juventud”, pues en
Inglaterra toda filogenia es tratada como experiencia individual, que debe
iniciarse con la infancia.
Este agnosticismo
cultural debería apoyarse en una valoración del yo autónomo, de la personalidad
característica, del personaje actuando como paradigma individual y dictando
temas, formas y afectos. Y lo hace realmente, pero en dos niveles heterogéneos,
en una dialéctica no resuelta que sigue constituyendo el enigma y el encanto de
Borges. Los términos de esta dialéctica estaban planteados en un ensayo de
juventud, “La Nadería de la Personalidad”, donde no niega al individuo pero sí
su “constancia” en el tiempo. El yo es momentáneo y presente, a reconstruir
cada vez; el yo como personaje constante sería una suma imposible, “nunca
realizada ni realizable”. En el centro de este artículo hay una anécdota
probatoria, de tipo revelación o iluminación: al despedirse de un amigo en
Mallorca, en el instante en el que el espíritu se repliega sobre sí mismo y
reúne fuerzas para ponerse a la altura del otro, comprende que es una tarea tan
vana como imposible. Reunir todos los yoes sucesivos de la experiencia
individual en un yo general, es como intentar reunir todos los instantes del
tiempo en “un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás”, en decir un
“Aleph biográfico”, del que no hay más que un paso al Aleph universal de la
calle Garay.
A este artículo de 1922
responde cuarenta años después la famosa página de El Hacedor, “Borges y yo”, donde desde el otro lado de su obra ya
hecha Borges advierte que de todos modos hay un personaje totalizante creado a
sus expensas por su propia actividad; con ese yo solo aparentemente definitivo
interactúa el otro, el yo atenuado y momentáneo, cuyas armas siguen siendo la
huida y el olvido: “Mi vida es una fuga, y todo lo pierdo y todo es del olvido,
o del otro”. En esta frase asoma, traído por ese resbaloso “otro”, el dispositivo
que al fin de cuentas es la vida natural del escritor: la lectura. Dos
renglones antes, hablando de la obra de Borges, dice Borges: “Me reconozco
menos en sus libros que en muchos otros”.
Como les ha sucedido a
tantos lectores, el gusto de la lectura llevó a Borges a encontrar inútil y
hasta malsano el trabajo de escribir; al menos el de escribir libros. También
aquí se manifestó su preferencia por el pasado, en tanto leer es actualizar el
pasado en un presente inofensivo, mientras que escribir es hacer presente
directamente, sin mediaciones. Siempre que se refirió a la dicotomía
leer/escribir fue para destacar su preferencia por la lectura, o para expresar su suspicacia respecto de la
vanidad, casi la descortesía, de escribir. Era como si viera en los libros
nuevos una paradójica amenaza contra la lectura. Y en esta amenaza podría verse
el valor que le adjudicaba a la lectura; en ésta debía de ver la posibilidad de
un yo atenuado, menos susceptible a las cargas, las responsabilidades y las
recriminaciones de la historia; un yo atenuado pero no ilusorio, en el que se
podía hacer pie, con infinita discreción, para existir y prosperar.
Pero su justificación
para leer, es decir para ser un adulto que seguía leyendo, estaba en su
condición social de escritor. Por algún ignoto mandato ancestral necesitaba
justificar la práctica de la lectura, que despojada de alguna función le
resultaba ociosa, hedonista, hasta decadente. Es inútil especular con la
hipótesis de un Borges rico que hubiera podido encerrarse a leer todo lo que
quisiera, solo por quererlo. Tal como fueron las cosas, él leyó (todo lo que
quiso, y solo porque quiso, es cierto), para cumplimentar algunas de las
funciones con las que la sociedad justifica más o menos la lectura literaria en
los adultos: la de crítico, la de profesor, la de editor.
Ahora bien, Borges fue
crítico, profesor y editor solo accidentalmente, y a partir de su prestigio como
escritor. Y según él, era escritor solo accidentalmente, como un epifenómeno de
sus vigilias de lector. No siempre había sido así. De joven aceptó naturalmente
su función social de escritor en el presente, que era el de las vanguardias del
siglo XX, y fue un poeta como los demás. Una vez que estuvo constituido su yo
de escritor, hubo un viraje y empezó de nuevo: se alejó de todos sus camaradas
juveniles, rompió con sus viejos libros, se desligó de la actualidad, e inició
la extraña jornada de la metamorfosis del lector en escritor, esta vez un
escritor con un yo atenuado, con el mismo yo de un lector.
Esta metamorfosis es
toda la obra y el mito de Borges, y seguirla en detalle es mucho más de lo que
puedo hacer. Pero creo que puedo dar un modelo simplificado, un modelo a la
escala de la intimidad de la conciencia donde el comercio con los libros se
vuelve teatro fantasmagórico y secreto.
El paso de lector a
escritor da lugar a dos ilusiones: la primera es la de querer contribuir al
tesoro existente de lecturas con los propios libros; la segunda, postular la
intención de recuperar intensificado el placer que dio leer los libros,
escribiéndolos, a partir de la hipótesis de que en ambas actividades sucede lo
mismo en sus modos pasivo y activo, y éste tiene que potenciar el mismo placer
que aquél, según el modelo de consumir pornografía y practicar el sexo. Loables
como son, y a veces, por casualidad, fecundas, las dos son ilusiones porque
implican una duplicación del sujeto, en el primer caso como posteridad, en el
segundo como realidad objetiva, es decir como otro. Las dos crean un sujeto
fantasmal, ya sea propio o ajeno: en los dos casos el lector debe morir para
dar paso al escritor, y éste queda aislado del sujeto autobiográfico con el que
se inició el proceso.
En esas trampas de la
fantasía solo puede caer el mal lector, el lector ocasional, que no deja de ser
ocasional por más que las ocasiones se repitan a lo largo de toda su vida. El
buen lector (y partimos de la idea de que Borges fue el modelo del buen lector)
es el que ha descubierto que la literatura forma un sistema, que como todo
sistema está completo, y por lo tanto vuelve superfluas las adiciones. El
placer no provenía de este libro o de aquel, sino de los elementos que hacían
que este libro o aquel formaran parte del sistema de la literatura.
Aquí el gran
asistemático choca con su límite interno. O bien llega a su meta, que es la
literatura como el único sistema cultural apto para un solo hombre, el único
que puede construirse del principio al fin, de los cimientos a las almenas de
las torres, sin salir de un único mito biográfico. Homero, Shakespeare, De
Quincey, Kafka, cada uno modulándolo a su modo, son todos los hombres; un
estilo es una civilización unipersonal que hace de todos los demás hombres,
pasados, presentes y futuros, epifenómenos de un orbe imaginativo.
Y en este punto,
sorpresivamente, Borges es un hombre de su tiempo, un modernista. Hace poco leí
la crítica de un libro de T.J. Clark, titulado expresivamente Farewell to an idea, libro que
constituye un balance del fracaso del proyecto utópico del modernismo de crear
un sistema artístico que diera cuenta del sistema del mundo. Era casi
inevitable que el autor de la reseña citara a Borges, y lo hacía, en las
primeras líneas, con gran perspicacia: el proyecto sistematizador del arte
moderno estaba condenado al mismo fracaso ambiguo que el mapa borgeano, tan
grande como el territorio que debía representar.
Mapa y territorio,
realidad y representación, son también lectura y escritura, salvo que nunca
podemos llegar a saber si el mapa prodigioso y absurdo es la lectura que cubre
todo lo escrito, o es la escritura que llegará a cubrir por entero una lectura
que fue anterior, biográfica y lógicamente. Remontando esta escalada de sustituciones hasta un punto
metafísico más allá de toda experiencia, ambas operaciones se confunden, en un
núcleo del que emanan conjuntamente el sistema del mundo y el de la literatura.
La función de la escritura borgeana es extraer esos elementos que hacen
sistemática a la literatura (elementos que ha sobrevivido, un poco al azar,
como ruinas) del “volumen” donde están, las más de las veces ocultos, o
disimulados en un malentendido, o simplemente inadvertidos, para ser expuestos
en fórmulas simples y despojadas del aparato con el que una idea se vuelve un
libro. Esta extracción no solo es epistemológica, sino también moral, ya que a
esos elementos se los despoja de su excusa psicológica, personal, patética. Por
supuesto que antes se los despoja de su volumen. Con lo que se ataca de paso
una de las angustias más recurrentes en el lector, la de la acumulación
innumerable de libros y la imposibilidad de leerlos todos en una vida.
Este es el alfa y el
omega de la estrategia de Borges: al exponer el mecanismo general de la
literatura en sus elementos constitutivos se evita la exposición de un sujeto
patético más, es decir que nos ahorramos la existencia de otro autor en la ya
atestada galería de “casos” que es la historia de la literatura. La escritura
deja de ser la exhibición de una psicología individual. Y al mismo tiempo la
lectura deja de ser una carrera angustiosa perdida de antemano porque se hace
innecesario leer todos los libros; la lectura se vuelve una placentera
confirmación a partir de algunos ejemplos al azar, ejemplos que siempre serán
confirmatorios.
La puesta en práctica
de esta estrategia termina revelando un rasgo sorprendente de los libros ya
escritos: la inutilidad. Aunque sean buenos, y precisamente por serlo, están de
más en la realidad: lo que los hace buenos ejemplos de literatura los hace
inútiles porque la esencia de la literatura, que realizan, la ya habían
realizado todos los buenos libros de la literatura del pasado. Para encontrar
un libro que realmente se justifique, es preciso retroceder hasta un hipotético
Primer Libro. (Y en la mitología de Borges conviven, en la tensión de una
paradoja no resuelta, la Biblioteca y el Libro, exactamente como conviven el
lector y el escritor.)
La multiplicación de
los libros sólo se justifica en la Historia, donde se multiplican las esencias
de la literatura, revelando con ello que no son esencias inmutables sino
efectos contingentes del tiempo. En el presente del actor histórico cada libro
reinventa la literatura y disuelve una supuesta esencia: para renunciar a esta
postura de actor, como quiso hacerlo Borges, es preciso revestirse de la figura
del lector, y dotarla de poderes insólitos, los poderes de los que es modelo
Pierre Ménard. En esta invención transmutadora están los límites de la
imaginación de Borges: la Historia en él es confirmatoria, no creadora. El
sujeto histórico que ha asumido así la máscara del lector se vierte en libros
solo para actualizar una esencia transhistórica, y esos libros servirán como
ejemplos intercambiables de un sentido que estaba antes y estará después.
Lo que justifica
nuestra prevención juvenil, y confirma, en el triunfo de Borges, el fracaso de
nuestros sueños, es esa derrota que sufre en sus manos la función creadora de
la Historia. Él la transformó en una combinatoria, un museo de ejemplos
temáticos que por su mera reunión al azar creaban al sujeto presente. Y seguía
siendo una cuestión de lectura, literalmente. El secreto del yo estaba en la
cifra combinatoria que resultaba de la suma de sus experiencias, y la
experiencia, pasada en limpio, era la cantidad de libros que había leído. De
ahí su insistencia en “el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como
si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica
eternidad” (la cita es de su artículo sobre Alfonso Reyes, de 1960). Ese
presente vuelto “mágica eternidad” es la memoria, salvo que el peso de la
definición está invertido: no es que con la memoria se recuerden las lecturas,
sino que las lecturas han creado ese otro presente, ese presente ahistórico y
combinatorio, que es la memoria borgeana. Alguna vez se dijo, en un intento
apenas malévolo para intentar explicar la paradójica originalidad de Borges,
que sus ensayos se hacían con un procedimiento automático: tomar al azar dos
artículos de la Enciclopedia Británica, resumirlos en prosa elegante y
encontrarles una relación que a favor del azar no podía dejar de indicar
inteligencia y erudición. Ojalá fuera tan fácil. Pero la calumnia es
iluminadora, pues apunta a esas “afinidades secretas y remotas” que vuelven
inútil la curiosidad intelectual. En efecto, ésta no puede operar sino a partir
de una voluntad individual proyectada desde el presente histórico, y necesita
un Yo psicológico constituido por la Historia, del que quizás los últimos
especímenes fuimos aquellos adolescentes de los años sesenta. En un salto
mágico, el sujeto incapacitado para la curiosidad intelectual se vuelve objeto
de ésta, de lo que estamos dando testimonio.
Una vez que el yo se ha vuelto una cifra de un azar combinatorio, cesa la acción, y con ella, en una ataraxia de lector saciado, cesa el dolor. Todo está en generar la cifra, y el modo más económico de hacerlo es la lectura. Con lo que llegamos al fin a un buen motivo para hacerse lector. Los libros son ideales para generar la cifra, porque de un libro a otro puede darse toda la latitud posible del espacio y el tiempo, y el resultado se da con el menor gasto. Unos pocos libros, los que depara el azar en la biblioteca paterna, o en cualquier encuentro casual. No es necesario que sean todos, ni los mejores, ni los más importantes; ¿quién podría juzgarlos? El sujeto histórico, pero él ha sido eliminado. El peso de la definición se invierte aquí también: los libros no necesitan ser los mejores en el presente porque fue su elección casual en el pasado la que los volvió los mejores para cumplir su función. Bastaba con que estuviera lo bastante alejados unos de otros como para que su conjunción diera por resultado una entidad única y sin parangón. El azar biográfico se las arregla para que esos pocos libros formen una constelación distinta para cada lector, y el resultado, esa cifra no compartida por nadie, constituye al superhombre secreto que por ser único tiene un poder único. ¿Y quién puede decir hasta dónde llega el poder de una particularidad absoluta? La especie humana todavía no ha llegado a concebir la potencia de lo nuevo. En nuestra infinita frivolidad, lo hemos usado sólo para volvernos artistas.