El ying y el yang de la muerte - Walter Romero

 

   El niño, como el animal, vive en el instinto de la acción. No conoce los preceptos del reloj, tampoco el amarre pedregoso de la memoria. Artista del olvido y la celeridad, el niño no se detiene más que para tomar impulso. Desconoce la parsimonia de la cavilación y el acerbo del aburrimiento. No puede cansarse, no quiere frenar. Recorrer el mundo según la guía turística del lenguaje, privarse de inventarlo por fuera de la geometría de la lengua, le parece el colmo de la indolencia.

 

   ¿Qué pasa, no obstante, cuando un niño se enferma? ¿A qué nueva experiencia lo doblega el reposo de la convalecencia? ¿Qué tipo de relación establece, privado de la acción, con el mundo y consigo mismo? ¿Cuál es la lengua de un niño enfermo? ¿De qué forma se interpela en la quietud blanca del hospital? La voz infantil de un cuerpo enfermo parece ser el tema de Geometría o Angustia de Diego Bentivegna. No la narración de la enfermedad en sí, de la cual no sabemos nada, sino el ejercicio libre de un soliloquio que explora, como un perito frente a un organismo desconocido, las nuevas propiedades de su cuerpo inmóvil.

 

   El concepto o metáfora implícita que Bentivegna emplea para trazar el itinerario del soliloquio es la dualidad opositiva pero complementaria del ying y el yang. Por un lado el color blanco, fuerza que figura y propicia el orden de lo íntimo, y por otro el color negro, asociado al orden de lo colectivo. El primero, correspondiente a la primera parte del poemario, atiende a la imaginación razonada del yo, a la subjetividad que se construye con la lengua materna. Es el momento de la angustia, del llanto, de utilizar las palabras que el propio cuerpo te suministra para nombrar su dolor:

 

Cuando nadie me escucha,

lloro por las noches;

cuando nadie me mira,

lloro por las noches;

cuando nadie me habla,

lloro por las noches.

 

Podrían extraerme la cabeza

si quisieran:

podrían sacarla de su tronco, curarla

 

   Las paredes del hospital, los huesos, la luz de la ventana, la bata del médico, el delantal de la enfermera, las sábanas de la cama: si el color cultural de la muerte y el luto es el negro, el blanco es el que viste la espera del convaleciente. Un blanco disponible, virgen, que puede funcionar, dependiendo el paciente, como herramienta de clarividencia o como impulso creador. En efecto, mientras un adulto busca saturar el espacio blanco de la expectación con la reposición melancólica de su pasado –como si el tiempo en punto muerto le otorgara por fin la posibilidad de poner en orden el museo de su vida–, un niño, precoz en toda actividad de archivo, contempla el blanco de su convalecencia como si fuera la pantalla inerte de un cine antes de empezar la película, es decir, como la inminencia de una posibilidad de ficción. Imaginarse, proyectarse y crearse, entonces, en vez de recordarse, guardarse y cuidarse:

 

          

Tengo ocho años. Estoy sentado solo

en una sala blanca

en algún hospital de la provincia.

El día es una costra blanca,

un círculo claro que se cuelga en las magnolias.

 

Yo soy de celofán, soy transparente,

no tengo uñas, no tengo

pelo, no tengo piel,

no tengo

nada que me identifique.

No dejo huella.

 

 

   El color negro, por otro lado, correspondiente a la segunda parte del poemario, figura a la muerte en su costado público, general. Es el momento en que la muerte habla por todos y para todos, con la lengua del Otro, exhibiendo los engranajes de su geometría o razón instrumental. Los “trapos” oscuros que viste la muerte para salir a apagar de noche las velas encendidas de los que la esperan, son los harapos usados y ya inservibles de los muertos en guerra, los judíos polacos, croatas, eslavos, los conscriptos de La Tablada, Campo de Mayo y Chingolo, los muertos de Munro, Adelina, Florida y Malvinas. Es un muerto colectivo, sin cara, sin rasgos, sin identidad:

 

Mis muertos en la guerra,

mis abiertos, hermanos.

Son mis muertos eslavos,

tirados en montones al borde del camino.

Son mis muertos,

mis muertos apilados en una masa informe,

sin nombre y sin sentido.

mis muertitos.

 

   Ante la pregunta en torno a cómo narrar el limbo que cercena la vida de la muerte, Bentivegna pervierte la copulación de Federico García Lorca, angustia y geometría, para construir una poética de tránsito dualista, sostenida por la disyunción o. Leídos en conjunto, bajo una interpretación ying y yang, los textos de Lorca y Bentivegna coagulan para convivir en el y/o: vivir y/o morir, blanco y/o negro, yo y/o el otro.