La condición de hijo (una falsa reseña) - Rafael Arce
1.
Ensayo un desvío. Imagino que no leí nunca, nada, de
Alberto Giordano. No sé cómo fue escrito Volver
a donde nunca estuve. Algo sobre mi
padre. Desconozco que fue menos escrito que compuesto. No tengo a su autor
en el Facebook.
Lo leo de un tirón, como una novela. Un relato de
tonalidad elegíaca. Aunque cristalina, es una historia en la que abundan los
hiatos. Podría escribir: “En su conmovedora historia abundan los hiatos”. A lo
que podría agregarse: “Lo entrevemos…” Ni sabemos ni no sabemos: entrevemos,
vislumbramos. Si tuviésemos que precisar esa realidad postulada (no expresada
pero tampoco escamoteada), podría oscurecerse esa presunta claridad: ¿es la
historia de un amor filial?; ¿el narrador habla de su padre o de él mismo?; ¿de
los dos?; ¿habla de la enfermedad y de la muerte del padre?; ¿o es la historia
de su propia enfermedad? Nos gustaría conjeturar que el enigma del relato es
una veneración injustificada o paradójica, porque es la historia de una
fidelidad a una persona cuyas acciones le habrían valido más bien el rechazo.
Un amor injustificado (pero, ¿no es todo verdadero amor injustificado?).
Otra conjetura convoca el juego de espejos. La primera
depresión del narrador podría explicarse como una negativa a entrar al mundo de
los adultos. Esta prematuración, como valor, se defenderá cada vez, hasta que
la propia paternidad lo invite a dejar de ser hijo. El rechazo de la adultez no
habría sido un elogio de la juventud o del valor de la inmadurez, sino de la
condición de hijo, para la que no existe una palabra (no hay equivalente de
“paternidad”). Como la novela es un género del pasado, hay historia del padre,
de la madre, pero no del hijo. Pues esa historia, si pudiera contarse, volvería
narrador al padre. Algo sobre mi padre
sugiere la historia del hijo en tanto tal.
Es ese en tanto tal el que carece de
nombre, pues o se cuenta la propia paternidad (otra de las historias que ni se
escamotean ni se narran) o se cuenta la historia del padre. Para que una
historia del hijo se vuelva novela sobre la “hijitud”, tiene que haber una
tragedia, una muerte o desaparición o abandono. Pero acá se trata de una
historia sobre la felicidad de la condición, que tampoco es la de la infancia,
y que incluso parece rehuir la infancia. Se trata, más bien, de ese imposible:
el hijo adulto. Más todavía: el menor, el varón. El que arranca de atrás para
hacerse adulto, lo que significa “hacerse hombre”. Ese sería el escándalo
ontológico (un discreto escándalo): el hijo varón adulto, que por preferencias
individuales y por causas generacionales desdeña los atributos de la
masculinidad, y se vuelve padre cuando todavía se sustrae al mandato social de
la maduración. Escribe y publica libros para darle a su hija una figura
paterna, pero esa elección es anterior, originaria: dedicarse a la literatura
para poder ser hombre sin tener que ser adulto y sin tener que imitar al padre.
Escribir para ser siempre hijo, como Puig, como Borges. Ese niño que escucha
hablar a las mujeres mayores, ese niño detrás de la verja con lanzas.
2.
Ensayo otro desvío.
Mi papá tiene la edad de Giordano. Somos tres
hermanos. También mis padres se separaron y mi papá se fue a otra ciudad años después.
Otra coincidencia asombrosa: alguna vez hizo el elogio de nuestra poca
predisposición a la maternidad-paternidad (tengo una hermana). En mi caso, me
preguntaría si separarse de la esposa implica separarse también de los hijos,
si se puede hacer una cosa sin hacer la otra. Tal vez la novela de Giordano
también hable de eso. Si no es así, estoy interpolando mi propia historia. Las
diferencias son notorias, pero no hacen más que hacerme considerar el
podría-hacer-sido. Mi papá no debió tal vez tener hijos siendo tan joven. Este
año cumplí cuarenta y me parece que recién ahora aprendí más o menos a vivir. A
esa edad, mi papá tenía tres hijos, se había divorciado, había tenido otra
familia con hijastros, se había separado, se había mudado dos veces de ciudad. El
protagonista de la novela de Giordano imagina que podría morir en torno a los
setenta y cinco años. Mi papá se da un pronóstico menos alentador. Es bastante
sano, pero es fumador, sedentario, hipertenso. Pienso que habría hecho bien si
hubiera sido padre mucho después, como el protagonista. Por mi parte, a la edad
en que mi papá me tuvo (soy el mayor), recién empezaba la facultad de Letras. Tenía
novia, obviamente de la carrera. Una vez mi mamá hizo un comentario insólito
sobre la posibilidad de que la deje embarazada. Le respondí con indignación,
porque su prevención me pareció el colmo de la ridiculez (yo no solo era
responsable, sino que era el más responsable de la familia). Leyendo la novela,
evoqué ese episodio. Fue hace veinte años. Tenía la edad que tenía papá cuando
mamá quedó embarazada (de mí). ¿Habrá sido eso lo que provocó su reacción
destemplada? ¿Será posible que recién ahora pueda comprenderlo?
A mi papá le encantaría que yo le escribiera un relato
como Volver a donde nunca estuve.
Pero primero tendría que morirse. Cuando le preste el libro, seguro se le
ocurre: “Mirá cuando me escribas una novela elegíaca”. Siempre fue afecto a las
Coplas por la muerte de su padre de
Jorge Manrique. Me las recitaba cuando yo tenía diez o doce años. Esa
preferencia, en alguien refractario a la literatura española, me dejaba
perplejo. Como en la anécdota de mi mamá, recién ahora lo entiendo.
3.
Acá iba a escribir sin desvío. Una lectura cabal de Volver a donde nunca estuve como avatar
de la obra ensayística de Alberto Giordano. Habría aprovechado una referencia
erudita para enlazar con El tiempo de la
convalecencia: Heidegger dice, a propósito del Zaratustra, que “convalecencia” significa “volver a la patria”. La
hipótesis habría ido por ahí: no habría crítico por un lado y escritor por el
otro, sino que lo novelesco ya estaba en su obra crítica (Borges, Puig: los
tonos y los afectos del amor al padre, de la ambivalencia con la madre), y sus
escrituras íntimas continúan con los modos del ensayo, haciendo de lo
autobiográfico una “novela del escritor”, un “mito personal”, en donde la
preparación de la novela sutura la separación vida-obra. Hace treinta años,
Giordano, en un ensayo sobre Saer, ya escribía:
“Situación paradójica: a ese lugar imposible en el que
nunca habitó el exiliado no deja de querer volver. Porque le concierne, porque
lo liga a ella un lazo tan fuerte como indecible, esa región es, aunque
indeterminable, cierta”.
Habría querido decir (no sé cómo) que cumplió el sueño
de su amado Barthes, incluso aunque no pudo (o gracias a que no pudo) morir
atropellado en una calle de Rosario (en vez de un camión de lavandería fue una
ineficaz motocicleta) y supo entonces, no tan barthesianamente “hacer la
novela”, sino más airianamente “encontrar lo novelesco”, firmar lo ya hecho (lo
vivido, lo escrito, lo posteado, lo autofigurado). Habría tenido que volver
sobre las escenas institucionales de los modos del ensayo (esa otra realidad
postulada) y la experiencia de lectura en el encuentro con Puig, la forma en la
que la literatura vuelve más intensa la vida. Hubiera conjeturado que también
la novela autobiográfica tiene la forma del ensayo: el discurrir espiralado, la
apuesta escéptica, la elisión de cualquier solemnidad, la digresión, la
anécdota, el chiste, la ejemplaridad de alguna “escena”. Pero en la novela, me
parece, no hay ironía. ¿O sí? Se me habría caído la hipótesis. Por eso prefiero
no escribirla.