El psicópata y el héroe en la cinta de Moebius - Hugo Echagüe

 

   Dejamos aquí de lado la compleja relación entre lo Real histórico y lo representado en cine y televisión. Para el espectador serial no importa la diferencia. Es más, prefiere el simulacro; aunque hubiese un original, aquél le resulta más cercano. Es su fantasía y su pesadilla; de figuras atroces y carismáticas. El ambiguo encanto del asesino serial, del depredador, puede ser irresistible. Cómo definirlo, cómo ceñir esa figura sin recaer en estereotipos, es la propuesta de este miniensayo. Una hipótesis de máxima: el asesino serial es la cara inversa del superhéroe: cierran la agencia del poder directo: son su acting out, maravilloso o atroz.[1]

   Ambos coinciden en la omnipotencia o su presunción –los héroes de Marvel o los mutantes complementan sus poderes, a veces juzgados como defectos. Así, la heroína airadamente punk Jessica Jones dispone de algunos poderes, al igual que Luke Cage; forman así un superhéroe no solitario, una pequeña innovación, propuesta también en la más interesante Sense 8 –cuya continuidad seguimos esperando. Unos y otros disponen absolutamente de sus víctimas, sean villanos o buena gente de alguna remota ciudad. Usualmente pertenecen a países centrales: son a su modo, su alegoría y su exaltación.

   Después de los clásicos, como el emblemático y elegante conde Drácula y su extensa descendencia gracias, entre otros, a Anne Rice, aparece, a comienzo de los ‘90 el asesino serial que le da el giro (no sería el primero) a las identificaciones: el refinadísimo Hannibal Lecter –el de la única buena, la primera, de Jonathan Demme– que juega para la policía o más bien para la agente Clarice, a quien maltrata, humilla y ayuda: “What do you see, Clarice? What do you see?”. La clave es la interlocución, el quid pro quo; una forma de pago, una pregunta sobre el asesino/otra personal, pero Hannibal, contrariando la literatura psiquiátrica, desarrolla respeto y quizá algo más (siempre el toque romántico, acá perverso) por su “amiga” policía; goza con su dolor, pero, a su modo, la deja ser: es su testigo y memorialista. Como en A Family Plot del maestro Hitchcock, hace que nos identifiquemos con la parte mala que ayuda a encontrar lo que le es afín, como en el juego de pares y nones del cuento de Poe. En la secuencia final en que va a la caza del psiquiatra le deseamos la mejor de las suertes… Bon appetit! Esta ambigüedad señala la cercanía propuesta, la que cierra el juego y nos deja tranquilos. Hay malos muy malos pero hay héroes poderosos que los detendrán. Hannibal es un chico muy malo, pero a la vez, muy a su manera, un justiciero (también es un delator, después de todo). No tiene superpoderes –los serial killers no los tienen– pero es sobre o infrahumano. Nunca demasiado humano.

   Y qué de los muchachos de Fincher en Mindhunter que crean la denominación de “asesino serial” y proponen entenderlo y describirlo ante la feroz decisión de los representantes de la justicia que opinen que con ajusticiarlo alcanza. Las escenas de los encuentros del agente joven con el asesino Ed Kemper son un intercambio imposible. Hasta que el mismo detective empieza a orillar la depravación (siempre aterrando al país puritano), tópico conocido para los especialistas: no es una cuestión maniquea de buenos y malos sino de grados. Sólo que nadie sabe cuándo cruzan la línea… Eso le agrega espanto al personaje e interroga a algún espectador. A Fincher le gusta molestar; un poco nomás, ya lo hizo en Seven. Pero lo que destaca en estos asesinos es su omnipotencia: disponen de la vida y de la muerte, la que finalmente dan, como don supremo. Son Dios. Como lo es el superhéroe que está por los sencillos mortales y que pone su sociopatía[2] (como también el Sherlock de Cumberbatch) al servicio del mundo libre.

   Buenos y malos, comparten características: la ya señalada omnipotencia, capacidades fuera de lo común –los seriales no las poseen pero desarrollan astucia y fuerza inusuales–, y aun los superhéroes incurren en matanzas… al servicio del bien. De los gobiernos occidentales, claro. Rara vez hay un asesino serial fuera del mundo anglo (los hubo en Rusia, y también en México y España). Finalmente, ambos tipos comparten similares experiencias porque representan el sueño y la pesadilla de las potencias que inspiran sus pasiones: la destrucción y la salvación del mundo. En las mejores obras, por decepcionantes, como Zodíaco, esto está ausente, porque la incertidumbre molesta, impide cerrar el círculo que significa que todo está bajo control. En tal punto, Zodíaco es insoportable; evade las reglas. (De paso, disfrutamos del gran Robert Downey Jr., que vuelve al whisky y se saca por una vez el disfraz de hombre de acero). Dejamos aparte a Jack el Destripador y otros descuartizadores y nos centramos en el siglo 20 y en el 21, nos ocupamos de lo más resonante y su representación en la pantalla. En la primera de las películas “contemporáneas”, el carismático Tony Curtis acepta el rol de El estrangulador de Boston, en que debuta también la pantalla dividida. Los Rolling Stones, los alguna vez chicos malos del rock, le dedicaron Midnight Rambler, en vivo, con gran despliegue de Jagger, cambios de ritmo, detenciones y grandes momentos de armónica. Una “oda al blues”, según Keith Richards.

   La pesadilla continúa e invade lo real: el cine funciona como antídoto social, controla la angustia; el mundo libre todo lo resuelve; por eso Zodíaco molesta tanto.

   Las dos figuras responden pero interceptan, superponen, jaquean, la pregunta clásica de la ética de la serie “B”: ¿cuáles son los chicos buenos y cuáles los malos? El mundo yace en una calma desesperación, a la manera inglesa de Pink Floyd. Una calma tensa, donde los jinetes preparan sus arreos mientras las guitarras afinan un tono más abajo.

[1] Algo de esto había anticipado ya Tim Burton en Batman, la primera.

[2] Utilizo con alguna libertad los términos psicópata y sociópata. Evado así la compleja psicopatología.