Lucrecia Martel y Lucas Biglia: ¿A qué juega Zama? - Rafael Arce, Bruno Grossi y José Miccio

 

Diálogo entre Rafael Arce, Bruno Grossi y José Miccio sobre Zama de Lucrecia Martel.


Bruno Grossi: Tengo una relación particular con Lucrecia Martel: todas sus películas me gustan, pero ninguna me genera un entusiasmo real. Quizá ese sentimiento es consecuente con su cine, con una estética que deliberadamente trabaja en contra de las identificaciones inmediatas, o quizás no y habría que interrogar por qué, tal como dijo Borges, sus películas no admiten la menor réplica y no producen la menor convicción. Lo paradójico es que la noticia de Zama me produjo muchas expectativas, desmedidas en algún punto, concretas en otras tratándose de la obra maestra de Di Benedetto, pero también unas expectativas alimentadas por un contexto que la convirtió, tal como vos dijiste José, en un clásico automático: ya era buena antes de verla. De hecho me volvió a ocurrir lo mismo: tras verla, ¡zas!, el asombro y la indiferencia peleándose codo a codo.

 

José Miccio: Voy a empezar meando afuera del tarro, es decir, haciendo futurología: mi sensación es que en veinte años veremos las películas de Martel como vemos hoy las mejores de Torre Nilsson: con respeto y sin amor. No tengo presente La mujer sin cabeza, que espero revisar pronto; de sus otros largometrajes prefiero largamente La ciénaga, que aún con los problemas de sobrescritura habituales en Martel me parece la más atractiva, la más sensual. Zama es un fenomenito. Un acontecimiento a escala chica. Es injusto cuestionarla por las expectativas que generó y por las exageraciones con las que fue recibida. Traté de no hacer eso en un texto que escribí para Hacerse La Crítica. Pero ya se sabe: si todos se pelean por ver quién lanza el elogio más rotundo, cualquier objeción es directamente una herejía. Sin estar asediada, Zama se convirtió en una ciudad a defender. Una especie de Causa. No sé bien cómo ni por qué. No sé si ustedes sintieron lo mismo, en realidad. 

 

Rafael Arce: Es el problema del clásico automático. Habría que hacer el esfuerzo de ver la película sin tener el horizonte del cine de Martel. Porque tengo la sensación de que con ella esto del clásico automático se generó desde siempre, desde La ciénaga. Seguramente con La mujer sin cabeza, que también fue celebrada antes aún de ser vista. Esto no empezó con Zama, es mi sensación. Desde luego, la combinación Martel-la-mejor-novela-latinoamericana-del-siglo (como la llamó Saer) era explosiva en cuanto a sus expectativas. Me parece que el exceso de aceptación del cine de Martel entre un público semi-cool le ha jugado en contra. Tendríamos que poder ver Zama sin Martel y sin Di Benedetto. Ahora bien, ¿es eso posible? En aquel texto al que hacés referencia, José, se nota que Martel no te gusta y, por lo tanto, no podía gustarte la película. Porque entendés que una película (o cualquier obra de arte) comporta un riesgo que Martel no toma. Me gustaría que te explayaras, si te parece, en esta idea de “sobre-escritura”. Porque a mí me pasa que puedo tener empatía con tus objeciones y sin embargo haberme gustado la película. Porque es un gusto que no obstante me inquieta, como lector de Di Benedetto: que me haya dado lo que esperaba.

 

José Miccio: No es que no me guste Martel. Al contrario, me parece una mina que hace películas de indudable interés. Meritorias, elaboradas, inteligentes y sin la más mínima capacidad de asombro. La cita de Borges que Bruno trae a la conversación es perfecta. ¿Quién puede decir que La niña santa no es una buena película? ¿Y Zama, que es mucho mejor? Lo que me inquieta es el modo en que son buenas, el tipo de aceptación que promueven, la comodidad que nos regalan (aun sin perseguirla). Son pasto ideal para los sacerdotes del espíritu que se preocupan por nosotros como si necesitáramos docentes o padres en lugar de artistas que nos quemen la cabeza y nos pongan en los lugares incorrectos. Está muy bien: es genial que Martel filme, que sus películas circulen, que la gente pueda verlas. Está perfecto recomendarlas, discutirlas, hacer ciclos en los que se hable del lugar de la mujer en las familias tradicionales, de la burguesía salteña y demás cosas de indudable importancia sociológica. Pero yo no quiero un cine serio, destinado a promover debates y programas de estudio. Quiero un cine que baje el nivel cultural, no uno que lo eleve o lo cuide, porque eso es lo que hacen los artistas académicos y lo que defienden los mandarines. Armando Bó es más cineasta que Martel. La selva de La tentación desnuda es más inquietante que la de Zama. El plano de la pava y la Coca en el río (se los pego abajo) tiene más poder de fuego que todos y cada uno de los que filma Martel, que incluso cuando son admirables tienen ese marco de contención propio de los que saben medir cada esfuerzo. A eso me refiero en parte con la idea de sobrescritura. Martel sabe demasiado. Conoce todas las conexiones de un plano con los otros. Y no da nunca un paso en falso. Si escribiera sería la estrella de todos los talleres de literatura. La primera vez que noté con claridad esta sobrecarga de sentido fue en La niña santa, que insiste en mostrar a las empleadas del hotel echando desodorante de ambiente, como si Martel no confiara del todo en el laborioso encadenamiento de extrañezas que propone y tuviera que poner una señal de alerta, un cartel rojo. Esas sutilezas, esos trucos de guión educado, ese destino de cine arte…Yo paso. Me quedo afuera del brindis. Y me quedo afuera también de la Cinemateca uruguaya, que pintó a Martel junto a Fellini, a Hitchcock y a Buñuel. Caramba, todavía no doy crédito. Es verdad que con Martel siempre hubo altas expectativas. Pero esta insistencia en ponerla junto a los monstruos sagrados me parece bastante nueva. Con Zama llegaron Apichatpong, Rocha y no sé cuántos más. De todas las asociaciones que se hicieron en los últimos meses, hay una que me parece especialmente desafortunada (déjenme decir: pelotuda). Es increíble que se haya hablado de Herzog a propósito de Zama. Herzog es el anti Martel. Martel no se hubiera animado jamás a filmar los pozos de petróleo en Kuwait como los filma Herzog en Lecciones de oscuridad. Pero no por un tema de seguridad personal. Por un tema de mesura. Herzog es una bestia que piensa que puede capturar las imágenes del desastre ecológico y social como imágenes de otra galaxia. Herzog ve belleza en el Napalm y le agradece a la NASA su sentido estético. Martel dice que no filmó la violación de la novela de Di Benedetto porque eso sería colaborar con el patriarcado. Herzog es un hijo de puta (quiero decir, un cineasta). Martel es una mujer responsable. Está preocupada por lo que preocupa a toda persona de bien. Me alegro por ella. Pero el cine grande le queda lejos. Retomo lo que decía al comienzo: me gusta Martel. Como me gustan Piglia y Lucas Biglia. Solo digo que Aira y Messi juegan a otra cosa.




Rafael Arce: Me parece que estás utilizando la famosa concesión retórica. Cuando dije que Martel no te gustaba me refería a que ella hace un tipo de cine que no es el que preferís. El arte no tiene que gustar, tiene que inquietar. Perfecto. Entonces: Martel no te inquieta. No es menos sorprendente que se compare Zama con Herzog que se lo haga con las dos selvas, la marteliana y la de Armando Bo. Estás ya preparado para que la selva de Zama no te inquiete. Me pregunto si no habría que hablar de Zama a partir de sí misma. O de Martel a partir de sí misma. Ya que traés a colación a Messi y a Aira. Tu argumento futbolístico embarra la cancha. La oposición de Aira sería Saer. Martel sería Saer. Pero es medio mala leche poner a Biglia. Más bien el anti-Messi sería Riquelme: el control, el pensamiento, la pausa, la concepción de la jugada completa. A vos lo que te gustan (perdón, lo que te  inquieta) sos las huellas, las marcas, los trazos. La explosión, el azar. Soltar el plano, como vos decís. Sin embargo, el exceso de control puede ser una poética. Es eso lo que discutimos. Yo quisiera que nuestros dardos fueran más intrínsecos a la factura de la película y no tan exteriores, no tan de discusión de poéticas. Coincido con que tendría que haber filmado la escena de la violación. Yo tengo otra objeción acerca de la adaptación: la leyenda de Vicuña Porto. Me pareció una concesión en una película que claramente busca ampliar su público de “iniciados”. Un elemento de intriga que le da un “hilo” al relato, innecesario, como el Rosebud de El ciudadano. Una pelotudez, como vos decís. Con una desventaja: al hacer de Vicuña y de Ventura dos personajes diferentes, se pierde lo que en la novela de Di Benedetto es una especie de aliento pro-latinoamericano y proto-revolucionario. Creo que esta objeción es más interna al film y no tanto de estética.

 

Bruno Grossi: Quizás no podemos hacer otra cosa que discutir estéticas, aunque el problema es cómo esas estéticas se singularizan. Evidentemente lo que está en el centro de la discusión es la dialéctica Construcción / Azar. ¿Zama está hiperconstruida? Sí, pero también El dinero o El eclipse y de la misma manera hay películas de Fassbinder o Moretti en la que uno habría deseado más control sobre el material. Digo, hay algunos encuadres de Martel saturadísimos, pero no pictóricamente (o no solamente: es su película más bella, más colorida), sino por la cantidad de información que aparece en segundos y terceros planos de la imagen, en la que conviven nobles, mulatas y animales en una luz tenue que no permite distinguir exactamente lo que está ocurriendo. Lo mismo con el sonido: no hay algo así como silencio, siempre está sonando algo, aunque no se sepa qué, de fondo. No creo que sea una película que señale tan claramente a dónde quiere ir, que nos diga qué tenemos que ver, oír o pensar, cómo podría estar sugiriendo José (amén de la escena de los peces, presente también en la novela). El control no va necesariamente en desmedro de la sensualidad de las formas (como todo admirador de Hitchcock sabe) y Zama es sensual. Pero, y acá mi crítica, podría serlo más. La película parece darle mucha importancia al Don Diego funcionario como si Martel quisiera enfatizar más el costado político de la novela. Sin embargo, para todo aquel que haya leído a Di Benedetto sabe que la cosa no se clausura ahí (odio contradecirme y abandonar la inmanencia del film, pero me parece que en la consabida comparación entre película y novela hay una verdad que no deberíamos desatender: a pesar de los reparos “metodológicos” que se suelen hacer, la experiencia genuina del cinéfilo y bibliómano es la de poner a prueba esos dos universos que conoce y ama). Retomo: Martel pasa por alto, o no le da mucha importancia a algo que en la novela es central: los tejes manejes de Don Diego para ponerla. Poco hay de esto en la película, de hecho parece reducir todo ese elemento de la novela a mera mundanidad o sociabilidad (como si Zama fuera un Proust colonial). Mientras que en Di Benedetto uno se da cuenta todo esto es claramente un relato sobre el pagafantismo: Zama lo único que quiere es coger, pero Luciana desprecia a los hombres que sólo codician su cuerpo, a lo que Zama debe responder, para no perder la oportunidad, con una galantería sin límites que no hace sino alejarlo del coito. Eso es lo que vuelve la novela tan risible, bordeando -diría- lo patético. Es extraña esta ausencia, ya que Martel en sus declaraciones parecía privilegiar el humor de la novela y desdeñar el contenido histórico. Le salió lo contrario: situación paradójica para alguien que está en perfecto dominio de su arte.

 

José Miccio: Me metí en demasiados problemas a la vez. Empiezo por el que me parece menos irresoluble, y prometo ser breve. Yo no prefiero el azar al control. Y sobre todo: no creo que el control le ponga límites a una película, le quite emoción o fuerza. Más bien al contrario. No hay cine más robusto, más emocionante y más libre que el de Ozu, que es todo disciplina. Me acuerdo de una frase de Straub: “La libertad es una cuestión de método” (creo que la dice en el documental de Pedro Costa, ¿Dónde yace tu sonrisa escondida?, pero tendría que confirmar). Mi problema con Martel no es que conozca sus materiales, que sepa todo, ni siquiera que se la pase haciendo declaraciones para el progresismo gil y vigilante. Mi problema es que se queda siempre a mitad de camino. No se ajusta ni se suelta. Su cine es atenuación y énfasis. Cuando parece que se sale de los límites, retorna, y cuando parece que los elige, y que va a convertirse en una asceta, se corre. En el tipo de cine que hace, y sobre todo en Zama, que coquetea con la radicalidad, esto es como una falla geológica. Por lo demás, estoy de acuerdo con la lectura de Bruno (que además me enseñó la palabra “pagafantismo”). En cuanto a lo que decís vos, Rafael, bueno, primero lo primero. Riquelme es a Messi lo que Bochini a Maradona: un genio con un pie en la tierra frente a un aerolito desquiciado. Martel está bien asentada en nuestro mundo, y está perfecto. Soy capaz de apreciar sus películas sin admirarlas. Pasa que estamos en un tiempo caliente. No quería decir la palabra porque enchastra, pero ahí va: en tiempos de canonización, Martel ya no hace buenas o grandes películas. Martel es un genio. Juega en la liga de Fellini, de Herzog, de Buñuel. Es una fuerza del cine como Rocha. ¡Es la heredera de Favio! No sé. Noto tanta distancia entre Zama y los elogios que le dedican sus admiradores que me cuesta hablar de la película como si estuviera fuera de toda disputa, ya cómoda en la Historia.

 

Rafael Arce: Sea como fuere, la canonización rápida no hace bien a ninguna obra. Ya que hablás de las declaraciones para el progresismo gil, ya van dos entrevistas en las que Martel afirma que las series son un “retroceso”. No entiendo por qué habla de las series, ¿a qué público le habla? ¿A qué cinéfilo le puede interesar esa idea? Esas interpolaciones me llaman la atención. Pero yendo a lo que dice Bruno sobre la adaptación: no estoy tan seguro de que eso sexual de la novela no esté tanto en la película. El azoramiento de Zama en la primera parte, esa mirada desencajada durante la primera entrevista con Luciana, es todo lujuria. Después, la turbación se “espiritualiza” y se convierte en una espera “metafísica”. Ya que hablamos de la crítica, consideremos un momento la literaria: Zama como novela existencialista, histórica, toda esa paparruchada. Como Bruno, yo leí una novela tragicómica en la que un tipo trata de darle un elevado estatuto a todo lo que en verdad no es más que corporal: deseo de sexo, de comida, de agua, de limpieza, de descanso. Hay una dimensión de bajo materialismo en la novela que la crítica literaria soslayó con elegancia. Martel también lo leyó, a su modo, con esos encuadres pictóricos en donde lo feo se vuelve necesariamente bello, pero en donde las corporalidades pululan. Una de las cosas que me sorprendió de la película va en esa dirección: la imaginación marteliana exacerba lo decadente, lo pútrido, lo sórdido. Condensa lo que en la novela está separado: los espacios, como decía Bruno, la cena de gala con el establo y el lupanar. Capta a su modo la percepción onírica dibenedettiana. Muchos lectores de la  novela ni siquiera se preguntan si la tercera parte no es directamente un sueño. En la película, esa dimensión onírica se acentúa, entremezclada con el delirio, que es también el delirio colectivo del imaginario americano selvático, el de la ciudad de Jauja, el de Eldorado. Ahora Lisandro Alonso y otra vez Herzog. ¡Perdón José! El humor… La música es humorística, “desentona”, también lo es el negro que aparece sin pantalones, y sus parlamentos banalmente altisonantes. Esa condensación también es la de los cuerpos desnudos, la de la convivencia onírica de vivientes humanos y no humanos. Volviendo a la adaptación: eché de menos el episodio en el que se cuenta un brote psicótico, el fumador que asesina a la mujer porque la confunde con un ala de murciélago que le creció en la noche. Por el contrario, me pareció un acierto haber suprimido al mono muerto flotando en el río, que es el gran fetiche de la crítica dibenedettiana.

 

Bruno Grossi: Tengo la impresión que Zama es una película que no desarrolla. Eso genera tanto inquietud como fastidio. Una neutralidad de la imagen, una ausencia de explicación, una falta de profundidad en los personajes que los apologistas leerán como ambigüedad y los críticos como desidia, inanidad; pero sobre todo lo que no se desarrolla parece ser el relato mismo. De allí que la crítica a las series haya despertado polémica: lo que Martel señala con claridad es la deuda de la tv con los procedimientos de la novela del siglo XIX (interioridad, causalidad, transparencia formal). No me importa la pertinencia de la crítica o en qué series está pensando, sino qué de eso puede verse en negativo en Zama: la espera de Don Diego eterniza el presente y con él la película, como un sueño, ésta no avanza ni progresa, lo que vuelve violento, inesperado, rupturista, injustificado la deriva final en la selva. No quiero ser tibio, pero honestamente no me decido. Me reconozco en la crítica incomoda de Oscar Cuervo: ¿qué puede la película? Don Diego, el contexto colonial, Vicuña Porto, la insurrección revolucionaria. Da la sensación de que no sabemos lo suficiente sobre nada, que querríamos más, pero a su vez la película inteligentemente siembra pepitas para quien quiera descubrirlas: la expulsión de Ventura Prieto a causa de la esclavitud de los indios, el libro subversivo del copista, el hecho de que Zama sea un “corregidor” que nunca utilizó la espada, la figura de Luciana, “la complicidad” de Zama y Vicuña Porto. Detalles de los que vive el arte, pero que pueden dejar gusto a poco.

 

José Miccio: Cada entrevista que le hacen a Martel la muestra más y más moralista. En la última que leí dice que ella no es buena, como si pudiera reclamar malditismo diciendo las obviedades que dice, segura siempre en el lado correcto de las cosas. Me pongo pesado, ya sé, pero no puedo olvidarme de los motivos que dio para no filmar la violación. Encima en ese escenario: la feria del libro, junto a Coetzee y su aura de premio Nobel, con toda la prensa ahí, diciendo dos o tres cosas sensatas sobre Di Benedetto y evitando presentarle batalla a esa tilinguería que llamamos legitimidad cultural. Me imagino a Tarantino diciéndose: “No le peguemos tanto a Daisy”. O a Verhoeven preguntándose si no será demasiado que Michele sea una mujer tan fuerte que puede jugar con su propio violador. Me imagino esos horrores y no veo compromiso sino cobardía, y pienso que Los 8 más odiados y Elle no existirían, y que el cine sería entonces mucho más pobre, mucho más serio, mucho más edificante e hipócrita. También lo de las series es pasto para la gilada. Desde hace unos días tengo esta pesadilla: Martel dice una pavada sobre la industria cultural y detrás vienen columnas de gente respetable a apuntalar las jerarquías y hacer el trabajo sucio. Básicamente: bardear a los espectadores que se aburren con Zama y echarle la culpa al acostumbramiento generado por las series o por cualquier otro enemigo de fácil repudio. A ese público le habla. Lo quiera o no. En cualquier momento se queja de la música que suena en los bares y viene uno a decir que nadie escucha a Luigi Nono porque en la radio pasan “Despacito”. Por supuesto, la culpa de que muchos de sus admiradores se comporten como predicadores laicos no es de Martel. Pero su tono de magister canchera un poco lo promueve.

   Eso en cuanto a su imagen pública, que supongo importa poco (al menos a la larga). Sobre la película y la adaptación, se me ocurren un par de cosas. Seguro me repito, pero trataré de variar el foco.

   Martel lee en Di Benedetto una historia contra la identidad. Lo dijo en todos los reportajes, y puso en la película las pistas suficientes (o sea, muchas) como para que nos quede claro. Hay que imaginar a Zama feliz, parece decir, como Camus de Sísifo. Me parece una buena lectura. Interesante. Pero creo que la realización es ilustrativa. No de los episodios de la novela (si es que puedo hablar de episodios) sino de esa idea. Zama tiene mucho de película de tesis. ¡Como El ciudadano! Martel es demasiado inteligente como para seguir un camino directo, así que juega a irse, a tropezar. Pero después vuelve. Siempre vuelve. No sabe perderse. En el final, solo en el bote, sin manos, Zama accede a lo que ella no. Es cierto: Martel no tiene por qué unirse a su protagonista. Quién podría pedirle tal cosa. Pero yo no puedo dejar de ver en Zama una voluntad declarada pero no ejercida. Un pagafantismo de la libertad.

   Voy a tratar de ser más concreto. El archienemigo del cine es la dignidad. Lo fue siempre. El tema es que hoy es más fuerte que nunca y Zama no le da pelea. La película de Martel recuerda en ocasiones a Albert Serra. Pero no tiene nada del aire plebeyo que Serra deja soplar en sus películas y que las vuelve siempre menos serias de lo que sus propios defensores dicen. Historia de mi muerte es un cóctel de monstruos para curadores y becarios que se la pasarán hablando de cosas importantes mientras la comedia les muerde el culo. En un punto, es verdad, se ríe de eso que la hace posible a la vez que aceita el engranaje. En un punto es cine pop. En Martel los géneros menores (siempre habla de terror y clase B) no son un desafío a la Cultura. Por el contrario, le piden un lugar entre sus cosas. Creo que esa es la clave de mi relación con Zama: la siento obediente. Hace ademán de mojarle la oreja a la Ley y termina concediéndole razones. La estructura en dos partes, el tema del tesoro que no es tal, la vida en su condición absurda. Todo es extremadamente legible. Zama es una película segura. Los planos de Martel se cambian fácil por ideas. Esta es para mí su debilidad de base. Puedo disfrutar el sonido, algunos encuadres, puedo incluso decir “¡Qué verdes esos de la selva!” o convencerme de que la escena de los indios es admirable. Pero estoy desconectado, fuera del hechizo o su contrario, si es que en el cine hay tal cosa. Disculpen este subjetivismo extremo (ya vuelvo a intentar disimularlo): a Martel le salen todos los trucos pero no le creo la magia. Justo lo contrario de lo que me pasa con Di Benedetto, que es Merlín, René Lavand y Mario Bava, y cuya prosa se come todo, y antes que nada las referencias simples, de ahí que las categorías terminen por causar risa y que a nadie que entre en su magma alucinatorio pueda interesarle realmente si Zama es una novela histórica o cuán afín es al existencialismo, y en todo caso a qué existencialismo, si el alemán o el francés, o si está tres grados más cerca de Sartre que de Camus, toda ese blablá de paper burro al que Rafael llama con justicia paparruchada. El silenciero y (sobre todo) Los suicidas son menos resistentes. Se dejan decir más. Pero Zama es una roca. Un absoluto literario. Martel pica la piedra como para darle forma y sentido. Consigue algo bello, digno de admiración y decididamente menos intenso y volado. Un detalle me sirve como ejemplo. Martel saca el momento genial de la mujer-murciélago y lo reemplaza por la historia del pez. Es decir, pone en lugar del que para mí es el párrafo más extraordinario de la novela, y el más opaco, algo sobre lo que puede decirse algo. Algo que tiene sentido. Un tema o como quede mejor llamarlo.