Exotismo santafesino - Bruno Grossi

 

   Arce observa que en el autor santafesino por excelencia, Saer, no hay lisos. Yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad de la obra de Saer bastaría esta ausencia de lisos para probar que es santafesino. Saer, como santafesino, no tenía por qué saber que los lisos eran especialmente santafesinos; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos. En cambio, un falsario, un turista, un nacionalista santafesino, lo primero que hubiera hecho es prodigar los lisos, caravanas de lisos en cada página; pero Saer, como santafesino, estaba tranquilo: sabía que podía ser santafesino sin lisos.

   Un falso santafesino pondría en el mercado una Santa Fe de pacotilla…vale decir, una que podamos reconocer. Una Santa Fe en la que los coetáneos sintieran la satisfacción inmediata frente a la cercanía o familiaridad de los tópicos. Una Santa Fe en la que los foráneos puedan captar, a través de las marcas evidentes de lo ya previamente intuido, la esencia inequívoca del lugar. Una Santa Fe montada a partir de un material pre-crítico, recibido pasivamente de las ideologías dominantes de la cultura. Una Santa Fe que, a fuerza de la repetición inconsciente de ciertos relatos fundantes, se volvería mítica. Un falso santafesino no haría por lo tanto otra cosa que escribir una historia en la que se hicieran presentes cada uno de los saberes ya exteriormente reconocibles de la ciudad. Una historia hecha de los imaginarios sociales efectivamente cristalizados en sus habitantes. Una historia que no contradiga la propia versión oficial, tanto económica como estatal, de la ciudad. Un falso santafesino escribiría en definitiva una historia sobre lo más propio pero a la vez más obvio de la ciudad. Un falso santafesino escribiría quizás una historia sobre los lisos. Es lo que hizo de alguna manera Francisco Bitar en Historia oral de la cerveza (2015).

   Sin embargo el proyecto, fallido o dudoso de antemano, se construye bajo una premisa en apariencia noble y atendible:

   Esta es la historia de cómo una ciudad parece deber todo su ser, desde el momento exacto de su emplazamiento, a la aparición de una cervecería (25).

   La hipótesis busca dar cuenta de la ligazón constitutiva entre una determinada práctica cultural y la forma de ser de un pueblo. De ahí al ensayo de interpretación nacional martinezestradiano estamos nada más que a un paso. El problema es que el propio Bitar propone –tal como sostiene un personaje del libro– “hablar de lo obvio como si fuera un gran descubrimiento” (58). El procedimiento parece ser, entonces, el extrañamiento de la mirada: adentrarse en el corazón de lo evidente para mostrar que la evidencia no era tal. ¿Pero se distancia Bitar del universo representado, o, por el contrario, se mimetiza con él? Es el problema del novelista que el cientista social aprendió a hacer suyo. Problema que es a la vez ético y técnico: ¿cómo abordar, transitar, agotar la obviedad para que aflore, como por obra de magia, lo nuevo? ¿Cómo extraer de la piedra de la mismidad el agua bendita de la alteridad?

   En este sentido, si la tesis general es vagamente naturalista, sus procedimientos distan de serlo (Bitar no es, digamos, Mateo Booz o Diego Oxley). Bitar es moderno y está advertido sobre los vicios del regionalismo. De hecho sus libros están construidos con técnicas que tienden a diluir el realismo clásico del interior: acá el montaje, allá la sustracción radical. Por lo tanto la oralidad del título no es la voz tal como es registrada por el antiguo cronista viajero, sino la del relato coral, la de la polifonía que construye por acumulación. De allí que su Historia sea la suma de “testimonios” que van desde las figuras históricas opinando sobre Santa Fe a las charlas de borrachos del presente. La historia colectiva y la historia del individuo confluyen, haciendo una a través de la yuxtaposición de registros heterogéneos. Lo que emerge, o lo que se pretende que emerja, es la voz impersonal de la ciudad. La educación sentimental que la cerveza inventa, propicia y acompaña.

   Sin embargo, aun cuando la fragmentación, la repetición, la digresión y el ritornello aborten el tono realista, el cuadro de “costumbres de provincias” se genera igual. El porrón, el liso, el vaso cívico, la cervecería, el Padre Ceschi, la costanera, el Puente Colgante, los nombres de calles, de bares, de barrios de la ciudad. El texto está repleto de guiños pour la galerie santafesina. La obviedad de los materiales no está horadada por el trabajo de la escritura, sino que por el contrario es exhibida como tal. Incólume, el material permanece idéntico al momento previo de la construcción, casi como si no hubiera mediado la acción del sujeto. E inclusive peor: al reproducirlo en su inmediatez el material deviene segunda naturaleza, reaparece involuntariamente como falso. La banalidad de la charla de los borrachos termina volviéndose procedimiento: la enumeración de los topoi locales prescinde de comentario o interpretación. El aligeramiento de las inhibiciones, que el alcohol otorga, no hace brotar la libertad, sino los lugares comunes. En cierto momento, Bitar señala que las cinco caídas del puente colgante son un símbolo mismo de la ciudad, pero aunque podemos intuirlo (¿de decadencia, de tozudez, de falta de imaginación, de corrupción, de falla originaria?) ese símbolo nunca es desarrollado. Bitar sugiere las relaciones, las tensiones de la ciudad, mas nunca las profundiza. Siempre nos quedamos en el mero plano de las anécdotas tal como uno podría escucharlas en las excursiones de la cervecería. El grado cero de la significación es ganado por la ideología de lo fáctico. Las cosas son como son.

   El Que Piensa ha tocado un punto sensible, algo que puede notarse con claridad en las grabaciones: gran parte de las conversaciones entre los amigos no hacen otra cosa que revivir viejas hazañas (28).

   La crónica piensa en el pasado, la novela en el futuro. La crónica retiene una vida a punto de dejar de ser, la novela inventa un modo de vida que todavía no existe. En este sentido uno podría pensar la pertenencia de Historia oral de la cerveza en el contexto de la colección de crónicas de la :e(m)r;. ¿No hay algo de libro por encargo? ¿No hay algo de «informante santafesino» que vende al foráneo la imagen que éste vino a comprar en primer lugar? ¿No hay algo de fariseo en su relato? Habría que preguntarse realmente si Bitar no contrabandea, con plena conciencia de ello (como el guionista de “Amigos mexicanos” de Juan Villoro), los tópicos de la ciudad bajo la fachada de la impersonalidad de la historia oral o si, por el contrario, el sentido común, en tanto contenido ideológico sedimentado en la conciencia, no impregna todo su texto sin que él se anoticie. En este sentido solo basta comparar este libro con Parque del sur (2008) de Sergio Delgado (de la misma colección) para notar la diferencia; ya que allí donde Bitar condesciende al cliché, Delgado nos devuelve una ciudad renovada a partir de la confrontación de la imagen del parque con el recuerdo de su niñez.

   Después de mucho tiempo de no verlo o de pasarle al lado sin prestarle demasiada atención, el cronista volvió al parque de su infancia en julio de 2008. No esperaba revivir con esto materia alguna del pasado –escribió al menos en su librera–, pero es indudable que quería confirmar, en el presente, después de tantos años, algún vínculo, sea de continuidad y ruptura, sea de residuo o reliquia, con aquel pasaje de su infancia. (7)

   En la tensión entre el sujeto y el objeto es donde se juega todo conocimiento posible. Lidiar con la propia ciudad como material es preguntarse básicamente por la propia relación con la ciudad. Algo de ello trasunta en la frase de Carlos Catania que aprendimos a hacer máxima: “Quien desconoce su ciudad no puede escribir una línea ni forjar planes exteriores”. Quizás el modelo en mente en Bitar es la constelación: para evitar caer en un mero subjetivismo, se pretende rodear el objeto a través distintos tonos, voces y recursos para que éste se exprese. Sin embargo, lo que aparece no es, de hecho, la libertad del objeto, sino la forma altamente codificada y sobreinterpretada del objeto, es decir: el propio sujeto. La oscuridad inherente de la ciudad es reducida violentamente a la claridad del estereotipo.

   Fede, otro chico del taller, dijo que se imaginaba perfectamente una ciudad rebosante de porrones. Una ciudad que, vista desde el aire, con todas sus luces apagadas, igual podría brillar en la oscuridad (...) Imagínate, si cada porrón es una luz y sacamos una foto satelital: Santa Fe sería como Nueva York. (29-32)

   Aun en la ironía y la distancia (satelital), el objetivo es claro: hacer de Santa Fe una postal. Una imagen estática que busca dar cuenta de los elementos turísticos, pintorescos, exóticos. Reconciliar falsamente la ciudad a partir una identidad. Es lo que Aira denomina la fetichización de la nacionalidad. La ciudad convertida de pronto en una mercancía. ¿Pero quién querría comprar Santa Fe? Esta pregunta, que hace unos años podía pasar por una humorada, hoy se vuelve paradójicamente real a causa de Juan José Saer. En cierta manera, la obra de Bitar es un epifenómeno no de la obra de Saer, sino de la recepción de Saer. Aunque literariamente lo niegue o se distancie de él, Bitar se beneficia de un contexto en el que las novelas de Saer pasaron a formar parte del imaginario concreto de la ciudad. La Santa Fe turística de Bitar (la zona bitariana es Candioti Norte: barrio clase media devenido cool) solo es posible en la medida que las instituciones literarias (la Sala Saer del Foro Cultural), el mercado (las papas Saer de la Estación Belgrano), el turismo (los recorridos por la Rincón de Palo y hueso o las caminatas por la San Martín de Glosa) y el Estado (año Saer) explotaron simbólica y materialmente el nombre de Saer. Procedimientos de captura que, privilegiando la lectura referencial –que Bitar hace suya–, pasaron por alto la negatividad saeriana. Es –diría Deleuze– la famosa potencia de recuperación y codificación del capitalismo. La paradoja es que la obra de Saer se resiste a su apropiación localista o regionalista. Aunque, a decir verdad, en cierta manera, la habilita, o, al menos, la tensiona en el momento mismo en el que la ofrece, exhibiendo de antemano su propia crítica y revisión.

 

   De hecho, así como en el Corán efectivamente hay camellos, en la obra de Saer (aclara Arce) hay lisos. Sin embargo, su mención en La pesquisa (1994) está lejos de ser arbitraria o subordinarse al color local, ya que sirve explícitamente para reflexionar sobre los usos y apropiaciones del regionalismo.

   – Si está bien fría, tiene que doler acá cuando uno la toma –dice Tomatis, apretándose las sienes con el pulgar y el medio de la mano derecha (…)

   Pichón, que acaba de hacer silencio para permitirle al mozo depositar los primeros lisos de la noche sobre la mesa, lanza hacia Tomatis una mirada discreta, al mismo tiempo perpleja y escéptica: perpleja porque esa declaración acerca de la temperatura apropiada de la cerveza en medio de la historia que él, Pichón, viene refiriendo, denotaría, por parte de Tomatis, una especie de insensibilidad hacia su relato, y escéptica porque la declaración propiamente dicha, que Tomatis ha proferido con la certidumbre distraída con que se enuncian los postulados, le parece una afirmación puramente subjetiva. Un tercer elemento refuerza su perplejidad: el estatuto, un poco folklórico, de capital nacional de la cerveza, venida a menos a decir verdad en los últimos tiempos, de que suele enorgullecerse la ciudad, parece encontrar en Tomatis un cultor inesperado, y Pichón, con ligera alarma, se pregunta si Tomatis, después de tantos años de separación, por haber permanecido casi sin moverse de la ciudad, no se ha dejado contaminar por cierto etnocentrismo provinciano, y ya está por desilusionarse cuando, después de tomar un largo trago, dejando con satisfacción paradójica su vaso casi vacío sobre la mesa, Tomatis comenta con una sonrisa malévola:

​   – Ha sido siempre la cerveza más mala y más fría del mundo occidental (65-65)

   Será la primera y la última mención de la palabra “liso” en toda la obra de Saer (de  hecho, en el resto de la novela continuará diciéndose “vaso de cerveza” sin más, como ocurre por otro lado, sistemáticamente, desde Responso hasta La grande). En este sentido, su uso aparece estratégicamente entre dos momentos: la “afirmación folklórica” de Tomatis y el “escepticismo cosmopolita” de Pichón Garay. Casi que podríamos decir que el liso aparece enmarcado y apuntalado entre ambos, afirmado y negado en el mismo movimiento. La reflexión sobre la cerveza ocupa por lo tanto un lugar importante en la economía de la novela en tanto interrumpe el relato europeo (Garay) e introduce la problematización local del propio relato (Tomatis). El liso en este caso funciona como la sinécdoque que sugiere o plantea la tematización de lo local, o mejor: la relativización de lo local que la novela lleva a cabo. De allí que la desmitificación de la cerveza santafesina (y los gestos folklóricos asociados a ella) halla eco en el retorno desencantado de Pichón a Santa Fe luego de varios años de ausencia.

   Es fama: el tema del nostos reclama desarrollos patéticos. Aun el sofisticado Pichón Garay no puede sustraerse a las ensoñaciones nostálgicas, los vericuetos de la memoria, el deseo un poco pueril de turismo local y el sentimiento de orgullo frente las singularidades de la ciudad.

   La aprensión supersticiosa de no resistir físicamente tanto calor alterna en él con una especie de orgullo telúrico –semejante al que ha temido percibir hace unos minutos en Tomatis respecto de la cerveza– igualmente inconfesado y pueril. Las cifras máximas de temperatura y de humedad, la turbulencia fluida del cielo azul a mediodía y los pastos calcinados, le parecen confirmar su creencia indolente y un poco infantil, ya algo borrosa después de tantos años en el extranjero, de que proviene de un lugar único cuyos rasgos definidos e inalterables coinciden al milímetro, a pesar de y aun a través del tiempo y la distancia, con los mitos que, poco a poco y sin proponérselo, ha ido forjándose a partir de ellos. (68)

   Sin embargo, aquellos lugares cargados de significaciones parecen diluirse con el correr de su estadía, ya que de pronto Pichón siente que “una especie de atonía, por no decir indiferencia, se apoderó de él: una ausencia de emociones previstas, tal vez demasiado esperadas, que lo hace percibir a la gente, a los lugares y a las cosas, con el desapegado de un turista forzado” (69). Como él mismo lo reconoce, hay algo de turista en Pichón, algo del extranjero que busca hacer coincidir el paisaje real con el de su recuerdo (o su fantasía), algo de aquel que quiere encontrar lo que sabe que vino a buscar, algo de aquel que permanece inalterado por la experiencia de lo otro. Por eso mismo el reencuentro con el paisaje local antes que activar la rememoración o hacerle surgir afectos concretos, le devuelve la nada misma de lo real. Entre él y la ciudad se ha abierto una distancia.

   Pichón lanzaba, de un modo voluntario, o voluntarista mejor, miradas a su alrededor, tratando de captar en el paisaje, bastante triste por otra parte después de tantas semanas de sequias, algo (…) un hálito singular que hubiese sido especifico de ese lugar y de ningún otro, pero sus miradas rebotaban en el espacio neutro, irreconocible y átono, que no le procuraba como se dice ningún sentimiento de reciprocidad ni ninguna emoción. Únicamente cuando llegaron a la orilla del río y cuando ya había renunciado a sentir alguna intimidad viviente entre los pliegues apelmazados de su ser y lo exterior, la proximidad y la vista del agua le produjeron una especie de alegría fugaz que atribuyó no a su afinidad con ese río preciso, sino a la alerta general de sus entrañas, de sus sentidos y de su piel, acosados por el calor, el cansancio y la piel, ante la presencia benévola, inmediata y genérica del agua salvadora (95-96).

   El color local, que un viaje en lancha por las islas del Paraná parece evidentemente sugerir, es abortado por una mirada que ya no se identifica con lo que ve. Si Sergio Delgado intentaba ceñir cuánto de aquel parque de su infancia permanecía en el parque real y actual, el Pichón de Saer comprende que ya no hay nada de él en el paisaje del litoral. No es que la experiencia se ha empobrecido, sino que dicha experiencia nunca tuvo otro lugar que no fuese el de su propia imaginación. De allí la alegoría que En las tiendas griegas escenifica: solo la distancia (que es necesariamente del orden de lo ficcional) puede elaborar una suerte de sentido frente al fenómeno. El reencuentro con la ciudad fracasa porque Pichón comprende la imposibilidad de llegar a conocer algo que no sea aquello que se produce por la inmediatez de sus sentidos. Sin embargo, eso que parece poco, es algo, o mejor: todo.

   Ha entendido por qué, a pesar de su buena voluntad, de sus esfuerzos incluso, desde que llegó de París después de tantos años de ausencia, su lugar natal no le ha producido ninguna emoción: porque ahora es al fin adulto, y ser adulto significa justamente haber llegado a entender que no es en la tierra natal donde se ha nacido, sino en un lugar más grande, más neutro, ni amigo ni enemigo, desconocido, al que nadie podría llamar suyo y que no estimula el afecto sino la extrañeza, un hogar que no es ni espacial ni geográfico, ni siquiera verbal, sino más bien, y hasta donde esas palabras puedan seguir significando algo, físico, químico, biológico y cósmico, y del que lo invisible y lo visible, desde la yema de los dedos hasta el universo estallado, o lo que puede llegar a saberse sobre lo invisible y lo visible, forman parte, y que ese conjunto que incluye los bordes mismos de lo inconcebible, no es en realidad su patria sino su prisión, abandonada y cerrada ella misma desde el exterior –la oscuridad desmesurada que errabundea, ígnea y gélida a la vez, al abrigo no únicamente de los sentidos, sino también de la emoción, de la nostalgia y el pensamiento. (108)

   ¿Cómo emitir sintagmas al estilo de “Santa Fe conmemora los 80 años del nacimiento de su más grande escritor” sin pasar vergüenza después de aquel fragmento? ¿Habrá alguien que haya hecho más por refutar el lugar común del regionalismo, el folklorismo y el color local que Saer? Sin embargo, la frase es tan impresionante, tan grandilocuente, tan magnética que tiene evidentemente el carácter de un énfasis: no pudo haber sido dicha por otro que no sea un provinciano. De allí que la obra de Saer no reniegue de su contrario: la referencialidad, la imagen de una ciudad que podría ser cualquiera pero que tiene la forma de la única que amó. Es la paradoja de quien más se adentró en los problemas del material que la propia ciudad le planteaba. ¿Cómo ser y no ser santafesino? Esa es la cuestión.

   La relación entre el emplazamiento vital y ficcional nunca es fácil. Desde Borges, Aira y Saer sabemos que el tema de la literatura nacional es, quizá, el problema de cómo ser autentico sin ser mimético, de cómo ser inventivo sin ser frívolo. Mimetismo y frivolidad no se oponen, pero juntos suponen la perpetuación de lo mismo. El color local sería el resultado de esa combinación, ya que supone el reconocimiento, la repetición sistemática de la cultura afirmativa (lo conocido, lo aceptado, lo reglado). Es lo que ocurre con Bitar. Lo que comenzó siendo un texto lleno de envíos destinados para los propios congéneres termina siendo un catálogo de imágenes for export. Es el doble movimiento del escritor exotista: hablar de lo local, pero hacerlo de tal modo que sea perfectamente legible para un extranjero. Por ejemplo, en cierto momento de Tambor de arranque (2012) de Bitar leemos:

   Vos debés ser Ferro –me dijo y estiró la mano. Los puños de su camisa estaban prendidos pero tuvo que bajarse las mangas. Llevaba una visera de la EPE, Empresa Provincial de Energía, que antes de despertar había estado sobre su cara (24)

   Llama la atención tal aposición, disonante, innecesaria. ¿Habrá algún santafesino entre los 12 y los 104 años que no sepa qué es la EPE? Dicha aclaración, que para un local tiene el carácter de la obviedad y lo superfluo, delinea el destinatario imaginado por el propio texto: el foráneo (o, maliciosamente: el porteño). Aclaración que no aclara nada excepto a ella misma: exhibe el modo del propio Bitar de entender la relación entre literatura y mercado. El texto se abre al mundo, a costa de su autenticidad. Detalle sin importancia pero que da cuenta de una ética: la del dinero. De allí que dicha aclaración no esté a efectos de superar el regionalismo (vía el universalismo), sino a redoblarlo: he ahí la fórmula del exotismo. Bitar vende santafesinidad al extranjero.

   La estación quedaba en el antiguo acceso noreste a la ciudad donde hacía cien años recibía pasajeros, granos de la colonia y verduras frescas de las quintas. Ahora ningún tren llegaba hasta los andenes y apenas se veían tres o cuatro vagones de carga dispersos a lo lejos, entre montañas de arena al sol y piedras de adoquín molido. 

   Con el tiempo ese acceso se convirtió en Candioti, un barrio que se extendía desde el río, bajaba por el bulevar y perdía su fisonomía un poco antes de llegar al centro. La estación había quedado en el corazón de Santa Fe y había vivido su época de oro hacia la mitad del siglo. Cincuenta años después estaba abandonada pero abierta a los visitantes y parecía ser un granero viejo, si es que un granero puede ser nuevo alguna vez: tierra seca, cagada de pájaro, una paloma que se suelta de una viga para volar hasta la otra, un croto durmiendo en un rincón (2012:36)

   Justo enfrente de la parada de las líneas 4 y la 14, separado por un baldío de las dos canchas –la principal y la auxiliar– de  Ciclón Racing, un club que en un sus mejores años llegó dos veces consecutivas a la final del torneo regional pero que ahora apenas promedia la tabla de la liga santafesina (2012:46)

   El chico no lo sabe, y eso que creía conocer todas las historias del viejo. Se trata de Barrio Roma, un barrio en el que viven las parejas jóvenes o las familias ya constituidas que nunca lograron despegar. (2014:16)

   Ahora vive en Santo Tomé, una ciudad pequeña con tarifas de alquiler todavía razonables, adonde se ha ido a vivir la mayoría de los padres separados de la ciudad de Santa Fe, unos diez kilómetros al sur. (2015:90)

   Bitar utiliza el detalle local, pero inmediatamente lo aclara, lo corrige, lo salvaguarda. Casi como si temiera por la legibilidad del texto, cede a la presión de la explicación. Como si no confiara en la ciudad como un objet trouvé que no necesita ser presentada, redunda en aclaraciones, explicaciones, parafraseos que ciñen lo más posible el universo ficcional al foráneo, reduciendo a cero todos los elementos posiblemente ilegibles, conflictivos o indiferentes a su mirada. En el mejor de los casos dichos epítetos aportan un dato o una interpretación propia sobre aquello descripto (en algunos casos inclusive para el lector local), pero en términos generales cada una de las frases tiene el sentido de afianzar una idea ya existente sobre lo comentado. El mayor problema es que dicha interpretación surge siempre desde el exterior del texto, no desde la inmanencia del movimiento de la propia narración. La contratapa de Tambor de arranque señala que la prosa de Bitar está en “las antípodas de cualquier paternalismo de ideas”. Difiero: no hay mayor ley del padre que la voz omnisciente.

   Simultáneamente, el procedimiento halla su necesidad en el nivel de la estructura: construir una ciudad lo suficientemente transparente como para que el tópico universal de la crisis de la pareja joven tenga lugar. Algo de la universalidad que ya estaba en Chéjov o Carver aparece en Bitar, pero con ella obviamente la ausencia de Historia. Sus narraciones devienen progresivamente impersonales (la suma de voces de Historia oral de la cerveza), abstractas (los personajes en Acá había un río se llaman Hermano 1, Fulano, El sonidista), ahistóricas (la Historia Argentina reciente está ausente) y por qué no, neutras. Pero ya no es sólo “el tono desafectado de la narración” (otra vez la contratapa), sino que es el lenguaje mismo el que comienza a universalizarse.

   ¿Qué te gusta hacer, Hilda?, pregunta Merlo.

​   No sé, dice ella, muchas cosas. Pero ninguna se estudia.

    Los tres se ríen.

    Soy mesera en un bar de Santa Fe, sigue Hilda. Y ahora quiero comprarme una moto. (2015:102)

   ¿Mesera? ¿En serio? La politicidad de la literatura se juega en cada elección léxica. Los arcaísmos, neologismos, localismos, cultismos, barbarismos o extranjerismos suponen una determinada toma de postura ante la tradición. Si, como bien enseñó Borges, el detalle nos permite repensar el todo, el “mesera” da una imagen en miniatura de toda la obra de Bitar. Pero también señala un estado de la cultura: la hegemonía silenciosa de las traducciones de Anagrama en los escritores argentinos recientes. Es el resto inconfundible que la lectura deja en la lengua (¿Quieres hacer el favor de callarte Bitar, por favor?). Si Arlt se nutría de las malas traducciones de la literatura popular y folletinesca para superar la anquilosa prosa académica de la época, el giro de Bitar hacia el español neutro supone un retroceso en términos estéticos y/o lingüísticos. Sin embargo, el uso de tales palabras, intuimos, pertenece más al orden de lo inconsciente que a la búsqueda deliberada. Es la falsa conciencia de Bitar: no lo sabe pero lo hace.

   Algo de ello puede vislumbrase en el cuento “La imaginación del pescador”: la naïveté de toda ideología que no se reconoce como tal. El retorno de un resto reprimido o pre-racional que va más allá de las elecciones conscientes o conceptualizables del sujeto. Quizás el mejor cuento de Bitar, o el que mejor expresa las contradicciones de la que su obra es síntoma. El único, quizás, en el que se plantea más abiertamente el problema del color local. Aunque, a decir verdad, entre su planteamiento y su resolución se abre una distancia que la teoría marxista dio en llamar alienación.

   La primera y última vez que salieron a pescar, Juan y Leo, tenían nueve y siete años, y la experiencia los decepcionó: la boya de los mojarreros no había bajado todavía ni, por lo menos, se habían enganchado los anzuelos en los fierros hundidos del viejo puente, cuando ya estaban los dos en el asiento trasero del auto, recorriendo el camino de vuelta a casa.

   No podía decirse que el padre careciera de confianza en los rituales que convertían a un hijo en un hombre (al contrario, había sido respetuoso de la mayoría de ellos) (…) En el caso de la pesca particular, la excursión al río había llegado a su fin antes de que nada excitante hubiera pasado. Por todo espectáculo, vieron pasar una rata del tamaño de un gato adulto entra las piedras de la defensa, Leo hizo pucheros y el padre aprovechó para anunciar la vuelta.

   Con el correr de los años, a ninguno de los hermanos se le ocurriría repetirlo: cuando algún amigo hablaba de pescar, tanto Leo como Juan decían que pescar los aburría. (2014:68)

Leo volvió a mirar al frente. Juan también miró hacia el río pero no encontró nada en el paisaje. No había nada de especial en ese montón de agua. (2014:70)

   En una primera instancia el cuento pareciera refutar el regionalismo: en una ciudad o zona que hizo del culto al río uno de sus trademarks, sólo un santafesino moderno podría aborrecer de la pesca y de la mistificación del paisaje. El pasaje recuerda al de La pesquisa, excepto por una diferencia: si para Pichón Garay sus sensaciones frente al paisaje son más bien “neutras, distantes y un poco irreales” es porque alguna vez el río significó algo, mientras que aquí los personajes experimentan una nueva época en la que éste ya no tiene un significado real en la consciencia histórica. Bitar es a Saer lo que Saer es a Proust. Doblegando al estereotipo, los hermanos señalan la nueva estructura de sentimiento del santafesino contemporáneo. Sin embargo, más adelante, frente al silencio prolongado (y posible depresión) de Leo, Juan decide invitarlo a pescar. Idea extraña y paradójica para aquellos que afirman que la pesca los aburre. De allí que lo ridículo y forzado de la situación se extienda a la armería cuando ambos van a comprar el equipo.

   Un paso más cerca del mostrador, Juan se encontró con un baúl a la altura de su rodilla del que sacó un sombrero de pesca. Después de ponérselo, le tocó el hombro a su hermano.

​   – Qué tal?

​   – Mm, no –soltó Leo. (2014:72)

   A la usanza del foráneo que intenta mimetizarse con los locales, los hermanos intentan adoptar los elementos exteriores de un pescador pero, obviamente, fracasando en el intento. Extemporáneos aunque juguetones, sin tomarse demasiado en serio lo que hacen, cada gesto que realizan allí es percibido por el resto de los habitué como un signo de su extranjería. En ese fragmento podríamos leer la apropiación irónica de los estereotipos locales, pero también su persistencia, su reproducción.

– Estos son riles para costa. Este de acá tiene el rotor deslizable –empezó a explicar el empleado pero Juan lo interrumpió.

​– El más barato –propuso.

​Entonces el empleado agregó sobre el mostrador otro ril, el cuarto, que junto a los otros parecía de juguete.

 – ¿Y cuál es la caña? –preguntó Juan.

​– La caña es aparte –dijo el empleado.

​Hubo un silencio, sobre todo entre Juan y Leo: el empleado había dicho todo lo que tenía para decir.

​– Y una caña entonces –dijo Juan. Perdone. Somos nuevos. (2014:73)

   El cuento concluye con los dos hermanos mirando hacia el río, cada uno en la suya, uno intentando pescar y el otro tomando cerveza, pero compartiendo aun así intensamente ese momento de reencuentro fraternal. Podemos pensar que el ir a pescar tiene un sentido más estructural que psicológico: aunque la historia previa de los hermanos haga inverosímil tal decisión, la pesca cierra el círculo de la historia de proyectos inconclusos que los define. Pero, de hecho, es en el terreno de lo mítico donde la pesca se vuelve significativa. En un primer momento, el cuento parece querer recusar lo telúrico o folklórico, romper el círculo de lo-siempre-igual, introduciendo una diferencia que produzca una subjetivación en la identidad santafesina (que los hermanos encarnan). Sin embargo algo ocurre en ellos. Un resto atávico, una especie de mimetismo los lleva a repetir los gestos prototípicos, más ligados a la proto-historia del lugar que a su existencia real y concreta. De alguna manera los personajes se entregan casi pasivamente (a pesar del rechazo inicial) a algo que los trasciende. Casi como esos animales que de pronto recuerdan su pasado salvaje y atacan a sus dueños, un automatismo, un gesto instintivo se apodera de ellos. Alguien podría decir que es el retorno de lo reprimido, pero en este caso no es otra cosa que ideología: es la cultura haciéndose pasar por naturaleza. Lo inconsciente de los personajes termina siendo lo inconsciente de la obra de Bitar: el estereotipo se impone más allá de toda forma.

   Adorno sostenía que arte e industria cultural eran las dos mitades de una totalidad partida. Si esto es cierto, podemos pensar que Saer encontraba en Landriscina su otro radical, las dos mitades enajenadas de nuestra Zona. Por el contrario, hoy esa separación parece haberse suturado, reconciliado, al menos en el orden de la apariencia y la falsedad: ya entre Bitar y Fantino no hay mucha diferencia.